La semana pasada, analizamos los primeros dilemas inherentes al posicionamiento político de una oposición constructiva y eficaz frente al gobierno, posicionamiento que no puede ignorar las bases sobre las que se sustenta el respaldo social a Milei, por parcial que este sea. Esta semana nos ocuparemos de los cambios culturales y socioeconómicos que el presidente quiere imponer a la sociedad.
Un cambio cultural
El tercer dilema parte de un interrogante. ¿Está liderando Milei una revolución ideológica? ¿Un cambio cultural? Utilizo estas expresiones en un sentido thatcherista, si se quiere: la capacidad de dar forma a un conjunto más o menos coherente de concepciones, preferencias, valores, orientaciones y nexos causales de sentido común, de largo plazo, y arraigarlas a instituciones e intereses. Mi hipótesis es que sí, que Milei está embarcado en un cambio cultural, pero los bombardeos ideológicos y culturales que él nos arroja son tan enrevesados que podemos abstenernos aquí de todo intento de precisar su contenido.
Tengo, en cambio, la fea sensación de que Milei, en su desorden, está dando expresión a una destrucción de largo plazo que experimenta la sociedad argentina y con la que ha logrado lamentablemente sintonizar bien. Quizás desde la revolución democrática de los 80 no había pasado nada nuevo en los campos ideológico y cultural de la política hasta Milei. Milei podría ser un chanta, pero sería un chanta con una gran expresividad política. Por expresividad no entiendo cualquier cosa, sino algo preciso: una capacidad por reconocer, identificar, deseos, sueños, frustraciones, resentimientos, humores sociales, y traducirlos en una política de sentido común (e incomprensible pero indisputada sanata económica). La cara activa del cambio cultural. Milei toma el hartazgo social contra el estado y se convierte (míticamente) en el topo que lo va a destruir desde adentro; recoge lo que tienen de nuevo las expectativas sociales sobre el mercado y las remodela en un fantasmático totalitarismo de mercado (los nuevos deseos imaginarios, recordando a Sebreli); capta el aborrecimiento público con la política de derechos humanos manipulada por el kirchnerismo, y refigura los derechos humanos en un abrazo fraterno en el pabellón de criminales. La propia exculpación de una legisladora (“yo era muy joven, no sabía quién era Astiz”) hace patente hasta qué punto se trata de un cambio cultural.
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Milei transforma la impotencia, la exasperación y el resentimiento que cubren hoy la Argentina, en violencia verbal; abduce vocablos del léxico político y los deprava hasta lo indecible (es lo que hace, v.g., con la palabra “liberal2). Creo que esta degradación del lenguaje y los sentidos de la política puede remoldear de un modo perdurable la propia política y las ideas en ella circulantes, vinculantes. No tengo dudas de que una oposición responsable debe plantarse frente a esto y pagar los costos políticos de un inevitable aislamiento inicial, una suerte de travesía del desierto. Esta opción a mi juicio es lo que hay que hacer, no es un cuerno de ningún dilema.
Quizás desde la revolución democrática de los 80 no había pasado nada nuevo en los campos ideológico y cultural de la política hasta Milei.
Pero a partir de ella, el dilema se hace presente. ¿El intento de respuesta debería ser una alternativa ideológica, cultural, de cohesión, o algo menos articulado, más fragmentado? Por ejemplo, sólo por ejemplo, reposicionar la palabra “liberal” en una articulación con la cuestión democrática y la republicana. Reestablecer centralidad al concepto de justicia social frente al insólito oportunismo con que lo emplea el gobierno ahora tras haberlo maltratado hasta lo inaudito.
En el primer caso (conferir coherencia a lo que de por sí no es coherente), el riesgo, me parece, además de la dificultad intrínseca que comporta una tarea semejante, consiste en el aislamiento, en correr en desventaja frente a lo difuso. Es hacer más ardua la articulación política (a menos que decidiéramos la emergencia de un liderazgo extraído de un manual laclausiano, y no creo que esto sea aconsejable). Pero si optamos por la segunda alternativa, afrontaremos un desenvolvimiento entrópico más impredecible. ¿Habrá que bancárselo? Además, ¿qué hacemos con los caóticos componentes que propagan el mileísmo y el kirchnerismo? ¿Podemos reconfigurar algunos – por ejemplo, es todo un desafío abordar de un modo políticamente apropiado las cuestiones de estado y mercado; pero es indispensable – y rechazar otros? Como sea, el riesgo de perder nitidez en nuestra diferenciación si optamos por la segunda alternativa, estará siempre presente.
