Nadie esperaba que Javier Milei fuera especialmente concesivo en su discurso por el Día de la Industria, que se celebró este martes. Desde el principio fue el candidato de los chacareros, de los consumidores, de los trabajadores informales y de los jóvenes, no de los industriales. Cuya asociación, se recordará, se pronunció expresamente a favor de Sergio Massa en las elecciones del año pasado, a quien recibieron en su sede y rodearon de elogios varias veces durante la campaña electoral. Mientras que le tiraban dardos envenenados al candidato libertario.
Pero aún así, Daniel Funes de Rioja, presidente de la asociación, y el resto del sector debieron sentir el sacudón por la dureza inesperada de las palabras del presidente. Era la primera ocasión en que se encontraban, hasta ahora Milei había optado más bien por ignorarlos. Pero decidió finalmente cumplir con su obligación, fue a la celebración anual del sector, y dio su discurso. Solo que lo usó para retarlos y recordarles todos sus pecados: sostuvo que las políticas industriales aplicadas durante décadas fueron resonantes fracasos y dieron origen a un sector industrial “adicto al Estado”, a los subsidios, las excepciones impositivas y las barreras arancelarias, que convirtieron a la industria en una “carga para el resto de la economía”, en especial para el campo, al que se “robó para sostenerla” (a la industria), y también para los consumidores, porque “se encarecieron sus productos, reduciendo la capacidad de ahorro e inversión de los argentinos”. Como si hacía falta algo más, Milei atribuyó a estas distorsiones el origen de la inflación y la creación de un entorno económico en que “nadie puede prosperar”.
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Le faltó usar la palabra mágica, pero estaba implícita en todo lo anterior: los industriales también son “casta”, un sector de privilegio, que condenó, en acuerdo con los políticos populistas, los sindicalistas y todo el resto de los responsables de nuestra decadencia, a los demás argentinos al atraso, para obtener beneficios que no se corresponden con su competitividad, su disposición a innovar y correr riesgos, ni a ningún otro esfuerzo, mérito o actividad legítima “de mercado”.
Una discusión ideológica
El contexto de esta diatriba presidencial, aclaremos, es que la UIA no solo fue massista hasta el final de la pasada administración, sino que, por lo que ha venido diciendo en los últimos meses, se puede inferir que lo sigue siendo: es uno de los actores corporativos más críticos hacia las políticas oficiales, cada vez que puede, destaca los problemas de caída de actividad, desaliento a la inversión y pérdida de empleo y ventas, por encima de los resultados “positivos” del programa económico en curso. Además, esta posición tiende a endurecerse con cada avance oficial: el programa de desregulación que impulsa Federico Sturzenegger no ha recibido ninguna muestra de apoyo de su parte, y al contrario, en lo que respecta a la apertura comercial que los libertarios han puesto en agenda, los industriales han planteado objeciones de todo tipo.
Fueron justamente estas objeciones las que Funes de Rioja quiso explicar en la respuesta que formuló al discurso explosivo del presidente: entrevistado por radio Mitre, el jefe de la UIA consideró que su sector no era “victimario” de nadie, sino otra víctima del sistema, porque este supuestamente descarga también sus costos en las espaldas de los empresarios industriales a través de impuestos desmedidos que, según sus cálculos, representan entre el 40 y el 50% de los precios de venta. A lo que agregó que esa condición de víctima se va a agravar, en vez de reparar, si la actual administración abre la economía sin antes “corregir las distorsiones imperantes”. Entre las que no solo incluyó la carga impositiva excesiva sino, de forma más elíptica, un supuesto retraso cambiario que les estaría impidiendo exportar y competir con las importaciones. Lo que alude a uno de los reclamos más recurrentes de la central industrial, en todos los tiempos y bajo todos los gobiernos: que la devaluación de la moneda es necesaria para volverlos mágicamente competitivos, cuando no alcanza todo el resto de la ayuda que reciben (los subsidios, las excepciones impositivas, las barreras arancelarias, los créditos a tasa regalada, etc, etc). Y que irrita especialmente a Milei en estos momentos, porque él está basando toda su estrategia de estabilización en no tener que devaluar nuevamente, o hacerlo muy moderada y gradualmente, y lo más tarde posible.
Fue también curioso escuchar cómo Funes de Rioja hacía malabares para acomodar el golpe que significaron las palabras presidenciales, y asumir algo de la responsabilidad que se le atribuía al sector, pero la mínima posible: explicó entonces que si bien “ha habido negociados y sobreprotecciones en algunos casos”, “no son los que pretendemos para la industria (porque) no le tenemos miedo a que se abra la economía”. Decenas y decenas de regímenes especiales para sectores industriales fijando reducciones de impuestos, barreras comerciales prohibitivas, tarifas y créditos subsidiados a costa del erario público y otro sin número de beneficios, y que han perdurado en el tiempo, en algunos casos, desde los años cuarenta del siglo pasado, difícilmente corresponda describirlos como “algunos casos de sobreprotección” o “negociados”. Más todavía cuando otros sectores de actividad y grupos menos influyentes de la sociedad no recibieron ninguno de esos alicientes, sino que fueron sistemáticamente perjudicados por las políticas públicas, y sí tienen más derecho a considerarse, por lo tanto, sus “víctimas”.
Cruce de reproches
Pero lo más interesante de este cruce de reproches y reclamos tal vez no sea eso, sino la recurrencia y la esterilidad: que él no tiene nada de novedoso, y que casi siempre termina en que todas las partes se lavan las manos, nadie asume su cuota de responsabilidad.
El asunto se ha discutido ya infinidad de veces. La última, durante el gobierno de Macri. Porque también él enfrentó, pese a lo moderado y gradualista del ajuste que aplicó, fuertes críticas de los sectores industriales, en particular de la UIA. Sobre todo por la suba de tarifas, los recortes en los subsidios, la suba de las tasas de interés y otras decisiones que efectivamente redujeron o cortaron alicientes e incentivos de todo tipo que beneficiaban a la actividad. Fue entonces que el primer ministro de Producción de esa gestión, Francisco Cabrera, cansado de tantos reproches, en particular por una supuesta “ola de importaciones” que en verdad no existía, pero con la que la UIA machacaba cada vez que podía, estalló y los acusó de “llorones”. En la terminología de Milei, “adictos al Estado”. Poco después, Cabrera fue despedido de su cargo y reemplazado por Dante Sica, que inauguró su ejercicio destacando el papel de los empresarios industriales, a los que consideró “héroes” por sobrevivir en un país particularmente hostil para casi cualquier actividad económica.
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Pero ¿era cierto que todas las actividades empresarias estaban entonces, o estuvieron antes y después, igualmente afectadas por el entorno creado por las políticas públicas y las regulaciones del Estado? ¿Tenía razón Sica o había tenido razón antes Cabrera? Nadie se ocupó en aquel gobierno de aclararlo, y la cosa quedó ahí. Donde podría haberse generado un debate útil sobre privilegios, incentivos necesarios, regulaciones que tal vez se justifican transitoriamente, pero que si se prolongan demasiado se vuelven perjuicios para sectores más amplios de la sociedad y beneficios injustificados para pequeños grupos, no hubo nada de eso. Solo algunos reproches, luego acallados por el manto general del victimismo: todos somos argentinos, y este país tan duro y hostil que compartimos nos ha jorobado en algún momento a quien más y a quien menos, seamos empresarios millonarios o ciudadanos de a pie con una mano atrás y otra adelante. Una banalización tonta de cómo realmente funciona nuestra economía. En la que una vez más la querida industria que supimos conseguir se refugia para no hacerse cargo de nada.