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    José Figueroa Alcorta, el presidente del Centenario y de los tres poderes del Estado

    Los hombres fuertes de la política decidieron elegir a un senador con poca trayectoria nacional y, en principio, fácilmente controlable.

    Eduardo  Lazzari
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    Eduardo Lazzari

    20 de diciembre 2025, 06:17hs
    José Figueroa Alcorta fue presidente entre 1906 y 1910 (Foto: Eduardo Lazzari).
    José Figueroa Alcorta fue presidente entre 1906 y 1910 (Foto: Eduardo Lazzari).
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    La sucesión de Julio Argentino Roca en su segunda presidencia fue complicada, ya que la ruptura de la alianza política entre el tucumano y Carlos Pellegrini significó el final del gran equilibrio que, desde la crisis financiera de 1890, había gobernado la Argentina. Roca, sin duda el hombre más poderoso de la generación del ’80, ni siquiera pudo influir en la “convención de notables”, reunión de todos aquellos integrantes (no participó ninguna mujer) del Partido Autonomista Nacional que habían sido presidentes, gobernadores, senadores, diputados, embajadores, ministros, generales, almirantes y obispos.

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    Desde el principio, las cosas se complicaron. Los obispos se negaron a participar en una cumbre del conservadurismo liberal. Los militares no fueron autorizados por sus superiores. Y los seguidores de Pellegrini se negaron a la derrota que tenían asegurada. De los cerca de seiscientos cincuenta convocados, solo concurrieron en Buenos Aires unos trescientos, y entre ellos surgió la figura de Manuel Quintana como la que menos resistencia provocaba para la primera magistratura. Como la candidatura a vicepresidente no fluyó fácilmente, se postergó el asunto para más adelante.

    La fórmula fue proclamada posteriormente a la elección presidencial. Recordemos que regía el sistema de voto indirecto a través de electores. Roca presionó para candidato a Marco Avellaneda, hermano de don Nicolás, uno de los presidentes de la Argentina moderna, que no aceptó, por lo que los “notables” Roca, Ugarte y Villanueva decidieron elegir a un senador con poca trayectoria nacional, sin demasiadas ambiciones y, en principio, fácilmente controlable. Así fue que pusieron su mirada en el joven cordobés José Figueroa Alcorta, que se había comportado como un prolijo gobernador de su provincia y había recalado en el Senado, ya convertido para ese entonces en el lugar de encuentro de exmandatarios provinciales.

    La expectativa era que Quintana se convirtiera en el presidente del Centenario de la Revolución de Mayo, evento que la clase política y la clase agropecuaria buscaban convertir en un hito en el camino de la Argentina hacia la cumbre de las naciones. Pero muchas veces los hechos no siguen a la voluntad humana. La relación entre Quintana y su segundo se deterioró rápidamente. La salud del presidente también. Y en 1906 Figueroa Alcorta asumió la presidencia por la muerte de su antecesor. Y, desde ese momento, se dedicó con ahínco a demostrar que quienes lo tomaron como un político de poca estatura política estaban equivocados. Acabaría con la estructura política de sus predecesores y se convertiría en el presidente más poderoso desde 1880. En el país, la elección del vicepresidente siempre ha sido un dolor de cabeza, antes o después.

    Sus orígenes, sus familias y su formación

    José María Cornelio Figueroa Alcorta nació el 20 de noviembre de 1859 en la ciudad de Córdoba y fue bautizado en la catedral Nuestra Señora de la Asunción cinco días después. Sus padres, don José Cornelio de Figueroa y doña Teodosia Alcorta, se esmeraron en brindar a los diez hijos que llegaron a la adultez (cuatro murieron en la corta infancia) una esmerada educación y, sobre todo, una participación importante en los eventos de la sociedad cordobesa, que atravesó una gran mutación a fines del siglo XIX de la mano de los gobiernos progresistas de esos tiempos.

    El joven Figueroa Alcorta estudió en el Colegio de Montserrat, siendo uno de sus cuatro alumnos presidentes, y luego se convirtió en abogado por la Universidad Nacional de Córdoba. En 1888 se casó con Josefa Julia María Bouquet Roldán, también en la catedral de su ciudad natal, cuando era presidente el comprovinciano Miguel Juárez Celman. El matrimonio tuvo cuatro hijos. En el ámbito de su profesión, fue consultor de varias empresas ferroviarias de capital británico, lo que consolidó su posición económica y social.

    Su carrera política comenzó como diputado provincial y luego senador. En 1883 participa de la convención constituyente que modernizó la Carta Magna provincial y, más adelante, llega a ministro de Gobierno y de Hacienda de Córdoba. Su salto al escenario nacional llega cuando es elegido diputado en 1892. De ese cargo regresará a su provincia para asumir como gobernador en 1895, cuando contaba con solo 35 años. Fue un típico mandatario provincial de esos tiempos y la conclusión de su período lo catapultará al Senado de la Nación, cargo que ocupará durante seis años.