Cierro este punto. No hay nada de interesante, y sí mucho de sombrío, en el modo en que Milei expresa y ejecuta la reconversión de los cambios magmáticos de nuestra sociedad en un cambio cultural de corte milenarista (el paraíso en la tierra). Mi esperanza es que La Libertad Avanza y el propio Milei se tomen en serio ese torbellino e intenten conferirle una forma más dogmática. Esto sería self defeating. Nos ahorrarían trabajo.
El futuro del gobierno
Vamos así a un nuevo dilema, muy relevante y a su vez de enorme envergadura. Se trata de tomar posiciones en base a dos escenarios alternativos, muy diferentes. Esto, agrego, está directamente relacionado con nuestras preferencias en una materia sobre la que carecemos absolutamente de incidencia: que a Milei “le vaya bien” o “le vaya mal”. Este punto, si preferimos que le vaya bien o mal al gobierno, sería completamente abstracto de no ser porque nos preguntamos: ¿es posible simplificar en un trazo dos grandes escenarios alternativos que se distingan netamente uno de otro? ¿Es posible considerar uno u otro como el más probable, consideración que obviamente importa en términos de nuestra propia acción? A mi juicio, sí.
Si al gobierno de Milei le fuera mal, sobrevendría un período de mucha inestabilidad y de regreso a la inflación elevada, quizás un neto retorno al “régimen de alta inflación” (del cual todavía no hemos salido). Esto tendría un costo muy alto para la Argentina; pero, por supuesto y como siempre, los platos rotos serían muy desigualmente pagados por las distintas capas de la pirámide social. Sería un escenario borrascoso.
Pero si a Milei y a su gobierno le fuera bien, se asentarían los pilares de un intento poderoso, aunque no necesariamente sólido, de establecer el perfil de una nueva Argentina, cristalizando, consolidando, el proceso regresivo en materias económico social y política que nuestro país viene experimentando de un modo convulsivo. Evitaré ir aquí más allá de un esbozo de lo que presumo sería este intento, y nos concentraremos en una sola dimensión del mismo, la socioeconómica. Antes de abordarla dedicaremos un par de renglones a la dimensión política. El proceso de descomposición política que ha hecho posible la denuncia de la “casta” en la retórica populista de Milei, no nace con el kirchnerismo, aunque alcance un clímax con él. La frustración social y la pérdida de organicidad de la política definen una relación de fuerzas que está lejos de ser pasajera, y que hace posible que un grupo reducido y que no cuenta con estructura partidaria pueda anunciar y lanzar un vastísimo conjunto de reformas frente a actores políticos cuantitativamente muy superiores, pero notoriamente amedrentados y sin fibra.
La dimensión socioeconómica
En lo que se refiere a la dimensión socioeconómica, se ha dicho con frecuencia que una característica permanente en nuestro país es el esfuerzo tenaz que lleva a cabo cada sector por “volver” a su mejor momento, básicamente en términos de ingreso y condiciones de vida. Se trata de un empeño interminable por recuperar posiciones, que por supuesto los demás sectores perciben como que quiere realizarse a sus costillas, y son en general capaces de prevenirse contra él hasta cierto punto.
Es una puja distributiva un tanto lúgubre, porque no se concreta en torno a riqueza futura sino pasada. El propósito de Milei no es otro que el de congelar el conflicto distributivo, detenerlo habiendo ajustado las posiciones relativas de un modo (supuestamente) estable y en niveles que hagan posible una acumulación capitalista (con rentas) en la que la equidad no forme parte de la agenda. Conocemos todos, de la palabra de los economistas, la expresión “corregir los precios relativos” antes del lanzamiento de un plan de estabilización. Empleo aquí la expresión apenas como metáfora. Se podría decir que, en términos de relaciones sociales y políticas, la Argentina va aceleradamente camino a corregir del todo sus relaciones de fuerza (por definición relativas) a favor del proyecto que alienta el mileísmo.
