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    La Argentina, un país sin acuerdo sobre reglas básicas

    El caso de Jujuy encendió las alarmas. ¿Quién será el garante del orden legal en el país? ¿Con qué medios? Los argentinos nos debatimos entre el amor por los derechos y el desdén por los deberes.

    Vicente Palermo
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    Vicente Palermo

    02 de julio 2023, 05:51hs
    Una imagen de las violentas protestas en Jujuy contra la reforma de la constitución provincial. (Foto REUTERS/Charly Soto)
    Una imagen de las violentas protestas en Jujuy contra la reforma de la constitución provincial. (Foto REUTERS/Charly Soto)

    El gobierno de la ley puede, y debe, ser una orientación general y permanente de los poderes públicos y de los ciudadanos. Pero, si lo transformamos en un recitado para justificar reacciones ante hipotéticas transgresiones (o consecuencias no buscadas de esas hipotéticas transgresiones), el propio concepto se erosiona desde su base. Y se hace más difícil su cumplimiento.

    Es muy posible que, en el caso jujeño, se haya producido una situación terrible, en la cual todas las partes hayan arrojado las responsabilidades sobre los otros y se hayan negado a ver las propias. Pero, para empezar, esto no sucede en una burbuja. Sucede en la Argentina, un país que ha naturalizado varios rasgos negativos.

    Leé también: La decadencia argentina y la incompetencia política

    Los rasgos negativos de la Argentina

    Uno de ellos es la ilusión de que lo que como gobernante dispongo discrecionalmente, mientras sea en un marco legal, ha de ser acatado. Esto también erosiona la vida política, en este caso la capacidad decisoria legítima. O la ilusión de que mediante actos de fuerza (no necesariamente violentos) podemos imponer cambios en las reglas de juego o en las disposiciones del poder público.

    Archivo: el reclamo por las pasteras en Fray Bentos (Foto: Archivo Reuters)
    Archivo: el reclamo por las pasteras en Fray Bentos (Foto: Archivo Reuters)

    Otro rasgo se relaciona al carácter de la protesta popular. No existe ningún consenso al respecto. Para algunos, los gobiernos y una parte de la opinión pública criminalizan la protesta. Cualquier intento de contención de algunos modos de protesta son así considerados violatorios de los derechos humanos (creo que esto es absurdo; sin embargo, estuvimos años admitiendo que el vecinalismo bloqueara hasta un puente internacional en el río Uruguay y, aunque ahora, muy tarde, criticar eso es pan comido, en ese entonces eran muy pero muy pocos los que abrían la boca).

    Del lado opuesto, esos modos de protesta son considerados en efecto ilegales e inadmisibles, y como tales deben ser reprimidos y sanseacabó. La complicación es descomunal. Porque no estamos discutiendo en el aire, en la universidad del mundo, estamos discutiendo aquí y ahora, en la Argentina de hoy. En la Argentina con sus tradiciones, sus usos, sus costumbres, su amor por los derechos y su desdén por los deberes, y en la que, por ejemplo, se han establecido también novedades que tienen una lectura social que no se puede eludir.

    El ejemplo más doloroso es el del movimiento piquetero (o la miríada de movimientos; desde luego, estos agrupamientos gozan de cierta autonomía, no son meras marionetas en manos de políticos; pero esto no simplifica las cosas, al contrario, expande el potencial de conflictividad).

    La Argentina, sin acuerdo sobre reglas básicas

    No hay, en suma, un área de acuerdo en reglas básicas, unos instrumentos de mediación reconocidos, para negociar la protesta, y es muy difícil establecerlos. Pero lo que aquí me preocupa más, no son los errores políticos (de políticos y activistas de todo tipo), como los que parecen haber cometido Morales y los constituyentes (inclusive peronistas) en Jujuy, aprobando un artículo casi seguramente anticonstitucional para limitar protestas o dos artículos dudosamente apropiados que involucran la cuestión indígena, ofreciendo así un desencadenante a la protesta (aun cuando se dispuso luego la retirada de esos artículos).

    Tampoco me preocupan las protestas en sí mismas; y no puedo concebir que las protestas en sí sean consideradas ilegales. Para mí, si tienen un objetivo este debe ser alcanzar a la opinión pública como protestas, no transformándose en golpes de fuerza. Habrá, naturalmente, siempre áreas borrosas, pero la diferencia esencial debería ser esa. Si es un golpe de fuerza, no es ni siquiera un choque de derechos, sino que los protagonistas se asignan el derecho a afectar derechos (si soy medio sordo, y mi vecino tiene el sueño liviano, nuestros derechos podrían chocar en torno a mantener o no la radio encendida, pero si enciendo la radio para interrumpir el sueño de mi vecino, me estoy considerando en el derecho de afectar sus derechos.

