Entró en el aula, vacilante, la vista baja, con una ametralladora que parecía pesarle toneladas. No dijo palabra. El joven sargento del ejército boliviano Mario Terán Salazar temblaba. Quien tenía enfrente y lo miraba con fijeza mientras se sostenía en una pierna sabía lo que le esperaba. Al mediodía se lo había comunicado Félix Rodríguez, agente de la CIA, que trabajaba para el general Barrientos, presidente de Bolivia. El dictador había dado la orden en código: “Saluden a papá”.
La voz tronó en el aula despoblada: “¡Serénese! Usted ha venido a matar a un hombre. ¡Tire!” Años después Terán le contaría a “París Match” que en ese momento sintió un mareo y pensó que su agigantado contrincante podía llegar a arrebatarle el arma. Entonces disparó. Primero una ráfaga que le destrozó la piernas y el vientre y lo dejó tendido en el piso, merced a convulsiones, en medio de un charco de sangre. Después otra, al pecho, que terminó con su vida. Eran las 13.10 del 9 de octubre de 1967 en el pequeño caserío de La Higuera. A los pies de Terán yacía el cuerpo del doctor Ernesto Guevara Lynch de la Serna, comandante guerrillero, de 39 años.
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El lugar común indica que se debería escribir: “Entonces murió Guevara y nacía el mito de el Che”. Sólo que no es cierto. El Che ya era una figura mítica para la nutrida izquierda latinoamericana y en especial la argentina, gran parte embelesada por la Revolución Cubana y la vía violenta de acceso al poder.
Lo que sí nacía, además de multiplicarse el mito, era el ícono, a lo cual contribuyó el increíble gobierno de Barrientos que exhibió durante un día y medio el cadáver el Che con los ojos abiertos para que fuera registrado por la prensa. Es que el mito ya cundía de una forma tan clara que era les era necesario la prueba carnal de que era de él ese cadáver. La triste figura, plena de belleza, nos muestra un Cristo flaco y macilento, con algunas huellas aún de la violencia sufrida en el pecho, rebosante de patetismo. No resulta raro entonces que en Bolivia, especialmente en La Higuera y la vecina Vallegrande, hoy se lo venere como “San Ernesto de La Higuera”, cosa que hubiera indignado y ofendido al devoto militante marxista leninista, practicante del materialismo histórico, que fue Guevara.
La imagen del Che terminó imponiéndose sobre la historia, el ideario y la acción misma de Guevara. “Volveré y seré remera” es la consigna irónica que, parafraseando unas palabras de Eva Perón, utilizarán no pocos publicistas para referirse a esa imagen poderosa que recorrió el mundo globalizado en indumentaria y que la usaron y usan aún quienes no tienen idea quién fue Ernesto Guevara.
La foto emblemática corresponde al fotógrafo cubano Alberto Korda, quien se la tomó en 1960, en La Habana, durante un desfile funerario en honor a las víctimas de un presunto atentado. Ese rostro de ojos brillantes, barba, bigotes y pelo descuidados, coronado por una boina con una estrella de cinco puntas en su centro no tardó en convertirse, convertida en afiche, en remera, en la imagen del revolucionario puro, sin mácula, radiante, que mira desafiando al futuro, con toda la firmeza que puede dar una esperanza certera. Un héroe romántico, todo lo que no aspiraba a ser Guevara.
En su ya clásico ensayo “El mito del nacimiento del héroe”, Otto Rank, discípulo de Sigmund Freud, enumera algunas de las características del prototipo: haber nacido en un hogar noble, morir joven y hacerlo como sacrificio hacia su comunidad. Aquiles y Alejandro Magno, entre tantos, responden a esos rasgos. Si bien en la Argentina no hay nobleza de sangre, hay familias tradicionales que suelen ser las más antiguas y las más ricas. El Che pertenecía a una de ellas. Y también murió joven, sacrificándose por la comunidad de los desposeídos.
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Para abundar en heroísmo, el sacerdote Hernán Benítez, insospechado de albergar siquiera una décima de marxismo en sangre, confesor de Eva Perón, dijo en su postrer elogio: “Pasar la vida en la jungla, hambreado, desnudo, con la cabeza a precio, enfrentado al poderío bélico del imperialismo, y, para colmo, enfermo de asma exponiéndose a morir de ahogo, si no lo segaban las balas, él, que hubiera podido vivir regaladamente, con plata, juegos, amigos, mujeres y vicios en cualquiera de las grandes ciudades pecadoras; esto es heroísmo, heroísmo de ley, por arrevesadas que pudiera tener sus ideas. No reconocerlo, ya no sería reaccionarismo, sino estupidez.”