El equilibrio fiscal, la emisión cero, eventualmente la dolarización, son peldaños de esta escalera disciplinaria, los peldaños de la cristalización política y cultural de estas relaciones de fuerza. Obviamente, y por muy buenas razones, la inflación es altamente impopular en la misma Argentina que ha fragilizado al estado y la genera. Pero cuando Milei reitera, hasta el cansancio, que “la inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario”, sabe lo que está haciendo. Frente a una sociedad muy receptiva porque sufre enormemente la inflación, está diciendo que la lluvia moja para no hablar del ciclo del agua.
Si a Milei le va bien – si, por ejemplo, consigue reducir la inflación aproximándose siquiera a los promedios latinoamericanos de los que aún está muy lejos, si consigue organizar una fuerza socio-electoral de la que todavía carece, y consigue un resultado claramente favorable en las elecciones de 2025 –; este intento disciplinante adquirirá una potencia temible, con mayores posibilidades que el experimento de Martínez de Hoz que analizó Adolfo Canitrot (y ni hablar de aquel de Krieguer Vasena) o el de la Convertibilidad de Cavallo y Menem. En la reconstrucción de una disciplina social que estrictamente nunca existió en la Argentina, los excluidos, el mundo del trabajo, estarán destinados a mantener los lugares correspondientes en términos de ocupación, ingresos, y en general posiciones sociales, aun en el caso de que el país conozca un crecimiento vigoroso por muchos años.
No deseo dramatizar, pero como les decía un almirante (cuyo nombre no recuerdo), en tiempos de la Libertadora, a unos sindicalistas desconcertados: “Hicimos esta revolución para que el hijo del barrendero muera barrendero”. Naturalmente, el barrendero hijo tendrá un celular que el barrendero padre ni concebía, aún en el caso de que la robotización lo obligue a buscar otro trabajo. Todos vemos en Buenos Aires conciudadanos que viven en la calle y tienen celular. Sin duda, si la Argentina crece sostenidamente, las condiciones de vida de trabajadores y excluidos, en términos absolutos mejorarán. Pero no creo que la acción política merezca la pena de ser vivida si no procuramos contraponer a este proyecto reaccionario uno que conjugue el crecimiento con componentes progresistas y/o de justicia social, como queramos llamarlos.
Una nota al pie: Argentina tiene, al día de hoy, los salarios en dólares más bajos de la región. Este no es precisamente un incentivo para que los empresarios incrementen su productividad. El quiebre de la puja distributiva, el ensanchamiento de la franja social de excluidos, el marchitamiento de las históricamente poderosas expectativas de movilidad social y de los valores igualitaristas que caracterizaron nuestra sociedad durante las largas décadas de inestabilidad, crecimiento mediocre, inflación y crisis, la derrota política y moral de los actores populares, ya se han producido (aunque en modo alguno debamos considerarlo como un proceso definitivo o irreversible).
El éxito de Milei consistiría en consolidar y cristalizar esas relaciones de fuerza mediante reformas en la organización económica, cultural e institucional (legal) que hagan factible una acumulación capitalista y un crecimiento potentes que sean independientes de la equidad y la distribución del ingreso. Un simple y actual ejemplo de estos intentos de cambiar la clave de la dinámica sociopolítica, consolidando mutaciones fácticas en una dimensión institucional-legal y haciendo más difícil cualquier reversión, es el del sistema previsional. El gobierno se aferra a la fórmula de actualizaciones mensuales por inflación, mientras que el proyecto legislativo vetado propendía a compensar el porcentaje del IPC que fue birlado en enero.
Con la fórmula del gobierno, quedará fijada como permanente una relación de fuerzas sustancialmente diferente a la que acarreaba el proyecto de la Cámara Baja. Además, la iniciativa de Diputados establecía una actualización anual -en marzo de cada año- en base al incremento de salarios (RIPTE); y la obligación para el Ejecutivo de saldar las deudas con las cajas previsionales provinciales y las sentencias firmes. El oficialismo quiere eliminar estos dos últimos puntos. Y no carece de argumentos vinculados con el equilibrio fiscal para ello. Este es un ejemplo. Es difícil conjugar una reforma, porque por un lado está la cuestión de la responsabilidad fiscal, y la de equidad interna y relativa del gasto previsional. Pero por otro, se hace patente la determinación del gobierno de “congelar” la posición relativa de los jubilados, y la voluntad de la oposición de mantenerla líquida, aunque a través de un sistema indexatorio. Por fin, los términos de la discusión es lo que creo que deberían ser redefinidos, abriendo la atención pública a lo que hay detrás del conflicto de números.
