Este domingo se conmemoró en casi todo el mundo, con la excepción de los Estados Unidos y Canadá, el día de los trabajadores (antes se denominaba Día del Trabajo y de hecho la traducción del inglés significa lo mismo).
Se trata de una celebración muy tradicional, pero que en las últimas décadas estuvo caracterizada por dos tensiones muy contradictorias. Por un lado, los debates sobre el futuro del trabajo disparados por la revolución tecnológica que experimenta el capitalismo moderno, influyendo el avance de la digitalización y la robótica. Más aún, en algunos países se viene debatiendo, e incluso implementando de forma experimental, una semana laboral de cuatro días de ocho horas cada uno. Esto se complementa con los formatos de flexibilidad en el régimen laboral que ya se venían insinuando desde hace un tiempo pero se profundizaron en el contexto de la pandemia de COVID-19. Esto involucra a un gran número de trabajadores, sobre todo aquellos insertos en el segmento de servicios.
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Por otro lado, en parte por el impacto de lo anterior, pero sobre todo como consecuencia de la globalización y la relocalización de empresas en países emergentes, durante las últimas décadas se observa un proceso de precarización y destrucción de empleo, sobre todo (pero no solo) en la industria. Esto llevó a que en muchas regiones y ciudades en los que históricamente se concentraba un número significativo de trabajadores industriales, muchos de ellos sindicalizados (como Manchester, Detroit, Pittsburgh y Bilbao) se diera un cambio económico, político y social muy profundo, con impacto tanto en términos demográficos, culturales como en el desarrollo urbano.
En algunos casos, el paisaje sociocultural ha cambiado tan significativamente que en antiguos centros de industria pesada florecen ahora los “trabajos verdes”, tecnológicos y de la “nueva economía”.
En Pittsburgh, o en zonas tradicionales de voto de izquierda o al menos socialdemócrata, ganan ahora candidatos de derecha (xenófobos, nacionalistas y proteccionistas). En efecto, el clivaje globalismo/antiglobalismo cruza no solo esta celebración, sino todo el debate sobre la economía y la política contemporáneas.
También como consecuencia de la pandemia y de otros episodios que pusieron de manifiesto la fragilidad logística de las cadenas de abastecimiento globales, que han venido experimentando cuellos de botella muy complejos, muchas empresas y también gobiernos de países desarrollados están considerando cambios en los patrones de localización global, incluyendo el retorno de plantas industriales a los países de origen.
En parte, esto tiene que ver con el aumento de los costos, incluyendo los salariales, en muchos países emergentes. Pero fundamentalmente esto se vincula a una mirada donde vuelven a pesar otros elementos, sobre todo en tema de seguridad. En particular, las crecientes tensiones entre EEUU y China ha disparado algunos cuestionamientos en sectores que terminaron dependiendo casi exclusivamente de insumos intermedios o bienes finales producidos en ese país.
Esto potencialmente genera nuevas oportunidades de inversión, creación de empleo y desarrollo, no solo en países centrales sino también en otros países emergentes que hasta ahora sólo habían sido muy parcialmente beneficiados por la anterior ola de globalización, incluyendo ciertamente a la Argentina.
A propósito, en nuestro país estás cuestiones estuvieron totalmente fuera del debate en esta nueva celebración del 1 de mayo. Más aún, tampoco hubo una revisión ponderada y rigurosa de por qué la Argentina hace más de una década que no genera empleo privado en términos netos. Por el contrario, tanto los actos como en general las discusiones que se han escuchado tuvieron como característica central un sesgo muy claro hacia las internas políticas (sobre todo las que involucran al oficialismo), con visiones hiperideologizadas e incluso muy anacrónicas respecto de cómo generar empleo genuino, decente y de calidad.
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¿Ejemplos? No hubo planteos respecto de cómo generar competitividad y aumentar la productividad del trabajo, que es la única forma de que aumenten de manera consistente los salarios. Esto depende de los flujos de capital que se inviertan en el país, tanto de origen interno como extranjero. También, de la infraestructura física que construyamos. Pero sobre todo, del capital humano: esto es, de la educación, la salud y la vivienda a la que podamos acceder para integrarnos cabalmente al mercado de trabajo. ¿Estamos acaso brindando estos bienes públicos de calidad? ¿Es hoy el Estado argentino ese motor de movilidad social ascendente como la fue hace un siglo?
Estos son los temas de fondo que están ausentes en el debate público. No solo este 1 de mayo. Ojalá podamos establecer objetivos más ambiciosos y abrir nuestras mentes a las ideas que pueden hacer una diferencia efectiva a nuestro duro presente.