El gobierno libertario está consiguiendo lo que no tenía, un mínimo control del sistema institucional, en negociación con legisladores, gobernadores y hasta con la CGT. Gracias a lo que neutralizó sucesivas amenazas a su autoridad y su programa que se gestaron en el Congreso, sosteniendo hasta aquí dos vetos en temas social y políticamente muy sensibles, las jubilaciones y las universidades.
Mientras tanto, viene perdiendo lo que antes siempre ganaba: las batallas comunicacionales. Señal de que, al tiempo que aprende a resolver problemas institucionales que le eran desconocidos, abusa de recursos que tenía en abundancia pero se le han ido gastando, tal vez porque nunca fueron tan útiles como él creyó. Es bastante curioso ver cómo un líder que se construyó casi exclusivamente sobre la base de la palabra, se enreda todo el tiempo en sus dichos, queda mal parado en cada nuevo asunto que aborda, y logra que una parte de sus propios votantes se canse de escucharlo repetir los tres o cuatro clichés de siempre.
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Es un problema que se viene agravando, pero quedó bien a la vista en el conflicto universitario
Todo empezó cuando encaró la cuestión impugnando la misma existencia de las universidades públicas, descalificándolas in toto como nidos de “adoctrinamiento colectivista”. Impulsó así a muchos estudiantes, entre los que tenía y todavía tiene apoyo mayoritario, a movilizarse en su contra y detrás de las banderas de sus adversarios políticos, por el temor a quedarse sin clases. Tras ese arranque desafortunado, el presidente y sus colaboradores parecieron confiarse en que el asunto se desactivaría solo, así que no hicieron mayor esfuerzo por clarificar lo que pretendían “ajustar” o “reformar” en la educación superior (¿los sueldos docentes?, ¿con qué criterio?, ¿las carreras que no tienen demanda ni mayor utilidad económica?, ¿los gastos administrativos que muchas veces se duplican y esconden privilegios políticos?) dejando ver que el tema les interesaba bien poco.
Con lo cual, el clima de malestar siguió alimentándose y se expresó en una nueva manifestación masiva. La respuesta oficial fue, de nuevo, improvisada: una confusa mezcolanza de acusaciones de “aprovechamiento espurio de demandas legítimas” con fines “destituyentes”, intentos de arrogarse la “auténtica defensa de la educación pública” y de su “función igualadora” y acusaciones más o menos difusas sobre fraudes, usos partidistas del presupuesto público y cosas por el estilo, ninguna de las cuales alguien del oficialismo se ocupó de fundamentar y documentar para convertirlas en un argumento más o menos sólido.
Demasiada improvisación como para sorprenderse de que, en este tema, una amplia mayoría de la opinión pública acompañe la postura de los opositores y declare no comprender lo que el gobierno pretende, más allá de que se entienda o se pueda justificar la necesidad de recortar gastos.
Que el daño es en gran medida autoinfligido y de naturaleza comunicacional queda más a la vista cuando se enmarca en lo que ha venido sucediendo con la comunicación oficial. Al menos en los últimos dos meses, en que el presidente no para de meter la pata: lo que antes le salía mejor, el espectáculo, parece estar escapándosele de las manos, con pifies de amateur que se repiten.
Un culto del discurso antipolítico
La serie de torpezas comunicacionales que le significaron costos políticos importantes puede que se haya iniciado con el asado en Olivos con el que Milei homenajeó a los “héroes” que blindaron su veto a la ley de movilidad jubilatoria. Estaba en todo su derecho de festejar: había logrado proveerse de un recurso institucional vital y hasta allí esquivo o incierto, contar con un bloque legislativo que le asegurara aval para sus vetos y decretos y protección frente a eventuales intentos de destitución. Despejaba así las dudas que más inquietan a los operadores económicos y a la propia opinión pública: si la situación empeora, ¿podrá sostenerse en el cargo?, y si no logra que el Congreso le vote sus proyectos de ley, ¿podrá gobernar por decreto y vetando leyes contrarias a su programa? Difícil imaginar que, sin ese logro, se hubieran producido las bajas del riesgo país, de los dólares libres y de la inflación, o las alzas de acciones y bonos, que se observaron en el último mes y medio.
Pero el oficialismo, que ha hecho un culto del discurso antipolítico, no podía sorprenderse ni estimar inmerecido si ese festejo se usaba en su contra cuando echara mano a un rito de casta, como es típicamente el “asado de confraternidad entre el jefe y su tropa”. Y encima lo hiciera aprovechándose de un espacio institucional ya bastante contaminado por fiestas inoportunas, para celebrar a su propia facción, el tipo de cosas por las que él mismo se ha cansado de condenar en sus adversarios.
Y lo peor es que la cosa no quedó ahí: los pifies comunicacionales siguieron condimentando negativamente el ciclo virtuoso que se estaba iniciando en materia de gobernabilidad económica y control institucional. También tuvo un efecto decepcionante, incluso para sus votantes más fieles, la pseudoasamblea legislativa que se utilizó para presentar el presupuesto, y que se pareció demasiado a los actos militantes que Cristina organizaba cada dos por tres en el Patio de las Palmeras de la Casa de Gobierno. Encima esta vez transmitido por una insólita y contraproducente cadena nacional, un recurso antinatural para un líder que nunca usa los medios públicos, bien por él, ni siquiera mucho los medios privados, y hasta ahí le había ido muy bien con esas prescindencias.
