En los días que siguieron a su declinación de la candidatura presidencial, Mauricio Macri buscó ponerle un límite a su repliegue, y hasta desmentirlo, tratando de ganar influencia en vez de perderla. La idea que podría estar animándolo por ese camino la sintetizó una simpatizante de Patricia Bullrich, eufórica por su decisión y la ventaja que suponía ella le iba a conferir a su jefa. “No te bajaste, te elevaste”, le dijo al felicitarlo. Puede que a la exministra de Seguridad y sus seguidores, igual que al resto del PRO y Juntos por el Cambio, les convenga considerar con algo más de calma y cuidado los problemas que encierra esa forma de ver las cosas.
Porque si es cierto que algo así está en la cabeza del renunciante, su operación no tardará en chocar con el proceso de formación de un nuevo liderazgo en el bloque. Hay suficiente evidencia histórica como para sostener esta previsión y la de que ese tipo de conflictos nunca es fácil de resolver, y puede ser letal para las fuerzas políticas y los gobiernos: está el caso de Cristina Kirchner en los últimos años, bien a la vista, bien fresquito y absolutamente penoso, del que el propio Macri quiso diferenciarse en su renuncia diciendo que JxC no va a promover otro presidente marioneta; pero está también el caso más cercano a la coalición opositora, menos fácil de condenar y también más tentador, de Alfonsín a partir de 1989, que puede ser precisamente por todas esas características más aleccionador.
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Porque lo que distingue a Alfonsín de Cristina en este terreno, además de infinitas diferencias que los separan en todos los demás terrenos, es que el padre de la democracia no hizo lo que hizo desde 1989 por mero afán de protagonismo, por resistirse a la jubilación, ni por mesianismo, lo hizo porque entendía que solo él podía mantener medianamente unido a su partido, tejiendo puentes entre dirigentes muy enfrentados entre sí, y darle legitimidad y sustento a un proyecto de cambio imprescindible para la supervivencia de la democracia, que en manos de figuras más efímeras y cuestionables tenía altas chances de fenecer. Todos juicios que, con sus matices, tal vez el fundador del PRO tenga en estos días rondando en su cabeza.
Empecemos entonces por lo que está haciendo concretamente Mauricio Macri. Una semana atrás sorprendió al mundo político cumpliendo su promesa, la de no estirar la incertidumbre sobre su eventual candidatura más allá de fines de marzo. Sus palabras al explicar la decisión de no competir parecieron habilitar una sucesión del liderazgo interno sin condicionamientos, cuando se refirieron críticamente al mesianismo y las “marionetas”. El PRO y JxC, cabía deducir de lo que dijo, no merecen tener un nuevo líder a medias, porque el país necesita de ellos un presidente en serio, capaz de ejercer plenamente esa función, como fue el propio Macri.
Sólo que unas pocas horas después él empezaría a borronear con el codo lo que había escrito con la mano. Durante el lunes siguiente a su renunciamiento se dedicó a aclarar que no se retiraba, que iba a intervenir en todo lo que hiciera falta, y según él hacía falta que lo hiciera en un montón de asuntos, no sólo la interna presidencial, sobre la que emitiría opinión cuando lo considerara conveniente, sino las otras dos disputas decisivas para el futuro de su partido y su coalición, las de la ciudad y la provincia de Buenos Aires.
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Y lo llevó a la práctica. Le tomó apenas algunas horas dejarle en claro a Larreta que no tenía más espacio para insistir en su ambigüedad sobre el candidato del PRO a sucederlo, con lo que el ex presidente logró dejar instalado que el único aspirante de su partido para ese cargo será su primo Jorge. Una forma de asegurarse que la ciudad volverá a su exclusiva órbita.
Acto seguido se reunió con intendentes bonaerenses y los aspirantes partidarios a la gobernación de ese distrito, tomando el recaudo de sentar a su lado en la foto a quien tiene más chance de lograr esa candidatura, el hasta ahora alfil larretista Diego Santilli. Y este lució muy contento. Lo que se conversó en esa reunión sin embargo no debe haber dejado contento a su jefe porteño: desvincular las candidaturas provinciales de las nacionales, de manera de evitar que estas sean perjudicadas por la intensa disputa por la presidencial. Larreta fue el que inventó la provincialización de Santilli, pero si todo sale como pretenden los intendentes, y ahora respalda Macri, va a tener que compartir sus votos en la provincia con Bullrich. “Objetivo pero no imparcial”, describe el propio Mauricio sobre sus soluciones.
¿Hasta dónde pretenderá ir en este esfuerzo por aprovechar su novel condición de “figura de síntesis trascendente a la competencia” para ampliar en vez de perder influencia y poder? Es probable que apunte a controlar la nominación de candidatos no solo para los ejecutivos sino también para legisladores, en los dos distritos más importantes del PRO. Y trate de extender luego esta operación hacia el interior. Lo que le daría los resortes necesarios para volver a controlar su partido en forma plena. Y si lo lograra, sin necesidad de ocupar ningún cargo de representación, podría colocarse en una situación similar a la que detentó Alfonsín en la UCR desde 1989, es decir, mientras permitía que otros fueran sus candidatos presidenciales, y aun fueran electos presidentes en su nombre. Primero con Angeloz y luego con De la Rúa.
Pero recordemos que esa experiencia no fue precisamente exitosa. El partido del expresidente se debilitó enormemente. Y cuando le tocó ejercer el gobierno lo hizo bastante mal, atravesado por una aguda desconfianza entre los líderes en competencia.
