Todo indica que las advertencias de la Corte Suprema contra una decisión presidencial que vulnere tanto al Congreso como a la Justicia no van a ser atendidas: Javier Milei está decidido a jugarse la vida por Ariel Lijo, y no va a esperar a que pase el verano para hacerle un lugar, como sea, en el máximo tribunal. Lo que podría considerarse simplemente una locura, una torpeza o una aberración. Si no fuera también una parte importante, él cree que imprescindible, de su programa de gobierno y su proyecto para el país.
La paradoja que encierra esta determinación está a la vista ya desde hace tiempo: un gobierno “ultraliberal” que en la decisión institucionalmente más importante que tiene entre manos se comporta de forma por completo antiliberal tanto en los procedimientos como en sus objetivos, batallando contra la igualdad ante la ley, la transparencia, el respeto de los derechos individuales, en particular los de los ciudadanos de a pie, y a favor de oligarquías, corporaciones y demás “castas” que pervierten al Estado de derecho, al promover para el tribunal más poderoso del país a un juez que es portaestandarte del desprecio por todos los principios que dice defender.
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Y ahora que el asunto llega a su desenlace, la paradoja entra en crisis y va a revelar su enorme capacidad de daño: porque el Ejecutivo parece decidido a meter a su candidato por la ventana, ante la resistencia del Senado y las críticas unánimes de las voces realmente afines al liberalismo del país.
¿Cómo es que llegó a esta determinación? ¿Por qué lo hace, teniendo a la mano tantas otras opciones menos polémicas, que despertarían menos resistencias y que le granjearían mucho más consenso? Tal vez la clave esté justamente en eso, en que no busca consenso, sino imposición. Y la mejor forma de imponerse es apostar por lo más inconveniente e improbable, y salirse con la suya contra todas las resistencias.
Lo que revela el fondo del asunto es cómo entiende Milei el sistema institucional y el poder político: en su cosmovisión ellos son monopolios, no mercados, ni sistemas en equilibrio ni resultado de consenso alguno, y está decidido a construir el suyo, su monopolio, ahora que cree tener los recursos y la oportunidad para intentarlo.
Como se ve, entiende el problema en términos muy distintos a como lo hace Maqueda. Para este juez, el liberalismo debe mantenerse, en un punto, al menos, siempre moderado, centrista, porque solo rigen reglas comunes neutrales en un sistema político cuando las partes en conflicto sostienen, más allá de sus diferencias, el acuerdo sobre ellas.
Pero sucede que, mientras para Maqueda ese acuerdo existe entre nosotros y hay que protegerlo del espíritu faccioso y del abuso de poder, aún frente a iniciativas reformistas legítimas y necesarias, para Milei hace tiempo que las reglas comunes se han extraviado, porque el “colectivismo”, ese monstruo omnipresente que todo lo contamina, llegó a ser la única regla que nos gobierna.
Él pervirtió los mismos poderes constitucionales, en los que pululan a sus anchas, por ese motivo, los “zurdos de mierda”, “tibios que vomita Dios” y “libertarados”, entre los que Milei seguramente ubica al propio Maqueda. Por lo que reglas comunes “sanas” no va a haber hasta que él, Milei, complete la tarea de imponerlas. Después se verá si es posible restablecer un pluralismo “incontaminado de colectivismo” tanto en la sociedad como en las instituciones, por ahora lo que hace falta es un líder, un partido y un programa, y disciplina para unir esfuerzos.
Es el argumento de siempre de los revolucionarios, no de los reformistas. Con esta idea en mente, Milei termina el 2024 acumulando un gran capital político: cuentan al respecto resultados económicos más favorables de los que la enorme mayoría esperaba, un apoyo social que emparda con el que tenía al comienzo de su mandato, y se ha vuelto también más alineado con su plan de gobierno, y una escena de competencia que le facilita polarizar con el kirchnerismo y disolver al centro político.
Todo, en suma, parecería augurarle un segundo año de mandato mucho mejor que el primero, a la vez más tranquilo y más productivo e innovador. Sin embargo, animado por el espíritu de la revolución, el Presidente se esmera en generar problemas donde no los hay.
Podría haber sumado a los logros económicos avances en materia de transparencia y reforma política, haciendo aprobar ficha limpia y capitalizando para sí su adopción en las provincias, que sigue avanzando, pero se enredó en un oscuro entendimiento con Cristina Kirchner, que encima se apropió de la lucha anticorrupción con el mal manejo oficial del caso Edgardo Kueider.
Podría haber logrado también Milei la aprobación del Presupuesto en un trámite rápido y sencillo, haciendo concesiones acotadas y fortaleciendo su acuerdo con gobernadores y legisladores afines, pero se negó siquiera a sentarse a discutir su proyecto al respecto, con lo que abrió un frente de conflicto que hará ruido, tanto político como económico, todo el año próximo.
Y, por último, podría haber acordado una agenda para las sesiones extraordinarias con proyectos que profundizaran el curso reformista, pero se negó a incluir no solo el presupuesto, sino también ficha limpia, así que se quedó sin nada, mostrando aún menos acompañamiento legislativo que un año atrás.
A todo esto está por sumarle la frutilla del postre: una decisión por decreto de sus objetadas nominaciones para la Corte Suprema, pese a todas las advertencias que ha venido haciendo ese tribunal sobre la inconveniencia de tal medida, la falta de “necesidad y urgencia” para adoptarla, porque él podría seguir funcionando, cuando se jubile Maqueda, con tres miembros y conjueces, y las objeciones que él mismo y otros actores eventualmente interpondrían para que la nueva composición del tribunal no se concrete.
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Porque, para empezar, una decisión por decreto tal vez sea rechazada por sus mismos beneficiarios: Manuel García-Mansilla al menos puede que no la acepte, con lo que dejaría al Ejecutivo en una situación por demás incómoda. La mayoría de la Corte, que seguirán conformando en enero Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz, podría congelarla, si se negara a tomarle juramento a los designados hasta que el Senado resuelva.
Y tal vez presenten también muchos pedidos de no innovar, en el mismo sentido, de parte de actores políticos y judiciales. Además, el Senado podría seguir arrastrando los pies, no decidir sobre los pliegos durante bastante tiempo más, prolongando el pantano institucional en que la decisión del Ejecutivo habría dejado a la Corte y al sistema político en general.
Empezar la campaña del año próximo con tal escenario a cuestas le haría, una vez más, el caldo gordo al kirchnerismo: resultaría de él un caso Kueider al cubo. Suele suceder que los gobiernos cometen sus peores errores en las etapas de auge, cuando se sienten más seguros de sí mismos, tienen más libertad de acción y se engolosinan con ella. Y puede que este sea el caso también por otra razón: que el exceso de libertad se esté volviendo un problema para un libertario puede ofrecer una interesante lección.