Luego vino el acto este sí abiertamente militante de Parque Lezama, que tuvo eco no tanto por el motivo de su convocatoria ni por lo que allí dijeron Milei y su hermana, como por los micros usados para nutrir la asistencia. Y por ahora la secuencia se cierra con el más reciente discurso en el recién rebautizado Palacio Libertad “Domingo Faustino Sarmiento”, en que Milei cometió la torpeza de homenajear al padre del aula pegándole, de nuevo, a las universidades públicas en general, sin ningún argumento, ni dato, ni iniciativa nuevos al respecto, sin siquiera una medida simbólica que mostrara que también él se preocupa, como dice hacer, por la suerte de la educación pública, y lo que quiere es que se gaste mejor el dinero que se destina a ella.
Milei, enredado en discusiones poco claras
En todos los casos, Milei quedó enredado en discusiones poco claras, exponiendo argumentos burocráticos bastante descarnados y difíciles de hacer entender al gran público. El fracaso en llegar a ese gran público, por tanto, no sorprende, y puede constatarse en la baja del encendido de las pantallas en el episodio de la cadena nacional, la escasa concurrencia e incapacidad para instalar un eje favorable al gobierno en el segundo episodio, y la total irrelevancia en el tercero.
Contrastando, de nuevo, con los logros políticos que, mientras tanto, el gobierno podía lucir: está pasando de gobernar con recursos de emergencia, como es el uso del presupuesto del año pasado, a hacerlo con un programa de ingresos y gastos que el Congreso deberá avalar, podrá discutir y cambiar, pero que en cualquier caso vuelve a poner la agenda legislativa bajo control del oficialismo; además, logra hacer pie en el territorio, y reunir afiliados, tareas para las que no estaba para nada preparado (y le hubiera convenido festejar con esos afiliados: en el pasado, recordemos, Milei tuvo la ocurrencia de sortear su sueldo para ponerse del lado de “la gente y lejos de la casta”, ahora podría haberse mostrado de alguna manera en sintonía con toda esa gente común que puso su nombre para que él tenga partido, y no con los militantes, que debería saber ya, son lo que menos necesita, que mire sino adónde la condujeron a Cristina, de tanto que los alabó).
No era poca cosa tampoco el cambio de eje que el gobierno ofrecía al reemplazar a Kirchner por Sarmiento: un tránsito del referente máximo del caudillaje populista arrogante y autointeresado al ejemplar supremo del mérito y el servicio público, pero en vez de centrarse en eso se dedicó a una rencilla ya secundaria y gastada, que encima no logra cerrar y dejar atrás, dándole una nueva oportunidad a sus adversarios de contestarle. Todo de lo más contraproducente.
Para su fortuna, no es el único que se equivoca
Todo lo contrario, enfrente tiene un arco de actores que no hace otra cosa que meter la pata. Sucedió que, por toda respuesta, los rectores universitarios emitieron una declaración en la que sostienen, una vez más, que ellos hacen todo bien, el sistema que presiden anda bárbaro y lo único que quieren es que les sigan mandando la plata de siempre para poder seguir como vienen. Ni una sola mención a reformas para mejorar su desempeño, iniciativas para compartir el esfuerzo del ajuste con el resto del sector público y el país, o a la necesidad de un acuerdo sobre metas consensuadas. No por nada el Consejo Interuniversitario está poblado de exdiputados y exintendentes, o futuros diputados e intendentes, muy pocos auténticos expertos en gestión académica con interés real en que el sistema funcione mejor.
Y a la cola fueron los gremios docentes y no docentes, y los centros de estudiantes, llamando a la huelga y la toma de facultades. Dándole la razón a Milei cuando él más lo necesitaba: podrá dormir tranquilo aún sin tener una sola idea concreta para mejorar el uso de los recursos en la educación superior, le bastará con mostrar que quienes logran que no haya clases no son los funcionarios de su gobierno, sino los que luchan por más presupuesto.
Pero esa ventaja, que nace de cómo están compuestos los polos que compiten en la escena de la polarización, no va a salvar al oficialismo de seguir pifiándola con su mensaje a la sociedad.
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Y no va a depender de Santiago Caputo, de Manuel Adorni ni de los demás cráneos de la comunicación oficial que el gobierno cambie de estrategia al respecto, sino del propio Milei, demasiado achanchado en su poltrona, por creer que como acertó un par de plenos en el pasado, tiene ya la batalla por las conciencias definitivamente ganada. Y desatento del proceso de envejecimiento que inevitablemente enfrenta, y que lo lleva a perder el aura de los recién llegados, la frescura del outsider, más todavía a medida que se consolida su control del sistema institucional y de la economía.
Así como ha recorrido su curva de aprendizaje para lograr ese control y gobernar de forma más previsible que al comienzo, con un equipo del que por lo menos ya no tiran gente por la ventana cada dos por tres, y un esquema de negociaciones que le permite despejar las amenazas más graves a la gobernabilidad, le convendría confiar menos, para comunicar, de lo que ha confiado hasta aquí en su intuición y la improvisación. Probablemente no va a dejar nunca de ser un líder inclinado a la confrontación permanente, la denostación de sus críticos y el uso de la emergencia como excusa para cualquier cosa, pero dado que gracias a su propio esfuerzo la emergencia ha ido quedando atrás y los problemas que enfrenta son cada vez más complejos, le convendría hacer un esfuerzo por explicar mejor lo que busca conseguir. En relación a las universidades, para empezar.