Con sus inexplicables críticas a Bugs Bunny Alberto Fernández acaba de superar una marca que ostentaba Cristina Kirchner y que parecía imbatible en el mal hábito de dar cátedra sobre cualquier cosa mandando fruta. Ya se sabía que el nuevo presidente no iba a destacarse por sus dotes en oratoria y carisma, pero ahora le sumó que tampoco va a destacar por su cuidado en evitar los papelones.
El punto es importante porque más allá de los parecidos que él mismo quiere construir con la llegada de Néstor Kirchner al poder, y que no tienen mayor asidero, existe uno que sí es contrastable, es muy relevante y él debería atender mejor. La gente lo votó pero aún no lo conoce realmente. Lo que no es de sorprender porque precisamente por ese motivo fue que logró colarse bien entre dos figuras archiconocidas, amadas y odiadas casi por igual, y que signan los destinos de la política argentina desde hace tiempo, Cristina y Mauricio Macri.
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Así, para la mayoría, "¿quién es Fernández?" resulta una pregunta que es aún pertinente dirigirle al presidente electo, y que pese a que la elección ya pasó no tiene una respuesta clara. Y el problema es que si empieza a develarla con patinazos, que lo asemejan más al timorato y despistado Elmer que a su odiado pero mucho más despierto y atractivo colega Bugs, va a meterse innecesariamente en más problemas de los que ya tiene.
No es el único aspecto en que Alberto sorprendió para mal en estos sus primeros días como mandatario electo. La demora en dar señales tanto respecto a la integración de su gabinete como a las estrategias económicas y de negociación externa que pondrá en marcha acrecientan la sensación de que no es que esconde sus cartas para jugarlas en el mejor momento, manejando los tiempos según su conveniencia. Sino que tiene en sus manos puros cuatros y recién ahora se puso a estudiar en serio la mesa en la que se está jugando y en la que tendrá que desembarcar en pocos días más.
Con esa pretensión de darle largas a todos los asuntos por resolver no es de sorprender, para colmo, que sus disputas con Cristina estén ya en boca de todos. Si él no impone una nueva agenda la agenda se arma sola, una cuestión que va de suyo en cualquier proceso político y más todavía en una transición incierta como la que enfrentamos.
Y lo que parece estar sucediendo es que empezó una guerra bastante abierta por controlar espacios de poder. Para empezar el Senado, que la expresidenta desea que quede totalmente en sus manos. Y el exjefe de Gabinete quiere al menos compartir un poco, colocando al cordobés Carlos Caserio en la conducción del interbloque peronista. Otro "detalle" es qué irá a hacer el nuevo presidente ante la pretensión de La Cámpora de quedarse con las segundas y terceras líneas de los ministerios para compensar la escasez de lugares en el gabinete, con lo que podría controlar la gestión "desde abajo".
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Para complicar aún más las cosas se fueron tanto Cristina como Alberto. Éste en dirección a México para darle continuidad a la diplomacia ideológica que había iniciado ya desde antes de las PASO, en Brasil. De donde siguen llegando malas noticias para su próxima inauguración. Jair Bolsonaro es un desbocado virulento, eso no cabe duda. Pero sabe que los tiempos y la iniciativa están de su lado. Puede seguir avanzando en sus planes de apertura económica en forma unilateral, y pronto muy probablemente, elección uruguaya mediante, cuente con mayoría en el Mercosur para arrastrarlo en esa dirección, dejando a la Argentina del todo aislada. ¿Qué piensa hacer el presidente electo si se da esta circunstancia, acomodarse o resistir, y cómo en cada caso? No hay modo de saberlo, lo más probable, porque no tiene él mismo la menor idea.
Cristina había reaparecido, brevemente, en el acto de festejo del domingo pasado. Plantó ahí su bandera. Y volvió a ausentarse, ahora con destino a La Habana, refugio ideal para lavarse las manos de todo tipo de problemas, que espera por ahora sigan cayendo en las espaldas de Macri, y pronto en las de Alberto. Eso también abre un panorama complicado para el electo, que hasta ahora, en la campaña, sacaba provecho de la ausencia de su "ex" jefa, pero una vez al frente de la gestión va a tener más inconvenientes que ventajas si esa ausencia se extiende demasiado.
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Yéndose Cristina ratifica que va a cumplir la promesa que le hizo a Alberto: no se va a meter en cómo arma su gabinete y toma sus primeras decisiones para contener la crisis económica. Pero mientras que era una candidata fantasma para alegría de los peronistas moderados y el candidato a presidente, si se convierte en una vice fantasma va a complicarles más la vida, obligándolos a buscar ellos solos una vía para disciplinar a la tropa que la sigue, a la provincia de Buenos Aires, a las principales facciones peronistas en las dos cámaras del Congreso que le responden, a los movimientos sociales, y al sindicalismo de Hugo Moyano y las CTA.
Cuando haya que repartir lo poco disponible entre tantas bocas que alimentar el nuevo gobierno se va a ver en figurillas. Le vendría bien entonces contar con algún gesto colaborativo de la expresidenta, una justificación del ajuste con su sello como para que no se extienda la impresión de que se están incumpliendo promesas. Pero no lo va a conseguir.
Como el espíritu santo, como un hada buena, Cristina tiene pensado sobrevolar los asuntos mundanos para mantener viva la esperanza de salvación. Estar en todos lados y en ninguno. Preservando lo más posible su legitimidad como alma mater del proyecto y sustento último de la precaria unidad peronista alcanzada. De la que a partir de ahora dependerá el destino de todos nosotros, pobres mortales. Porque si estallara por el aire una vez más, ¿qué sería de nosotros?