Desde la sanción de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI) en 2006, el abordaje de los consumos en la adolescencia se ha convertido en uno de los temas más debatidos en el ámbito escolar y en la agenda social. Tradicionalmente, tanto el sistema de salud como el educativo privilegiaron enfoques punitivos o biologicistas, centrados en el miedo a la sanción, la advertencia de la enfermedad o la moralización de las conductas.
Sin embargo, las estadísticas, la experiencia clínica y la propia voz de los jóvenes muestran que estos modelos resultan estériles: lejos de prevenir, generan resistencia y se vuelven ineficaces frente a una etapa vital donde predominan la fantasía de inmortalidad, la atracción por lo riesgoso y la necesidad de experimentar.

El consumo, muchas veces reducido a un momento de “descontrol” desde la mirada adulta, aparece en realidad como parte de rituales de pasaje significativos en la construcción de la identidad adolescente. Allí se juegan momentos éticos y de pertenencia que requieren ser acompañados y respetados desde una perspectiva de cuidado, no de prohibición. El desafío, entonces, no es negar ni castigar el consumo, sino problematizarlo, reconociendo a los adolescentes como sujetos deseantes, capaces de decidir sobre sus vidas y sus cuerpos.
La ESI ofrece un marco clave para ello: su pedagogía del cuidado, inspirada en la reducción de riesgos y daños, propone un cambio de paradigma. El cuidado deja de ser un acto paternalista, en el que alguien que “sabe” advierte a quien “no sabe”, y pasa a ser un proceso horizontal y recíproco, donde los propios jóvenes se constituyen en agentes de cuidado de sí mismos y de los otros. Así lo ilustraba un spot de SEDRONAR de 2018: “Así como ayudás a tu mejor amigo a elegir su mejor foto de perfil, ayudalo a que no beba en exceso”, sintetizando la idea de que el cuidado se construye en los vínculos.
Pensar en el cuidado
La pregunta central es cómo habilitar a los adolescentes a pensar concretamente en ese cuidado. Las estrategias son múltiples:
- preguntarse por qué y para qué participan de una fiesta o un viaje de egresados
- organizarse colectivamente para estar acompañados
- crear un grupo de WhatsApp
- cargar el celular y contar con aplicaciones de transporte
- llevar un cargador portátil
- intercalar alcohol con agua
- no aceptar tragos de desconocidos
- designar un referente rotativo de cuidado dentro del grupo
- agendar números de atención médica
- avisar a un adulto de confianza sobre la salida
Estas medidas no eliminan los riesgos, pero permiten instalar dinámicas de cuidado mutuo que fortalecen la autonomía.
Al mismo tiempo que con los jóvenes se trabajan estas pautas de cuidado recíproco, la ESI también busca desnaturalizar los prejuicios y estereotipos que sostienen las lógicas de consumo y de consumo problemático. Se trata de desmontar creencias muy arraigadas, como que beber garantiza pertenencia, que no hacerlo implica soledad, que tomar vuelve más valiente o “pillo” para conquistar a alguien, que la diversión auténtica sólo se alcanza cuando uno “se la da en la pera” o que no hay “verdadera diversión” sin beber exceso. Curiosamente, todos estos preceptos que parecen comandar el consumo orientan más a los excesos que al disfrute y terminan produciendo como saldo final la exclusión y la soledad.

Además, resulta crucial distinguir entre uso y consumo problemático: el uso puntual de una sustancia no equivale a adicción; el consumo se vuelve problemático cuando ocupa el lugar de la angustia, cuando deviene condición necesaria para sostener un vínculo o calmar un malestar intolerable. En esos casos, la sustancia deja de ser circunstancial y se convierte en obturación de la palabra, sustituto de un lazo roto. La Ley Nacional de Salud Mental recuerda que el abordaje debe ser colectivo: recuperar al sujeto social, reinscribir al joven en un entramado de vínculos, porque el consumo problemático genera soledad, y la salida exige reparar aquello que la sustancia fracturó.
Experiencias territoriales
Existen experiencias territoriales que encarnan este enfoque. El taller de cine Bardo del Bueno, coordinado por Martín Elsseser en el barrio Dorrego de González Catán, es un ejemplo paradigmático. Surgido como respuesta a adolescentes en tratamiento individual que no encontraban respuestas en dispositivos tradicionales —o bien en casos que culminaban en situaciones vinculadas al suicidio adolescente—, abrió en articulación con el equipo de salud un espacio artístico donde los jóvenes escriben guiones, filman, crean y reelaboran sus experiencias vitales. Allí, el cine se volvió herramienta de prevención inespecífica y de recomposición comunitaria, un modo de recuperar el lazo social que la sustancia había obturado.
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Esta experiencia muestra que los consumos no pueden abordarse sólo desde la prohibición ni desde la lógica del miedo, sino a partir de prácticas que habiliten a los jóvenes a hablar, narrar, crear y reconstruir la pertenencia. En definitiva, la cuestión no es la sustancia en sí, sino el lugar que ocupa en la vida de cada joven.
Pensar en adolescentes, consumos y cuidados implica apostar por lazos colectivos, vínculos horizontales y pedagogías que acompañen los pasajes vitales sin criminalizarlos. Se trata de construir un horizonte donde la experimentación no derive en soledad, sino en comunidad; donde el cuidado deje de ser un mandato paternalista y se convierta en un acto colectivo, pedagógico y transformador.
(*) El Prof. Lic. Jorge Prado (M.N. 55.582) es psicólogo, especialista en clínica con niños y adolescentes. Docente de Salud Pública y Salud Mental II en la Facultad de Psicología (UBA). Integrante del Equipo Técnico del Dispositivo Escolar en Territorio de Educación Secundaria.