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    La masacre de Hurlingham y el miedo de que nos pase a todos

    Por Martín González │Diego Loscalzo disparó contra su mujer, su cuñada, su suegra, una vecina, dos concuñados, y una mujer embarazada de nueve meses que perdió su bebé.

    Martín González
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    Martín González

    10 de febrero 2017, 13:38hs
    Diego Loscalzo, el asesino de Hurlingham.
    Diego Loscalzo, el asesino de Hurlingham.

    "¿Qué le pasó a ese muchacho?", me pregunta Irma con una cuchilla que asustaría al más pintado en las manos. No abro la boca porque sé que no acaba ahí lo que tiene para decirme, y que no va a esperar que le responda. ¿Cómo se llama? ¿Descalzo? Loscalzo, la corrige la vecina que le había pedido el cuarto kilo de gruyere con el que Irma está peleando a brazo partido.

    Es una mujer menuda, de unos 60 años, el pelo corto con rulos siempre del mismo color parejo y brillante. Me conoce desde los cuatro años. Conozco el color de su tintura desde los cinco. "Escuchame una cosa", me dice a mí, pero nos habla a los dos. "Yo vi la foto y parece un pibe normal, tranquilo. ¿Cómo puede ser que haya hecho semejante cosa?". Y la entiendo. Entiendo su pregunta. Es lo mismo que me pregunto yo, que se pregunta la Fiscal, que nos preguntamos todos. Y sin embargo… "A mi me da un miedo", dice la vecina y se lleva las manos al pecho como tratando de atrapar un pajarito que hubiera aprendido a volar de golpe. "Romina tiene 25, y está saliendo con un chico desde hace tres meses", nos cuenta y se asoma al mostrador para ver el tamaño del pedazo de queso. "Imaginate si es un loco de estos". Me mira como esperando que yo la tranquilice, pero solamente me sale una sonrisa de compromiso.

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    “Martín, algo pasó con esa familia”, vuelve a meterse Irma mientras pone el queso en la balanza, conforme con lo acertado de su cálculo. “El pibe parece normal, pero ellos se tendrían que haber dado cuenta de que algo raro había”. Y ese es el centro del problema, la madre de todos los miedos. Porque la verdad es que no, los asesinos no tienen cara de asesinos. No existe tal cosa como la cara de asesino (aunque las fotos del Petiso Orejudo o de Charles Manson nos puedan hacer pensar lo contrario).

    Entonces ocurre algo tan siniestro como la masacre de William Morris, y los temores se disparan. Los asesinos son novios de alguien, hijos de alguien; los vecinos hablan maravillas de ellos, sus compañeros de trabajo no salen del asombro, y el resto de los mortales empieza a ensayar argumentos y respuestas para adivinar, para estar más o menos prevenidos. Para que no nos pase a nosotros, en definitiva.

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    Irma espera una respuesta mientras acomoda una pata de jamón crudo en la fiambrera. Prefiero no ir a fondo con mi argumento. “No sé si es posible darse cuenta Irma”, le suelto con poco convencimiento, como para que no lo tome como una conclusión cerrada. “Son complejas las psicopatías”. La frase no termina de salir de mi boca y ya me arrepiento; me hace parecer un pedante. Pero Irma no la deja pasar. “Y me vas a decir que esa gente no se dio cuenta de que es un psicópata, ¡dale!”, me dispara mirándome por arriba de los anteojos, la boca de costado.

    Y otra vez me gustaría decirle que no, que es muy difícil reconocer a un psicópata, y que no hay un modelo único como para poder comparar y adivinar. En mi cabeza retumba el testimonio de Cinthia, una de las sobrevivientes. Cuando tuvo que describir a Diego Loscalzo hablaba de un hombre normal, de temperamento cambiante, es cierto, pero que no era particularmente agresivo. Que a veces era el tipo más divertido del mundo y otras tenía un mal humor del demonio. Pero nunca se sintió en peligro con él. Nunca vio el peligro para los otros, para Romina que vivía bajo el mismo techo, ni para Uriel, el chiquito que rogó por su vida. Cinthia cenó con ellos la noche de la masacre. Ese gesto habla por sí solo. Nadie va voluntariamente a su última cena. Cinthia, Romina, Uriel, todos cenaron con Loscalzo porque es lo que hacemos con una persona que forma parte de nuestras vidas.

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    Sin embargo, antes del postre, el hombre agarra una pistola y arrasa con todo. Con todos. Saber eso nos aterra, aunque no seamos conscientes de ese temor. Por eso queremos adivinar. Por eso queremos ver en las fotos de Loscalzo la cara de un monstruo. Pero es imposible. El tipo no tiene colmillos, ni los ojos inyectados en sangre. Tiene una cara normal, la cara que tienen los que son capaces de desatar semejante infierno.

    “¿Es verdad que los mató porque vio un mensaje de su mujer en Facebook?”, me pregunta la vecina sin soltar el pajarito invisible. “Algo de eso hay”, le digo para darle una respuesta, pero no me creo el argumento. Forma parte de la misma lógica. Hay que buscar un detonante, un justificativo a semejante locura. ¿Qué puedo decirle? Que todos los días miles de hombres y de mujeres son engañados, abandonados por sus parejas, despedidos de sus trabajos, y que sin embargo casi nadie agarra un arma y hace un desastre. Puedo decirlo, pero no quiero. Y ellas tampoco quieren escuchar eso. Al final de cuentas todos buscamos lo mismo. Apoyar la cabeza en la almohada y dormir tranquilos.

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