    Cabeza del Poder Legislativo

    Su desempeño como un hombre moderado en la Cámara de Senadores lo convirtió en un dirigente respetado, aunque de poca exposición. Sin embargo, por esas circunstancias que la vida política provoca, terminó siendo elegido como vicepresidente de la República en los primeros meses de 1904, esperando sus promotores una docilidad que no sería tal. El 12 de octubre de 1904 asumió la presidencia del Senado y, en la Asamblea Legislativa de ese día, se convirtió en cabeza del Poder Legislativo. Todo transcurrió como estaba previsto hasta que, en el verano de 1905, mientras estaba en su provincia de descanso, se produce una revolución encabezada por los radicales, que lo secuestran.

    Su confusa actitud respecto de los amotinados le granjeó la enemistad del presidente Quintana y el desprecio de sus compañeros políticos, que comenzaron una campaña para su renuncia; incluso se insinuó su destitución por un juicio político. Pero la suerte estuvo de su lado. Mientras resistía las presiones amparado en el carácter protocolar de su cargo, el 12 de marzo de 1906 moría el presidente Manuel Quintana. Y José Figueroa Alcorta, ese día, se convertía en presidente de la Nación.

    Cabeza del Poder Ejecutivo

    Fue el primer presidente en asumir por la muerte de su antecesor. El hecho de que tuviera 46 años, luego de varias presidencias ancianas, dio dinamismo a la gestión administrativa del gobierno. En la elección de sus colaboradores tuvo hombres de Roca, de Pellegrini, de Ugarte y, finalmente, solo se quedó con quienes le eran adictos y fieles. Su política oscilante fue combatida por Roca desde el Senado, y el obstruccionismo parlamentario consecuente fue generando una situación de crisis institucional que Figueroa Alcorta aprovechó. Cometió un acto anticonstitucional, el más grave de todos estos años, como fue la clausura del Congreso Nacional, con el sencillo expediente de ordenárselo a los bomberos, en el verano de 1908.

    El hecho que desencadena la clausura fue la negativa del Senado a tratar el presupuesto nacional, y a nadie en la Argentina de aquel entonces se le cruzaba por la cabeza usar fondos públicos no autorizados por la ley de leyes. De hecho, Figueroa Alcorta decretó la prolongación del presupuesto anterior para mantener el funcionamiento de la administración. Vale recordar que los legisladores solo cobraban si asistían a la sesión, lo que facilitó la presión de Figueroa Alcorta sobre ellos. Esto se dio en el marco de una creciente apatía política.

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    También aplicó presión sobre los gobernadores, amenazándolos con la intervención de sus provincias si no se adecuaban a sus políticas, con lo que logró desarmar el sistema político del ’80. Roca dirá que no lo vio venir: “Fue como cabalgar en un vizcacheral”. Lo más notable de esto es que la opinión pública acompañaba con simpatía la acción de Figueroa Alcorta, manifestando así su desencanto con quienes la gobernaban desde treinta años atrás. La incapacidad de sus opositores partidarios para presentar un frente unido ante el oficialismo consolidó el triunfo de Figueroa Alcorta al ganar las elecciones legislativas de 1908.

    Su visión simplista de los problemas fue generando una serie de conflictos con nuestros países vecinos. Su canciller, Estanislao Zeballos, logró el dudoso mérito de enemistarnos con Uruguay, sosteniendo que las aguas del Plata eran todas argentinas, aun las que bañaban las playas de Carrasco o de Pocitos; con Brasil, negándose a aceptar el acuerdo de límites de los brasileños con Uruguay; con Bolivia, por haber mediado con parcialidad hacia Paraguay en una disputa limítrofe entre ellos; y con Gran Bretaña, por agitar la posibilidad de un enfrentamiento para recuperar las islas Malvinas.

    A pesar de los avatares políticos, la República Argentina seguía consolidándose como el primer exportador mundial de cereales y de carnes; se radicaron en solo cuatro años 800.000 extranjeros; se incrementó la cantidad de frigoríficos; el ferrocarril cruzó los Andes y ya contaba con 27.000 km de vías; y se inauguraron los edificios del Congreso Nacional y el Teatro Colón.

    No es un hecho menor que refrendara con su firma la ley general de ferrocarriles, conocida como ley Mitre, escrita por Emilio, hijo del prócer Bartolomé, que puso límites a las enormes ventajas que las empresas tenían y ordenó los diferentes contratos. Supo ubicarse con corrección en cada lado del mostrador: como abogado de los ferrocarriles defendía la posición de estos, pero como presidente defendió los intereses del Estado. El gobierno trató la situación social con la represión de huelgas y manifestaciones, sobre todo de los anarquistas, que terminaron matando a su jefe de Policía, el coronel Ramón Falcón.