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Recapitulando, ambos escenarios son posibles: un escenario caótico, y un escenario de pax mileísta, disciplina social y crecimiento aparente para todos y real para pocos. Este es el lío principal (junto con las semillas perniciosas que siembra en un sistema republicano, representativo y federal pero fuertes colores autocráticos, cuestión que no discutimos en estas páginas) en que nos está metiendo Milei. Y Milei no es un hombre de representación profética, es, desde un principio, un “hombre de poder”. Estará loco, pero sabe que cuenta con una gran oportunidad y está dispuesto a ejercer el poder para aprovecharla. No es ocioso entonces preguntarnos por qué hacer.
Brevemente: primero, todos tenemos presente la experiencia de la Alianza. Más allá de consenso social por no salir de la convertibilidad, esta era – para la política – como una caja de hierro que definía los límites de lo posible. La década menemista parecía al cabo como la de un gobierno virtuoso (había detenido la inflación y soportado una dura crisis externa) y exitoso en legar una organización económica que nos alejaba de los males (inflación y estancamiento) de los 80. No lo decimos nosotros, simplemente proponemos ver en perspectiva, con un poco de cinismo. Un gobierno “virtuoso” y “exitoso” había dado lugar a una oposición virtuosa (“me arrepiento de no haber votado la convertibilidad”) y a la vez auténtica en su confrontación. Aparecía como una transición perfecta. Convertibilidad sin corrupción, rectificación de las reformas sin reversión. Todo esto puede hoy hacernos reír.
Las apariencias engañan, esa historia no se consumó, debido a problemas intrínsecos a la convertibilidad y a debilidades, que superaron hasta el mayor escepticismo, de la alianza de partidos. Pero una transición, una transferencia del gobierno en el marco de un régimen democrático y un régimen económico, pareció posible. Evidentemente este no es el caso hoy. Precisaríamos remar contra la corriente. Esto es, salir de la simpleza casi infantil de “acompañamos lo que está bien y nos oponemos a lo que está mal”, y mostrar que podemos empeñarnos en ser garantes de la estabilización, pero sin admitir que el camino que Milei fija sea el único posible. Y discutir activamente agendas alternativas. Sabemos que muchos políticos, con sus diferencias, lo hacen. Pero me parece que no podemos limitarnos a la tesitura de “que Milei haga su trabajo y después rectificamos las reformas”. Esa actitud puede hacer que después sea demasiado tarde. Tiene que haber una oposición, sea progresista, sea volcada a la justicia social, menos ingenua que la del Frepaso, que esté en condiciones, lo menos, de ser el fiel de la balanza (de hecho los grupos parlamentarios del centro político tienen ya al respecto una rica experiencia, pero la votación del 11 de septiembre arroja dudas). El Frepaso creció a expensas del radicalismo, lo cual tuvo mucho de inesperado, ya que confiaba en ensanchar su base con desprendimientos peronistas que jamás tuvieron lugar. De lo que se trata es de discutir, relatar, como queramos llamarlo, no solamente a nivel de cada iniciativa oficial, sino desde una narración comprehensiva, porque lo que está en juego es la posibilidad de una mutación definitiva.
Quizás los peronistas se apuraron en desentenderse de Menem. Cosa que lograron perfectamente, para su propio mal. Al punto que Milei puede decir sin sonrojarse que Carlos Saúl fue el mejor presidente de la historia. De tal modo, y paradójicamente, los peronistas se perdieron un punto de referencia política frente a los cambios que se avecinan. Algo muy torpe. Para un conjunto de fuerzas progresistas nada será fácil. Las referencias tendrán que estar en imágenes, planos simbólicos, valores, conceptos, elementos programáticos, paradigmas explicativos, en relación a los cuales estas páginas no pasan de conjeturas. Nuestro propósito en síntesis es enfatizar en la necesidad de redefinir los términos del debate. Sé que será cuesta arriba, al menos por un tiempo.
* Politólogo, miembro del Club Político Argentino. Deseo agradecer a Alejandro Katz, por las conversaciones que hemos sostenido a lo largo de las semanas previas a la redacción de este artículo, gracias a las cuales el mismo se ha enriquecido considerablemente.