Benítez se refería al origen tradicional sino directamente oligárquico de la familia de Guevara. Aristócratas venidos a menos, sobre todo en fortuna, podríamos decir en un país donde no hay nobleza ni aristocracia, pero sí apellidos. Apellidos que al joven muy joven “Chancho”, como le decían y firmaba sus notas periodísticas deportivas, le permitieron jugar al rugby en el San Isidro Club, breve y sin gloria. Es decir, que por los contactos de su familia, perfectamente podría haber aspirado Guevara a seguir el destino acomodado que le auguraba Benítez. Pero no. Desde muy, muy joven se decidió por el viaje, por la aventura.
Criado en Alta Gracia, Córdoba, adonde su familia tuvo que trasladarse debido al asma que padeció el Che toda su vida, tuvo una infancia limitada por esa terca enfermedad ala que nunca le halló cura. Por eso comenzó su primaria recién a los 8 años y por eso tuvo que interrumpir en numerosas ocasiones la práctica de los deportes, que le apasionaba. Eso también seguramente lo condicionó para despertar en él una pasión de por vida: la lectura, desde Julio Verne hasta Freud, Sartre, Camus y Kafka.
Lo que desarrolló ya adolescente fue un mal carácter rebelde, dado a la provocación y a la pelea, a veces también física, o cual no le impedía saber mostrarse encantador con su célebre sonrisa seductora.
Debido al quebranto económico de una empresa que poseía en Misiones, en 1947 la familia se traslada a Buenos Aires y se inserta en el círculo de clase alta a la que pertenecía. Todos los integrantes, menos Ernesto, que se burlaba de las modas y principios de esa clase y que con su desaliño desafiaba al círculo de amistades de sus padres. De igual forma, no comparte el antiperonismo cerril de sus padres. Si bien jamás fue peronista ni le simpatizaba el modelo, tampoco se mostraba como un enemigo declarado del régimen imperante.
En 1948 empieza a estudiar medicina, mientras trabajaba en una clínica especializada en alergias. En 1953 se gradúa. Desde 1950 se dedica a una de sus pasiones: los viajes. Viaja casi sin recursos, en una bicicleta con motor, por gran parte de la Argentina: 4.500 kilómetros, nueve provincias. En 1952, con su gran amigo Alberto Granado hace su primer viaje en moto por América: Chile, Perú, Colombia y Venezuela.
En 1953 realiza el segundo, con distintos tipos de vehículos, que, previo paso por Bolivia y Venezuela, lo deposita en la Guatemala en la que un golpe militar derribará al presidente Arbenz. Allí se inscribe en las milicias juveniles comunistas para resistir el golpe y debe terminar refugiado en la Embajada Argentina.
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Los viajes por Latinoamérica le depararon a Guevara un contacto directo con las carencias de nuestras sociedades. El no viajaba como un turista: por el contario, visitaba hospitales, leprosarios, campos de cultivos, fábricas. Para entonces ya era un convencido antiimperialista. Estados Unidos se había convertido en su enemigo personal.
Un México rebosante de refugiados de todo el mundo lo recibe en 1954 y allí toma contacto con cubanos partidarios del apresado Fidel Castro. Liberado junto a su hermano, en junio de 1955 Raúl Castro –mucho más radicalizado que Fidel- entabla de inmediato una amistad perdurable con Guevara. Un mes después arriba Fidel, que enseguida lo invita a unirse al Movimiento 26 de Julio, que tiene el propósito de derrocar al dictador cubano Batista. Meses después iniciaban un duro entrenamiento militar en el que Guevara sobresalió a pesar de su asma.
Luego de un corto pero doloroso paso detenido por la policía mexicana, el pequeño grupo -82 hombres- se larga a Cuba en un yate, el “Granma¨. El único argentino embarcado allí ya era un decidido militante comunista, férreo defensor de la lucha armada.
No es lugar éste para contar la brillante carrera que quien entonces ya era el “Che” desplegó en la Revolución Cubana. Baste decir que –conchabado como médico- llegó a ser uno de los más destacados, aunque siempre implacable, comandante, jefe de columna, conquistador de pueblos y ciudades.
Luego de la victoria vendrá la paz frágil y la administración, algo que no seducía del todo al Che. Sería designado Ministro de Industria en un país urgido por industrializarse pero dependiente por completo de una potencia, Rusia, que no compartía las mismas ambiciones.
Entonces comienzan, apenas esbozados pero firmes, los roces con Fidel, en el marco, claro, de una inquebrantable amistad. No tarda el Che en renunciar a su ministerio. Lo nombran director del Banco Nacional de Cuba. Y en realidad entonces se dedica a estrechar lazos con casi todos los países comunistas, en una gira de dos meses, y luego a hablar en foros internacionales y visitar a gobernantes latinoamericanos –a Frondizi el encuentro le costará su cargo de presidente-. Es decir, una suerte de embajador itinerante.
