La violencia kirchnerista crece y seguirá creciendo, a medida que el kirchnerismo se achica más y más.
Su justificación es que la “violencia de arriba genera violencia de abajo”. Tal como decían en los años sesenta y setenta sus predecesores de la izquierda peronista. Lo traducen, de momento, en el recurso a un “estado de movilización permanente”, la radicalización del discurso antiinstitucional, y acciones en consecuencia: como el ataque de La Cámpora a TN, que la dirigencia de esa organización no desautorizó ni desconoció; y, en la variante hasta ahora más ridícula y oportunista, no casualmente pergeñada en la cabeza de Juan Grabois, la convocatoria a la abstención en las próximas elecciones, queriendo imitar al Perón del exilio.
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Si insisten por esa vía, irán aislándose cada vez más. Porque el disco duro del peronismo, el que pretende sintonizar con sectores más o menos amplios del electorado atendiendo a sus intereses y no solo a los propios, tiene mucho para perder por ese camino, y para ganar en caso de que encare una estrategia más moderada y centrista en las elecciones.
Sobre todo ahora que el centro político ha quedado vacante, por el debilitamiento del PRO y la dispersión del resto de JxC. Y dado que no hay muchas chances de una crisis, al menos no en el futuro cercano y una aguda como la de 2018, mucho menos como el 2001 o 1989.
En este sentido, la ratificación de la condena de Cristina no podía llegar en peor momento: la misma jornada en que la Corte firmó su fallo parece haber sido elegida adrede para ilustrar este punto, y poner de manifiesto el aislamiento y la alienación en que vive la dirigencia y la militancia k.

Y es que, mientras el 99% de los argentinos estaban atentos a la suerte de la Scaloneta en el Monumental, ese sector resiliente aunque en declive volvía a quedar enganchado en discusiones ya recontragastadas desde hace por lo menos una década: ¿es o no responsable Cristina Kirchner de la escandalosa corrupción que asoló nuestro país durante sus administraciones?, ¿merece seguir siendo representante del pueblo o por la gravedad de los delitos cometidos contra el erario público tiene que ser excluida de esa posibilidad?, ¿que se la condene es fruto de la prueba reunida, pese a todos los intentos de sus seguidores y cómplices por impedirlo, o de jueces y fiscales que aunque ella misma designó, la traicionaron para congraciarse con oscuros intereses políticos y económicos, y de los “medios hegemónicos” que, con Clarín a la cabeza, propalan mentiras sobre ella?
Todas cuestiones resueltas hace mucho, en las dos arenas que importan, respectivamente, para la Justicia y la política: el juicio de expertos en todas las posibles instancias de revisión, y la opinión de la ciudadanía. Nada que decir, entonces al respecto, que no se haya dicho ya infinidad de veces.

Cristina y sus seguidores, sin embargo, se empecinan en que el tiempo no pase, y en seguir negándolo todo. Niegan incluso con creciente énfasis lo que muchos de sus propios votantes, por las evidencias acumuladas con el paso de los años, han tendido a aceptar: que no puede sino ser responsable de una trama de corrupción inconcebible sin su activa participación, que los medios y los jueces hicieron al menos en este caso más o menos bien su trabajo, y que ojalá esto sirva para que otros poderosos sean juzgados, y los demás se cuiden de abusar de sus cargos y posiciones.
Que Cristina y los suyos no puedan aceptar nada de esto se debe a que los obligaría a hacer al menos una módica autocrítica, para la que no están preparados, como les sucede a todas las religiones. Y también a que guardan la esperanza de no tener que hacer ninguna, y salirse con la suya haciendo lo contrario, mostrándose por completo negadores y tercos frente a la realidad.
¿Por qué? ¿Porque realmente creen que todo lo que se ha probado sea falso? No necesariamente: por eso su argumento principal no es que sea inocente, sino que hay muchos otros corruptos que quedan impunes. Más bien a lo que apuestan es a que la condena sea pasajera. Y tienen a su favor una historia, que ha premiado la terquedad.