Claro que podía decir que él hacía lo que la situación lo obligaba a hacer, no retenía el liderazgo radical simplemente por capricho o renuencia a hacerse a un lado, buena parte de los radicales le rogaba que siguiera al frente, para no tener que aceptar un reemplazante en el que confiaban mucho menos, que estaba aún más lejos que él de sus preferencias programáticas e inclinaciones ideológicas y que, además, hubiera necesitado barrer a todos los viudos del alfonsinismo en el camino a hacerse de un control efectivo de la máquina partidaria.
Claro que el PRO no es una estructura semejante a la UCR, pero de todos modos puede que se repita una tensión de este tipo en caso de tener un jefe interno y un presidente con distintos apellidos. Gane la interna Larreta o la gane Bullrich es muy probable que el bando perdedor prefiera al fundador del partido al frente del mismo, cosa de que alguien ponga freno a la amenaza de exclusión de su facción de momento minoritaria. Con lo cual creerán estar aumentando sus chances de tener una nueva oportunidad de ejercer la conducción, más adelante, pero puede que simplemente terminen debilitando la única que van a tener de ser parte de un gobierno más o menos cohesionado. Porque, ¿cuánto tardarán funcionarios ambiciosos o díscolos en buscar el contacto directo con el ex presidente para condicionar al presidente en ejercicio? Como hicieron muchos radicales con Alfonsín y contra De la Rúa, avalados por los problemas que generaba el propio De la Rúa y también por problemas objetivos de la gestión, que seguramente van a volver a ser igual de graves en esta ocasión.
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Están los que creen que el aura de Macri en estos días de todos modos se irá eclipsando a partir de que crezca la del candidato y luego presidente. Así que nada de lo que suceda ahora va a durar, ni es demasiado preocupante para la fortaleza del futuro gobierno. Es la tesitura de quienes asocian al fundador del PRO con el “jarrón chino” en que se convierten, más tarde o más temprano, todos los ex presidentes de las democracias consolidadas. Pero por algo la nuestra no es una democracia muy consolidada que digamos. ¿El caso de Macri no es acaso diferente porque sigue y seguirá siendo un referente imprescindible de su espacio, y si no se presenta ahora todavía podría presentarse en 2027?
Esta, finalmente, puede que sea la verdad última de su actual renunciamiento: que él cree que no va a ser un repliegue definitivo sino táctico, porque aumenta sus chances de ser candidato más adelante. Cosa que no hay que descartar, sobre todo viendo la acumulación enorme de dificultades de todo tipo que va a tener que enfrentar quien asuma en diciembre. Ahí va a estar Macri esperando, podría pensarse, que el próximo gobernante haga el trabajo sucio, que le despeje a él el camino para volver.
También en esto su experiencia se parece a la alfonsinista: la de un líder que había sido tan esencial a la formación de un proyecto de cambio, que era difícil que fuera sucedido plenamente en la gestión y orientación del mismo. Y que por lo tanto siempre iba a poder conservar el rol de recurso estratégico de última instancia, carta de relevo en caso de que se presentara la oportunidad.
Si es así, habría que decir entonces que el antipersonalismo de su discurso de renuncia fue solo a medias sincero, porque sigue creyendo, con razón o sin ella, que su rol es imprescindible, en un espacio donde probablemente tarde mucho tiempo, o nunca se logre, conformar un liderazgo sustituto y tan potente como el suyo.
Es legítimo que él se lo pregunte y es legítimo que se conteste según su propio interés y su percepción de los recursos y capacidades de quienes lo rodean. Pero no deja de ser esta una fuente de problemas, porque en ningún lugar del mundo funcionan bien coaliciones o gobiernos con más de un jefe, con funciones que no estén bien delimitadas, y sin mecanismos precisos para resolver sus diferencias. Y de esto último ni Juntos por el Cambio ni el PRO tienen mucho a su alcance.
En una situación como esta, y lo prueba el ejemplo de la Alianza, el presidente en ejercicio recibe todos los incentivos imaginables para desconfiar de su entorno, aislarse y preservar su autonomía, en vez de armar una coalición sólida y con vínculos firmes con su propio partido y los de los aliados. Es lo que hizo De la Rúa, al tener que lidiar con las permanentes operaciones de condicionamiento lanzadas por alfonsinistas y frepasistas, además de sus propias paranoias. Y lo que condujo a una presidencia que se salvó de ser una marioneta simplemente porque se alimentó de la debilidad ajena y se dedicó a agravarla.
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Claro, Alfonsín era el padre de la democracia y se podía permitir estos lujos, al final del día nadie se los reprochaba demasiado en serio, todos buscaban culpables en sus alfiles, los ya exjóvenes de la Coordinadora, o en socios poco confiables como Chacho Álvarez. Pero lo cierto es que él también contribuyó bastante a una situación tóxica para la salud de las instituciones democráticas y la suerte de la UCR.
Macri no tiene los pergaminos de Alfonsín, pero aspira todavía a ser reconocido como su igual. Alguien que dio vuelta una página de decadencia e inestabilidad en la historia del país. En el afán de lograr ese reconocimiento, aún con las mejores intenciones, podría terminar colaborando a frustrar esa vuelta de página. Mejor sería si Infantino le hace un lugar, y le permite volver a su primera vocación. Mejor si no le hace caso a quienes lo rodean y ensalzan como si estuviera elevándose a un trono inalcanzable, y se pone en la cabeza, en vez de conservar poder y volver al gobierno nacional en 2027, metas más inmediatas y provechosas, como colaborar a que el próximo presidente tenga toda la autoridad que va a necesitar, que va a ser muchísima, y los demás tengamos Mundial en estos pagos en 2030.