Pero nada de esto era para el Che. Por lo que le termina proponiendo a Fidel que lo ayude a exportar la Revolución, siguiendo los principios del internacionalismo proletario. Para entonces el argentino había desarrollado una teoría que terminaría ensangrentando las tierras de Latinoamérica, con la consigna de crear “dos, tres, muchos Vietnam”: la teoría de foco guerrillero. Se trata de una variante de la teoría anarquista de la propaganda por la acción y parte de la idea del contagio: una vez que un desposeído note cómo un revolucionario asesina a uno o varios represores o sus cómplices, toma el ejemplo y lo hace propio. Guevara escribirá: “En cualquier lugar en que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado a un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con el tableteo de las ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.” Eso es lo que no ocurrió. Y el Che lo sentiría en carne propia.
Vladimir Ilich Lenin, jefe de los bolcheviques rusos, sostenía que para que la revolución fuera posible era necesaria la reunión de condiciones objetivas para que se desarrollara de condiciones objetivas (políticas, económicas y sociales) con una organización revolucionaria debidamente consolidada (condición subjetiva). El ideario del Che obvia groseramente la primera parte y sobredimensiona la segunda, por lo que la aplicación de la teoría del foco ha cosechado a lo largo de la historia muy escasas victorias y numerosísimas derrotas.
Y así es como Ernesto Guevara envía a su Comandante Segundo (el periodista Jorge Masetti) y a su grupo, del cual también formaban parte cubanos, a Salta en 1963. En menos de un año el grupo había sido desmembrado y derrotado y Masetti desapareció para siempre. Entonces, el Che dirige su mirada hacia Africa, hacia el Congo. Allí recala con 120 militares cubanos para ayudar la una guerrilla apoyada por Tanzania. El Congo, un país con fronteras con nueve naciones africanas, parecía el sitio ideal para instalar el ya famoso “foco”. La experiencia resultó calamitosa. Guevara introdujo su diario africano con la frase: “Esta es la historia de un fracaso”.
Después de meditar y trabajar arduamente de incógnito en la embajada de Cuba en Praga, el Che se decide por Bolivia, país central de Sudamérica, limítrofe con cinco estados. Viaja finalmente a Cuba a mediados de 1966, se reúne con Fidel, que aprueba el plan y le da hombres, financiación y los pertrechos posibles. Antes de ir a Bolivia, el Che viaja a Madrid, se entrevista con Perón y le pide ayuda peronista para su guerrilla. Perón le promete que no se opondrá a que militantes de su movimiento se unan a su misión, pero sólo le promete apoyo una vez que la guerrilla llegue a la Argentina, como era el plan. Perón apuesta a ganador.
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El 7 de noviembre de 1966, cuando el Che inicia su famoso diario, él y su grupo ya están instalados a la vera del río Ñancaguazú, en una zona montañosa y selvática de Bolivia. Son 47 guerrilleros. Una sola es mujer: Tania. Entre ellos hay 26 bolivianos y 16 cubanos. Se trata del Ejército de Liberación de Bolivia. Los primeros meses fueron dedicados a la adaptación al terreno y a establecer una logística para el grupo. La ayuda del Partido Comunista Bolviano es retaceada o nula. Y las duras condiciones de las marchas en la selva hacen que en marzo dos hombres deserten. No tardan en ser detenidos. Y el Ejército Boliviano se apura en pedir ayuda a los Estados Unidos y a la Argentina, Chile, Brasil, Chile, Perú y Paraguay.
Ese mismo mes de marzo, se produce el primer choque: la guerrilla toma un puesto militar y mueren 7 soldados. Pero el Che se va dando cuenta, a pesar de su optimismo jamás vencido ni por un ataque grave de asma, que lo están cercando. Y toma una decisión fatal: divide al grupo en dos, poniendo al comandante Joaquín al mando del segundo. Los dos contingentes jamás volverán a reunirse.
Lo que sigue es una larga agonía no vivida así por el Che, que mantiene en su diario intactas sus esperanzas en la victoria. Este optimismo no merma aún cuando en diversos choques va perdiendo milicianos.
El 31 de agosto, al vadear un río, los guerrilleros son emboscados y mueren 17. A fines de septiembre llegan a la Higuera, pero al salir del pueblo nuevamente caen en una trampa y tres combatientes son abatidos. Los pocos que quedan escalan para salvarse. El 7 de octubre, el Che escribe su última e increíble anotación en su diario: “Se cumplieron 11 meses de nuestra inauguración guerrillera sin complicaciones, bucólicamente¨. Bucólicamente: a los dos días estaría muerto.