Su esperanza es que lo que hoy los jueces ponen blanco sobre negro, y establecen como verdad institucional indiscutible y condición parametral para nuestra convivencia, pueda ser pronto contradicho y olvidado, por obra de una nueva crisis que desordene por completo el escenario y, como ya sucedió varias veces en nuestra historia, produzca un intercambio de roles: los culpables devengan inocentes, y los condenados, jueces y fiscales.
Si pasó con Perón, de líder del pueblo a tirano prófugo, para volver al final a la condición inicial; con los militares, que alternaron varias veces el papel de “déspotas asesinos” y de “salvadores de la patria”, y también, aunque más módicamente, con los presidentes de esta etapa democrática, Alfonsín, Menem, Néstor Kirchner, ora enaltecidos como héroes, ora degradados a símbolos del fracaso, para luego ser rescatados del olvido y el desprecio colectivo, ¿por qué no va a pasar lo mismo con ella?
Se trataría solo de esperar. O mejor todavía: de generar condiciones propicias para que se produzca otra vuelta de campana. Como son las crisis agudas: porque en la crónica inestabilidad que nos caracteriza, cada vez que se frustran las esperanzas colectivas y se desarma el orden institucional vigente, los hasta entonces excluidos y marginados vuelven a escena, revalorizados por la ciudadanía, sus pecados se olvidan o se perdonan, resaltan sus méritos reales o imaginados, lo que estos aprovechan, en mayor o menor medida según los casos, para vengarse de quienes los habían estado impugnando y excluyendo. Contando para ello, por lo general, con la ayuda de una porción importante de estos últimos, los más entusiastas en promover el olvido tanto en las elites como en la masa, dado que olvidar es la mejor forma de disimular su inconsecuencia y oportunismo.

Como se ve, lo que el kirchnerismo se propone no supone innovación alguna. Mucho menos un aprendizaje de la historia: es más bien su opuesto, el recurso a los efectos amnésicos que acarrea el desorden recurrente. Paradójico para un grupo que siempre se llenó la boca con “la memoria”.
Que el ánimo exaltado de las masas por un nuevo estallido vaya a borrar con el codo las verdades compartidas que la sociedad y sus instituciones han venido construyendo hasta aquí trabajosamente con sus manos, entre ellas, que Cristina junto a sus socios fueron responsables de un sistema de corrupción irrespirable, pero también que el déficit público, genera inflación y sobreendeudamiento, que una economía muy cerrada y regulada no puede crecer y otras cosas por el estilo, es algo que habrá que ver.
En principio, dependerá de cuánto acierte o se equivoque el actual gobierno en su estrategia de estabilización y reformas. Y de que el sistema institucional y las demás condiciones políticas hayan cambiado lo suficiente respecto a la era de La Resistencia y el golpismo como para que las verdades compartidas aguanten las crisis que puedan presentarse.
Y respecto de este último punto la experiencia de Menem, y su diferencia con la de Perón, son ilustrativas del problema que enfrenta la todavía jefa del PJ: también el riojano se benefició de una crisis aguda, la de 2001, que debilitó el rechazo social y los obstáculos políticos que habían bloqueado hasta allí su pretensión de continuar en el poder y seguir liderando al peronismo; pero no le bastó, y debió conformarse con una banca en el Senado, y una interminable batalla por escaparle a la cárcel.
Nada augura que a Cristina le vaya a ir mejor que a Menem. Sobre todo si el 90% de los peronistas, para no hablar del resto, está más interesado en que siga bajando la inflación y se los deje de responsabilizar de todos los males asociados a su descontrol, al estancamiento, a la baja calidad de los bienes públicos, y también a la corrupción descontrolada. Y ven con indiferencia y distancia cómo el 0,1% de su sector se moviliza detrás de una figura que no garantiza nada de eso, tampoco ganar elecciones. Porque también la enorme mayoría de la audiencia desconfía y se aburre rápido: consumido el atractivo que siempre genera un final de temporada de cualquier telenovela, cambiará de canal cada vez que aparezca bailando o saludando para dar a entender lo contrario de una despedida, que jamás aceptará abandonar el centro de la escena.
