La historia argentina solo registraba, hasta entrado el año 1974, la muerte de dos presidentes en el cargo: Manuel Quintana en 1906 y Roque Sáenz Peña en 1914. El caso de Roberto Marcelino Ortiz en 1942 es diferente ya que su renuncia fue aceptada luego de una larga licencia de dos años por enfermedad veinte días antes de su deceso en 1942.
Pero la gravedad del estado del presidente Juan Domingo Perón a fines de junio del ‘74 hacía presumir un desenlace fatal en poco tiempo. No deja de ser paradojal que el último acto administrativo del líder anciano fue la destitución como embajador en México de Héctor José Cámpora, el presidente que lo decepcionó, al que ni siquiera se le dieron las gracias por los servicios prestados, un detalle generalmente formal que fue omitido.
La muerte de Perón en la residencia de Olivos
Si se me perdona la autorreferencia, ese lunes 1° de julio de 1974 al mediodía salí de mi casa rumbo a la escuela pública donde cursé toda la primaria sintiendo a mi alrededor el tenso ambiente que se respiraba. Al llegar, la directora de la Escuela “Granaderos de San Martín”, la gran maestra Lita Alecio, nos recibió y nos comunicó que teníamos que volver a casa porque había muerto el Presidente. Yo cursaba entonces 4° grado. Al regresar recuerdo con nitidez que en la radio sonaba música “sacra” y se conocía la noticia del asueto nacional declarado por la muerte de Perón.
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Los hechos fueron así: a las 13:15 del primer día de la segunda mitad del año, fallecía el teniente general Juan Domingo Perón, el único presidente argentino que fue elegido para la primera magistratura en tres ocasiones, las cuales terminaron de diferente manera: culminó su primer mandato, lo derrocaron en el segundo y la muerte dejó trunco el tercero. Las últimas palabras de Perón fueron: “Me voy, me voy”, registradas por su histórica colaboradora doméstica, Rosario. Fueron inútiles las maniobras de resucitación que se llevaron a cabo durante mucho más tiempo que el razonable, pero el dramatismo del momento impedía mantener cierta racionalidad. Quien puso la nota discordante fue el ministro de Bienestar Social, José López Rega, al tomar de los tobillos al cadáver e invocar al fallecido al grito de “Faraón, Faraón”, tarea de la que fue quitado bruscamente por uno de los médicos de cabecera allí presentes.
La nueva presidente de la República dirigió un mensaje al país que comenzó diciendo: “Con gran dolor, debo transmitir al pueblo el fallecimiento de un verdadero apóstol de la paz y la no violencia”. En ese momento fue evidente el respaldo de todo el gabinete del presidente muerto, que seguiría completo durante varios meses más, y de toda la dirigencia política.
Se anunció que el funeral tendría lugar en el Salón Azul del Congreso Nacional y se respetó la voluntad del extinto de no practicarse en el cadáver ninguna técnica de embalsamamiento. Perón había sido testigo de las consecuencias tenebrosas que significó la conservación intacta del cuerpo de su segunda esposa: Evita.
El multitudinario funeral
Luego del shock provocado por la muerte de Perón, comenzó a actuar el mecanismo establecido para los funerales del presidente. El cuerpo fue vestido con uniforme de teniente general, y luego de ser colocado en el cofre presidencial (así se llama a los ataúdes de los primeros mandatarios), fue llevado a la capilla de la residencia de Olivos y se le rindió una guardia de honor. Durante la mañana del 2 de julio fue trasladado en una carroza fúnebre a la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, celebrándose allí una misa de cuerpo presente terminada la cual el cortejo partió hacia el Congreso Nacional.
Se abrieron las puertas del Palacio Legislativo para que la multitud, que ya llevaba ordenada una fila de miles de metros, pudiera rendir el postrer homenaje al líder difunto. Se calcula que en las 48 horas que duró el velatorio accedieron al mismo unas ciento veinte mil personas. La extensión en el tiempo del velatorio obligó a quienes estaban a cargo de la ceremonia funeraria a inyectar en el cuerpo del presidente sustancias para impedir los olores propios del paso del tiempo, lo que contribuyó inesperadamente a que el cuerpo se conservara durante una década y media, permitiendo su profanación años después.
Finalizado el desfile popular, se realizó la ceremonia formal de clausura del funeral en la que representantes de los distintos sectores expresaron en palabras las impresiones del momento. Así, hablaron en nombre de los gobernadores de provincias el riojano Carlos Menem, de los cultos religiosos el cardenal Antonio Caggiano, aunque el momento de mayor emoción fue el memorable discurso del presidente de la Unión Cívica Radical Ricardo Balbín que pasó a la historia cuando dijo: “Este viejo adversario hoy despide a un amigo”. Parecía iniciarse un tiempo de colaboración para que la nueva presidente pudiera encarar el futuro con apoyos de todos los estamentos de la sociedad. Lamentablemente la historia demostraría lo contrario.
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El cortejo fúnebre hacia la residencia de Olivos, donde se acondicionó una capilla para la sepultura del presidente muerto, se realizó en una cureña militar y queda el recuerdo de Roberto Vassie, un soldado que lloró desconsoladamente al paso del féretro de Perón. El ataúd permanecería en la quinta hasta agosto de 1976, cuando fue entregado a los familiares directos de Perón y fueron trasladados al panteón familiar del cementerio de la Chacarita, donde reposó varias décadas con sus padres y su hermano. El peregrinar de los restos de Perón merece sin duda un relato preciso y extenso.
