Dormir mal parece, a veces, un pequeño detalle: una mala noche, un poco de cansancio, o reemplazamos el sueño con un café o un mate para pasarnos una jornada estudiando. Pero el cuerpo no tarda en pasar factura: de repente, lees un mensaje tres veces porque no te queda nada, o abrís el celular para responder algo y terminás scrolleando solo porque te llegó una notificación. Eso, aunque lo parezca, no es desatención sin razón: el cerebro está intentando trabajar con menos recursos de los que necesita.
Un estudio del MIT encontró una explicación para esos lapsos: cuando no dormimos lo suficiente, el cerebro activa durante el día el mismo sistema de limpieza que debería funcionar solo mientras dormimos. Y ese “mantenimiento de emergencia” tiene un costo inmediato en la concentración.
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La investigación reclutó a 26 personas que realizaron tareas de atención después de una noche normal y después de una noche sin dormir. La diferencia fue contundente: más errores, más distracciones y menos capacidad de respuesta.
Las imágenes del cerebro revelaron el dato más sorprendente: justo antes de cada lapso de atención se detectaba un movimiento del líquido cefalorraquídeo (LCR) hacia afuera del cerebro; segundos después, el líquido volvía a ingresar. Ese patrón es característico del proceso de limpieza nocturna. En otras palabras: el cerebro, al no haber descansado, intenta repararse en plena vigilia. Pero reparar y concentrarse al mismo tiempo no es posible.
Cuando el cerebro funciona a medias
La psicóloga Paola Marianela Caballero (M.N 83.362) describe el fenómeno de una forma muy clara: “Dormir poco hace que la cabeza funcione como a media marcha. El cerebro intenta mantenerse alerta, pero al mismo tiempo activa procesos que deberían pasar solo cuando dormimos. Esa doble tarea genera lapsos, olvidos y distracciones repentinas”.
Y esa “media marcha” no es algo que solo se vea en estudios científicos: se siente en lo cotidiano. Cuando el cerebro no tuvo tiempo de hacer su rutina nocturna intenta compensarlo durante el día. El problema es que, para hacerlo, necesita usar parte de los mismos recursos que empleamos para prestar atención. Es como si el sistema de limpieza se activara en pleno horario laboral interno: funciona, sí, pero a costa de apagar otras funciones esenciales. Por eso aparecen esos microcortes de concentración, esos segundos en blanco en los que la atención simplemente se cae.

Esa interferencia explica por qué, después de una noche mala, tareas simples se vuelven sorprendentemente difíciles. Leer un párrafo puede transformarse en un esfuerzo: lo leemos, llegamos al final y no recordamos nada. Entramos a una habitación con un propósito claro, pero al cruzar la puerta se nos borra la intención, como si el cerebro hubiera soltado el hilo. Hay una sensación de torpeza general: respuestas más lentas, pequeñas equivocaciones, e impulsos que aparecen sin pensarlos demasiado.
A todo esto se suma un efecto emocional que muchos reconocen enseguida: el mal humor sin motivo, la irritabilidad que aparece por cosas mínimas, la ansiedad que se enciende más rápido y una tolerancia a la frustración que se acorta notablemente. “Cuando dormimos poco, el sistema emocional queda más reactivo: todo molesta más y los problemas se sienten más grandes”, explica Caballero. Esto no es debilidad ni falta de voluntad: es el cerebro haciendo malabares para funcionar cuando le falta una parte fundamental de su mantenimiento.
Dormir poco, dormir cortado: por qué no es lo mismo descansar que “acumular minutos”
A veces creemos que dormir mal es algo que se soluciona con un café fuerte a la mañana o una siesta al paso. Como si el cuerpo pudiera acomodarse solo. Pero la realidad es que el sueño no funciona por acumulación: no alcanza con juntar minutos sueltos ni con dormir en fragmentos. El descanso necesita continuidad, y cuando no la tiene, se nota en todo lo que hacemos.

Es por eso que el psiquiatra psicoanalista Eugenio Kulcar (M.N 68.303) sostiene que “los tiempos de descanso tienen que ser completos, no cortos. Dormir en pequeños lapsos no sirve: el cerebro necesita atravesar ciclos y ondas profundas que funcionan como un reseteo. Sin eso, la persona rinde menos en todo: trabajo, vínculos, decisiones”.
Además, según Kulcar, muchas de estas dificultades están alimentadas por la cultura de la hiperproductividad: apurarse, rendir más, dormir menos. Ese ideal de eficiencia constante termina siendo, justamente, un obstáculo para funcionar bien. Creemos que “robarnos” horas al sueño es ganar tiempo, cuando en realidad es perder capacidad de respuesta.
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De esta manera, los especialistas coinciden en algo importante: el café o el mate pueden levantar el ánimo de manera puntual, pero no reemplaza el sueño real. Y cuando se usa como herramienta permanente para “compensar”, termina generando el efecto contrario: más irritabilidad y peor descanso al día siguiente.
“Es como maquillar el problema”, advierte Caballero. “Ayuda un rato, pero agrava a largo plazo. Estamos actuando sobre la consecuencia, no sobre la causa”. Y Kulcar complementa: “Es forzar al cerebro a ir en contra de lo que está pidiendo: descanso”.
Cómo empezar a recuperar la atención (y la energía)
Volver a priorizar el descanso no tiene que ver solo con rendir más, sino con recuperar un piso emocional estable. Atender a las señales, revisar hábitos y habilitar momentos de pausa son los primeros pasos para salir del modo supervivencia y volver a funcionar con mayor claridad y bienestar.
Y ahí aparece un punto que destaca el psiquiatra Kulcar, y que muchas veces pasamos por alto: no todo se resuelve con “tips” generales. Cada persona tiene su manera de dormir, su propio vínculo con el descanso y su historia emocional alrededor de ese espacio. “Es difícil generalizar hábitos que funcionen para todos —advierte—. El sueño es una vivencia, y a través de él procesamos lo que nos pasó, lo que sentimos y lo que todavía necesitamos resolver”.
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Por eso, más allá de los consejos básicos, también importa mirar el problema desde lo individual: qué nos está pasando, qué valor le damos al descanso y qué lugar le dedicamos en la vida cotidiana. En una cultura que empuja a la hiperproductividad, que nos exige rendir aun cuando estamos exhaustos, empezar a habilitar momentos de calma, incluso ese “no hacer nada” que tanto promueven las filosofías orientales y que a los occidentales nos incomoda, aclara el profesional, puede ser un acto casi revolucionario.

Quizás se trate, justamente, de eso: de aflojar la exigencia, darnos permiso para frenar y entender que descansar no es perder tiempo, sino recuperarlo. Dormir bien no es un lujo: es una forma de volver a uno mismo.