Por eso es que el grueso de la dirigencia peronista hace ante ella su saludo a la bandera de rigor, se declara indignada por el dictamen judicial, y a continuación pergeña cómo tomar distancia. Explora ahora vías para salvar la ropa en las elecciones, apelando a los votos moderados que están disponibles y Cristina espanta, y seguramente pasados los comicios buscará otras para responsabilizarla por unos resultados que distarán de satisfacerles. Si hasta Axel Kicillof y los intendentes bonaerenses están en esa, no mueven un dedo por ninguna de las muchísimas movilizaciones que anda convocando el cristinismo residual, imagínense lo que la señora puede esperar del peronismo del interior.
De allí que ella también se esté esmerando por atender las necesidades electorales de su partido. Y junto a las marchas permanentes del camporismo, y el llamado de Grabois a la abstención, esté muy atenta a cómo se conforman las listas para las legislativas, y cómo se encara la campaña. Solo que al respecto le va a costar encontrar un equilibrio que le evite ser la responsable de la derrota, o perder el control del electorado que siempre consideró suyo: si se involucra demasiado, correrá el riesgo de lo primero; si toma demasiada distancia, de lo segundo.

Son los típicos problemas que enfrenta una voluntad política en declive frente a la resiliencia y la estabilidad de las instituciones: en este caso es el PJ, en el de la apuesta a la crisis y la amnesia colectiva, es el gobierno, la Justicia, el entero orden constitucional; lo que Cristina está viviendo en carne propia no es sino la futilidad de pelear contra el tiempo. Y el tiempo es sabio: como decía Perón, solo se deja vencer, y a medias, por las organizaciones.
En lo que sí Cristina ha estado a la altura de Perón, y no de ahora sino siempre, es en la habilidad para evitar que a su sombra crezcan líderes capaces de desafiarla. No logra, como aquél, que las masas se movilicen contra su “proscripción”: ningún jefe territorial ni sindical relevante está dispuesto a sacrificar, no digamos su vida, siquiera su cargo, para respaldarla. Pero sí consigue, y puede que por bastante tiempo más lo siga haciendo, que su sucesión esté bloqueada por falta de adversarios de peso. Así que seguirá aferrada al cargo que le queda, presidenta del PJ, ella que siempre lo valoró muy por debajo de cualquier otra cucarda institucional.
¿Qué irán a hacer los peronistas con eso, podrán coordinarse para ofrecer una alternativa? La ganancia en caso de lograrlo puede ser significativa: recuperar, como decíamos, muchos votos centristas que están vacantes y que Cristina espanta, justamente por su inclinación a imitar a Perón en su estrategia múltiple a la protesta, el vaciamiento institucional y la deslegitimación de los adversarios, internos y externos. Solo que, para lograrlo, esa dirigencia deberá encontrar lo que más le falta, y seguirá faltándole por un buen tiempo, tanto dentro como fuera de la estructura partidaria: otro jefe.
¿Habrá de todos modos “kirchnerismo para rato”, aunque en la forma de una minoría cada vez más pequeña y aislada, gracias a la complementariedad que establece con su contracara mileista? Es probable, y preocupante. Porque ambos polos colaboran y seguirán colaborando para dificultar una coalición de los moderados. Y podrán seguir justificando, como ya lo vienen haciendo, sus respectivas inclinaciones a la violencia y el debilitamiento de las instituciones.
¿Seguiremos atados entonces, a pesar de la exclusión de Cristina de la competencia electoral, a la polarización entre ella y Milei?
Es un riesgo, pero justamente porque él existe resulta más determinante lo que vaya a hacer a partir de ahora el peronismo moderado: el PRO ya no puede por sí solo articular el centro político, tampoco pueden hacerlo los radicales, está visto; se necesitan voces peronistas sensatas, que refuten a los violentos de uno y otro lado, los argumentos de Cristina sobre la “Corte corrupta” y sus “monigotes del poder económico”, y también los de José Luis Espert sobre los “hijos de puta” que pueblan, según él, el bando contrario por no compartir el “cárcel o bala”, ni su consecuente aval a la actitud supuestamente modélica de los policías que disparan a mansalva, y terminan cada vez más seguido matando transeúntes.