    Los cien años de la Revolución de Mayo se celebraron con impresionantes festejos y gran cantidad de delegaciones extranjeras, y la Argentina estuvo en el candelero del mundo durante las fiestas mayas de 1910. Su aspecto de empleado administrativo de tienda, con sus poco refinados bigotes y sus anteojos “pince-nez”, fue objeto de caricaturas y burlas. Incluso la infanta Isabel lo trató de “pobrete”.

    El hecho de la muerte del rey Eduardo VII de Inglaterra, el 10 de mayo de 1910, pocos días antes del Centenario, hizo que se lo considerara como un hombre de mala suerte, hecho que se consolidó cuando el presidente de Chile, Pedro Montt, murió al regresar a Santiago luego de los festejos en Buenos Aires. Sin inconvenientes, eligió apoyar a los antiguos modernistas del Partido Autonomista Nacional y la candidatura de Roque Sáenz Peña fue madurando, en parte por su prestigio personal y, en parte, por la figura de su compañero de fórmula, Victorino de la Plaza, uno de los varones consulares. La elección fue unánime, un cruel homenaje al régimen, que con estos comicios se despedía del poder.

    El presidente Figueroa Alcorta con la Infanta Isabel de Borbón, en los festejos del Centenario. (Foto: gentileza Eduardo Lazzari)
    El presidente Figueroa Alcorta con la Infanta Isabel de Borbón, en los festejos del Centenario. (Foto: gentileza Eduardo Lazzari)

    Cabeza del Poder Judicial

    Terminada su presidencia, se retiró de la cosa pública, a la que regresó en 1912, cuando el presidente Roque Sáenz Peña, quizá en agradecimiento a su apoyo para la presidencia dos años antes, lo nombró, con acuerdo del Senado, como embajador en España, donde fue recibido con toda la pompa, siendo recordada la recepción que como presidente hiciera a la infanta Isabel, con quien siguió compartiendo una amistad hasta el final de sus días: ambos murieron el mismo año. Su carrera no terminaría allí. En tiempos borrascosos de la historia universal provocados por la Primera Guerra Mundial, fortaleció la idea de mantener la neutralidad argentina ante el conflicto, y la renuncia del vocal de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, su comprovinciano Lucas López Cabanillas, hizo que el presidente Victorino de la Plaza pensara en Figueroa Alcorta para reemplazarlo. Rápidamente, su pliego fue aceptado por el Senado y el 1 de setiembre de 1915 asumió su cargo en el supremo tribunal.

    La muerte del juez Antonio Bermejo, hasta hoy el presidente de la Corte Suprema que más tiempo ocupó el cargo (24 años), le brindó a Figueroa Alcorta la oportunidad de culminar su vida pública en la presidencia del poder federal que le faltaba, el judicial. Y así, el 19 de octubre de 1929 se convirtió en el único argentino de la historia, hasta hoy, que ocupó la presidencia de los tres poderes del Estado. Sin embargo, su paso por la cima de la Justicia tendrá un sabor amargo. El 6 de setiembre de 1930 se producirá el primer golpe de Estado exitoso de la vida republicana de la Argentina. Y, por esas paradojas, el dictador José Félix Uriburu tuvo temor frente a la historia y le pidió a la Corte Suprema, único poder que respetó, que se pronunciara acerca del gobierno que llamó provisional.

    Un fuerte intercambio de opiniones entre los miembros de la Corte terminó en una derrota de la posición legalista de Figueroa Alcorta, quien terminó aceptando la doctrina de facto, es decir, que si el poder se detenta, solo resta aceptarlo en tanto se respeten los derechos constitucionales, sin importar cómo llegó al poder el gobernante. Figueroa Alcorta firmó esa sentencia con la que no estaba de acuerdo, y eso lo hace responsable ante la historia. Qué hubiera pasado si la Corte hubiera declarado ilegal ese gobierno no es tarea de historiadores, pero podemos suponer que la historia hubiera sido diferente, o al menos el destino de los jueces de la Corte.

    Su muerte y los homenajes posteriores

    José Figueroa Alcorta murió en Buenos Aires el 27 de diciembre de 1931. Fue honrado con funerales de Estado y sepultado en el cementerio de la Recoleta. Al poco tiempo se construyó un mausoleo donde dos escultores confluyeron con su arte: Pietro Canónica, que se encargó de la factura de las estatuas que representan a los tres poderes del Estado, y José Fioravanti, que retrató en un busto de medio cuerpo al homenajeado. Calles, avenidas, plazas y monumentos lo recuerdan en muchos rincones del país, quizá recordando más su paso por el Poder Ejecutivo que por el Poder Judicial. El presidente del Centenario pudo con el presidente de la Corte.

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