"'Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?", así comenzaba el cónsul Marco Tulio Cicerón su célebre discurso ante el Senado, desenmascarando la conjura de Lucio Sergio Catilina (un senador populista que promovía las reivindicaciones de la plebe con respecto a la cancelación de sus deudas), que tenía por finalidad un golpe de estado a través de la matanza del mayor número de senadores, incluyendo al propio Cicerón, su principal enemigo político. Cicerón pasaría a la historia como el vehemente defensor que logró evitar caída de la República romana, además de su destrucción por el fuego, amenaza que atribuyó también a Catilina: "Yo he conservado íntegra la ciudad y sanos y salvos a los ciudadanos”. A través de sus varios discursos en el Senado conocidos como “catilinarias” y en sus escritos como historiador, Cicerón nos presenta las tensiones y conflictos que finalmente terminarían socavando los cimientos de la República.
Esta pregunta retórica sería retomada a través de los años y puede ser utilizada como una metáfora de hasta cuándo los ciudadanos pueden tolerar los errores groseros, la mala política, la discrecionalidad y la falta de sentido común de los gobiernos de turno.
El contexto actual en la Argentina está teñido de incertidumbre, no solo acerca de hasta cuándo se prolongará la cuarentena obligatoria propuesta por el gobierno de Alberto Fernández para evitar la multiplicación de afectados por la pandemia de coronavirus. La crisis actual por la que atraviesa el país es producto de años de estancamiento y recesión a los que se suma otra recurrente, la crisis de la deuda, opacada relativamente por el coronavirus, y que no es más que la expresión del fracaso del Estado. Si a esto le agregamos que estamos al borde del noveno default en la historia de nuestro país, podría significar el peor y más complejo escenario por el que atravesaría la Argentina. Todo esto sazonado con una moneda que se extingue con el tipo de cambio que no para de crecer, con una brecha que superó el 70% y podría encaminarse durante las próximas semanas, de no mediar cambios profundos en la política económica, al umbral simbólico pero atemorizante del 100%.
Curiosamente, mientras se diluye aún más nuestra moneda, que es la manera cotidiana que tenemos de relacionarnos (literalmente tocar) al Estado, es cuando más se consolida el reclamo de mayor presencia e involucramiento del Estado para paliar, aunque sea parcialmente, los devastadores efectos de la crisis. Esto ocurre a pesar de que ha quedado recurrentemente demostrado que es incapaz de brindar los bienes públicos más esenciales: es por eso que, a pesar de lo que sostiene la retórica populista, nuestro aparato estatal se ha convertido hace muchas décadas en un poderoso generador de profundas desigualdades.
De este modo, la grieta ahora se reinventa y aparece como la expresión de dos clases de ciudadanos: un porcentaje relativamente pequeño que financia al Estado y que vislumbran en el horizonte nuevos impuestos y otro enorme, que viven (mal) de las migajas del Estado, que festeja los escarceos de una mayor presión fiscal, sin comprender que eso implica menos trabajo y oportunidades de movilidad social ascendente para ellos mismos y su grupo de pertenencia.
El presidente Alberto Fernández parece haber encontrado en la salud pública el foco para concentrar los esfuerzos, el ancla para reestructurar su liderazgo y el destino de su administración. La excepcionalidad que conlleva esta pandemia de coronavirus parece justificarlo todo. Así expresa que no le importa que crezca un 10% la pobreza en pos de salvar vidas, perdiendo de vista que justamente ese incremento será el responsable de un número para nada menor de víctimas fatales en un futuro no muy lejano. Sin embargo, lo enfrenta a una disyuntiva: para financiar este esquema el único recurso con el que cuenta su gobierno es la emisión. Y ésta no hace más que debilitar aún más la moneda, que sigue siendo la manera en la cual todos interactuamos en esta sociedad desigual y dividida.
La pregunta de Cicerón es la metáfora justa para expresar la impotencia, el abuso a la paciencia de los ciudadanos (los que pagan el gasto público y los que reciben poco, mal y tarde); que puede, eventualmente horadar la legitimidad del sistema democrático y hacer peligrar la supervivencia misma de nuestro orden institucional.