De todos los pintores decimonónicos, quizás el más difícil de encasillar en un estilo es Francisco de Goya y Lucientes. Por un lado, utilizaba técnicas propias del neoclasicismo para sus obras como pintor oficial de la corte, pero recurrió a un expresionismo contundente en sus dibujos más intimistas, con marcadas connotaciones políticas y sociales.
Goya preanuncia el romanticismo, el impresionismo y, como ya dijimos, el expresionismo, corrientes estéticas que irrumpirán a fines del siglo XIX. En Goya, coexisten el artista al servicio del poder y el crítico amargo del sistema; es el pintor de reyes y a su vez el observador despiadado que plasma la cruda realidad sin concesiones.
En el retrato -concebido con la misma teatralidad que Las Meninas, de Velázquez- deja deslizar sus opiniones sobre los miembros de la realeza. Mientras que Velázquez utilizó Las Meninas para ensalzarse, luciendo la orden de Santiago y mostrando su trato amistoso con el rey Felipe IV, Goya dispone de la misma perspectiva para plasmar sus impresiones sobre la familia de Carlos IV, pero sin vanagloriarse de su posición como pintor de la corte.
Desde las sombras, en un discreto segundo plano, Goya se convierte en espectador, reflejo y juez de la familia real. Carlos IV luce su mirada ausente y la reina fue pintada sin intención de ocultar sus defectos (aunque María Luisa aprobó el retrato, por lo que damos en suponer que de una forma u otra Goya atenuó el ya deteriorado aspecto de la reina). La princesa Carlota no tiene rostro, porque entonces era reina consorte en Portugal, y Goya no la conocía. Fernando era aun “el Deseado”, el joven príncipe que despertaba esperanzas en los espíritus liberales de España. Delante de él se encuentra su hermano menor, Carlos María Isidro. Entonces nada hacía anticipar las guerras sucesorias “Carlistas” que se desatarán a la muerte de Fernando VII.
Los infantes menores, retratados alrededor de la madre, guardan una enorme semejanza con el ministro Godoy -las malas lenguas decían que era su verdadero progenitor-. En el extremo derecho, están los otros miembros de la familia real, los parásitos de la nobleza, primos, tíos y demás parientes, quienes constituían una onerosa carga para el erario público en una España acosada por las guerras y el desmanejo de sus fondos
La larga vida del pintor le permitió ser testigo de intrigas palaciegas y los cambios en las mareas de los tiempos, el auge y la abrupta declinación de la Inquisición, las glorias y los desmanes napoleónicos, los tímidos comienzos del liberalismo español (al que el pintor adhería sin vehemencia), el resurgimiento de los Borbones y la caída en desgracia de los liberales bajo el gobierno de Fernando VII. Muchas cosas vio Goya a lo largo de su vida y de ellas plasmó su versión de los hechos.
No fue Goya un valiente patriota ni un majo pendenciero, como pretenden retratarlo, sino un esforzado artista proclive a hacer concesiones. Ocultó bajo simbolismos crípticos sus opiniones políticas en sus pinturas académicas, pero las expresó sin tapujos en sus obras más íntimas como Los caprichos, la serie de “La Quinta del Sordo”, y Los desastres de la guerra de Independencia.
A lo largo del reinado de José Bonaparte, Goya continuó al servicio del rey francés y pintó su retrato, hoy extraviado. Ante el impensado retorno de Fernando VII, Goya pidió permiso para realizar una serie de cuadros para exaltar el coraje del pueblo español y “perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones de nuestra gloriosa insurrección”.
La serie inspirada en el 2 y 3 de mayo de 1808 son obras maestras del artista donde refleja con la resistencia del pueblo y la feroz represión que debió soportar. En Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, los soldados franceses se muestran como una aceitada máquina de matar. El pueblo español fue representado por este hombre de piel oscura y camisa blanca que aparece con los brazos en cruz y las manos estigmatizadas, como las de Cristo. Un cura, el franciscano Gallego Dávila, está a su lado defendiendo la patria y la religión del invasor impío. Sin embargo, en estos fusilamientos no hay un héroe. El pueblo comprometido en la defensa de Madrid es el gran actor de la gesta emancipadora. Goya recurre a un colectivismo anónimo del que la Iglesia no podía estar ausente.
Muy probablemente, el artista haya presenciado esta matanza a través de un catalejo que le permitió seguir los acontecimientos cómodamente desde su hogar, sin exponerse a la furia represora.
Goya continuó al servicio de Fernando VII, pero éste había perdido el encanto de su juventud y había traicionado las esperanzas liberales depositadas en él. Para todos, había dejado de ser “el Deseado” y se había convertido en un rey absolutista que no simpatizaba con este pintor sordo y hosco. De hecho, los retratos que Goya pintó de Fernando eran copias de unos apuntes que pudo tomar a las apuradas. El rey jamás volvió a posar ante el pintor de la corte.
En 1824, hastiado de Fernando VII y sus fantochadas, que le hicieron perder a España gran parte del Imperio, Goya pidió licencia para dirigirse a Burdeos. Sus simpatías por los liberales comenzaban a ser un peligro para el pintor de la corte. En Burdeos, el artista vivió tranquilamente por dos años. Sin embargo, extrañaba Madrid, y allí volvió en 1826. Tan malas no deben haber sido sus relaciones con la monarquía, porque el 17 de junio de ese año, le concedieron una jubilación completa y la licencia para volver a Francia, donde murió en 1828.
La obra de Goya, inicialmente neoclásica, fue perdiendo precisión en el trazo pero ganó profundidad en su lenguaje. Gran parte de sus trabajos, especialmente los dibujos y grabados tienen mensajes crípticos como El sueño de la razón produce monstruos, Nadie se conoce y Volavérunt, donde se reconocen los rasgos de la duquesa de Alba (con quien el pintor vivió una aventura amorosa) y también los rasgos de un conocido torero.
Con la muerte de Goya, se perdió parte del significado profundo de su obra, aunque subsista su condición de testigo de un tiempo que emite “el juicio final de un hombre más soterrano que Miguel Ángel. El juicio final cabe al arrabal, el juicio final con las mismas contrataciones y empalustres de negrura y claridad, sino que es más humano y a nivel de mundo” (Gómez de la Serna).
Goya vivió la guerra y sus terribles secuelas. Fue testigo de los manejos cortesanos. Todas estas vivencias alimentaron sus pinturas y dibujos. La sordera que lo aquejaba sumergió al artista en un amargo aislamiento que, sin embargo, le permitió tomar distancia para estudiar en perspectiva la abrumadora realidad, pero, a su vez, manteniendo un equilibrio entre su condición de pintor académico y lúcido observador imparcial de su tiempo.
(*) Omar López Mato es historiador.