Los primeros pasos de Isabel
El viernes 5 de julio de 1974 llegó por primera vez como presidente de los argentinos María Estela Martínez de Perón a la Casa Rosada. Entró al despacho que su esposo había ocupado bastante poco en su tercer período como primer mandatario. Perón había despachado muchos asuntos de gobierno desde la residencia en la que pasó a la inmortalidad. Pocos dudaban sobre la falta de preparación de la nueva ocupante del palacio frente a los desafíos que iba a enfrentar. Pero los testimonios de algunos colaboradores directos de Isabelita ponen luz sobre cierto sentido de la responsabilidad que mostró durante sus veintiún meses a cargo del Poder Ejecutivo Nacional.
Apenas sentada en el simbólico sillón de Rivadavia, la presidente llamó al jefe de la Casa Militar, responsable de la seguridad de la Casa de Gobierno, y a sus edecanes. En una charla que tuvo quien esto escribe con el marino que oficiaba entonces como edecán (ayudante de campo) de la novel presidente, González recordaba que las primeras palabras que escuchó de su boca fueron: “Saben ustedes que no estoy a la altura del cargo que ocupo, pero este cargo significa la representación del país. Por lo tanto, cada vez que me equivoque les ordeno me lo hagan saber… No soy yo, quedaría mal el país”. Al menos esta frase marca un sentido de la realidad bastante claro sobre su responsabilidad y su capacidad. Es lamentable que luego de casi cincuenta años de haber sido derrocada por el golpe de estado de 1976, la expresidente no haya confirmado o desmentido muchas de las cosas que se le adjudican.
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El secretario legal y técnico de la Presidencia de la Nación Julio Carlos González, durante una entrevista que concedió en su casa del barrio porteño de Flores, afirmó el gran sentido de la responsabilidad administrativa de Martínez de Perón, que llegaba muy temprano a la Casa Rosada para firmar el despacho diario; y en ocasión de una internación en el sanatorio de la Pequeña Compañía de María, en el barrio de Palermo, a pesar de su enfermedad citaba a su secretario todas las mañanas temprano para cumplir el mismo cometido. Nada de esto cambia la valoración histórica de su convulsionado gobierno, pero sin duda presenta una faceta de quien logró aquello que Evita no pudo: ser la vicepresidente de su marido y llegar como la primera mujer que alcanzó una jefatura de estado por vías democráticas en la historia del mundo.
Las acciones de la guerrilla y la violencia incesante
La violencia de las organizaciones guerrilleras de izquierda no dio tregua a Isabelita y su gobierno. La respuesta paraestatal por parte de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) tampoco. Un corto listado de las acciones del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) y de Montoneros habla de la intención inmediata de desestabilizar el sistema político para tomar el poder y cambiar el régimen político de la Argentina. La AAA no fue menos violenta.
El ERP tomó la fábrica de productos electrónicos Norwinco el 26 de julio, día en el que en una ruta tucumana robaron un camión que transportaba azúcar a través de la Compañía de Monte “Ramón Rosa Jiménez”, cuyo objetivo militar era tomar posesión de una porción del territorio del “Jardín de la República” para solicitar el reconocimiento de una zona liberada por parte de las Naciones Unidas. El 11 de agosto el ERP atacó la Fábrica Militar de Villa María y secuestró al segundo jefe, el coronel (PM) Argentino del Valle Larrabure, quien permaneció secuestrado más de un año hasta su asesinato. Ese mismo día se produjo el ataque a la guarnición militar de Catamarca. El 20 de septiembre un operativo militar de gran dimensión intentó la toma del poblado tucumano de Santa Lucía, ejecutando a dos policías. El 22 de octubre hieren en una emboscada al empresario Juan Roberto Bargut, y en esos días el ERP hace pública una proclama que informa la constitución de la Junta de Coordinación Revolucionaria junto al Movimiento Tupamaro del Uruguay, el Ejército de Liberación Nacional de Bolivia y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile. Todo esto muestra una enorme capacidad operativa del ERP que a veces se soslaya en el relato histórico.
Montoneros también dejó sin tregua al gobierno de su partido, que comenzaba a ser hegemonizado por la derecha conducida por el ministro de Bienestar Social José López Rega y el sindicalismo ortodoxo encabezado por el líder metalúrgico Lorenzo Miguel. El 15 de julio de 1974 asesinan al dirigente radical Arturo Mor Roig, que había sido ministro del Interior del general Lanusse, y quien fuera el organizador de las elecciones que llevaron a Héctor José Cámpora al gobierno en 1973. El 17 de ese mes, durante un operativo policial que buscaba el lugar de secuestro de David Kraiselburd, director del diario El Día de La Plata, el empresario gráfico fue asesinado por sus captores. La conducción política de Montoneros encabezada por Mario Firmenich tomó una dura decisión el 7 de septiembre cuando decidieron regresar a la clandestinidad para derrotar al régimen liberal de gobierno y tomar el poder, clandestinidad que habían dejado de lado el 25 de mayo de 1973. Más adelante iban a decidir la creación del Ejército Montonero, que intentó una alianza operativa con el ERP que no dio los frutos esperados.
La Triple A iba a desatar una ordalía de sangre que comenzó el 31 de julio con el asesinato del diputado peronista de izquierda Rodolfo Ortega Peña. Los muertos se arrojaban de un bando al otro y la Argentina se fue sumergiendo en un clima violento como nunca visto desde los tiempos de las guerras civiles entre federales y unitarios en el siglo XIX. 1975 iba a ser el año en el que se tomarían decisiones brutales que implicaron al Estado, a la guerrilla y a la represión estatal. Es otra historia que abordaremos prontamente