    Pero el problema central es la manipulación, el uso de los otros. Si me considero en el derecho de afectar derechos, creo lícito inducir a aquellos cuyos derechos estoy afectando, a que su inconformidad impulse a los poderes públicos a atender mi protesta. Esto está muy lejos del choque de derechos y demasiado próximo del menos admisible derecho a afectar derechos (si bloqueo un puente internacional, no estoy protestando, estoy afectando derechos para que los afectados atiendan mi deseo).

    En profundidad, el derecho a afectar derechos instrumentaliza seres humanos, los emplea como caja de resonancia de una demanda o una voluntad que consideramos justa. Esa asignación cruza el límite de lo legal. Por supuesto, esto no significa que tengan que ser necesariamente reprimidos y mucho menos ilegalmente, y tampoco necesariamente penados (como propone la reforma en Jujuy).

    Como dije, deberíamos reconocer que el problema es muy complicado y que es muy difícil alcanzar un equilibrio estable. Pero lamentablemente ahora viene lo peor. Lo peor corre por parte de los actores que, maliciosa o ingenuamente, entran en este juego con propósitos destructivos. Están mucho menos en la plaza o la calle que arquitectando manipulaciones de los sectores movidos por carencias, indignaciones, anhelos. Aclaro ya mismo mi lugar de enunciación: soy un ciudadano sin compromisos políticos que escribe desde su casa, sobre lo que ve, lee, oye o le parece (a buen entendedor pocas palabras). Iré al grano.

    El primer eslabón de una cadena de advertencias

    No hace muchas semanas, el ministro de Seguridad Aníbal Fernández nos puso sobreaviso a todos: si gana las elecciones la oposición las calles van a estar regadas de sangre y de muertos. Porque lo que propone saldría únicamente por represión. Estas asombrosas declaraciones fueron un primer eslabón de una ya larga cadena de advertencias que tienen por nota distintiva un estruendoso doble sentido. Las mismas se fueron multiplicando hasta que días atrás, en el peor momento de los disturbios jujeños, fue Eduardo Valdés el que se dispuso a hablar claro. Claro, pero sin despojar a sus palabras de la ambigüedad necesaria. Si la oposición toma el gobierno –dijo– habrá convulsión social como hoy existe en Jujuy. Sostuvo asimismo que los episodios de violencia expresan el país que viene. A mi juicio, lo más revelador es la explicación que Valdés proporciona: Nosotros, una de las cosas que garantizamos, con todas nuestras virtudes y con todos los defectos, es la paz social… los sectores más organizados de la sociedad argentina peticionan, pero no convulsionan como está pasando en este momento en Jujuy.

    Creo que estas palabras arrojan una luz adecuada sobre los sucesos recientes. Sería ingenuo negarse a ver que quienes protestaron fueron los principales manipulados o personas cuyos propósitos nada tenían que ver con objeciones a la reforma de la Constitución Provincial. En otras palabras, se activó una masa de maniobra con el propósito de desestabilizar al gobierno jujeño.

    Las palabras del ministro Fernández o de Valdés procuran tornar verosímil la idea de que los gobiernos de la actual oposición son por naturaleza represores. Esa es la primera tela de la cebolla; la segunda, más ominosa aún, es que solamente el actual oficialismo garantiza la paz social. Y no le falta razón: es el actual oficialismo quien tiene la disposición y los instrumentos organizativos y materiales para producir este tipo de conmociones, y los seguirá teniendo cuando deje el gobierno, de modo que, a ver si lo entendemos todos de una buena vez, la llave de la paz social está –es lo que pretende esta versión– en sus manos. Ese es el sentido básico de lo expresado por Valdés: nosotros garantizamos la paz social… porque solamente nosotros podemos quebrarla. Podremos dejar el gobierno, pero no dejaremos esa capacidad de amenaza.

    Aníbal Fernández dijo que “las calles van a estar regadas de sangre” si la oposición gana las elecciones (REUTERS/Agustin Marcarian).
    Aníbal Fernández dijo que “las calles van a estar regadas de sangre” si la oposición gana las elecciones (REUTERS/Agustin Marcarian).

    Hay una desproporción sin mesura, por caso, en el triste episodio jujeño. Por un lado, tenemos la protesta contra una reforma constitucional que, independientemente del probable déficit de inteligencia política con la que se había estado tramitando, o de algunos contenidos seriamente objetables (en especial un modo desacertado de regular la protesta urbana), no presentaba defectos formales en su elaboración, y contaba con un respaldo abrumadoramente mayoritario (incluyendo la gran mayoría de los convencionales peronistas). Es obvia la licitud de este tipo de protesta. Pero, por otro lado, tenemos episodios violentos, como el intento de incendiar la legislatura.

    Eso lleva las cosas a un terreno muy difícil de transitar, el de la represión limpia, que a medida en que la situación empeora, pasando de protesta a disturbio, se angosta más y más. No podemos permitirnos renunciar al cumplimiento de valores y mandatos constitucionales, para esa renuncia no hay excusa; pero tampoco podemos ignorar que mantener el equilibro, atenazados por una oposición alevosa y organizaciones que saben utilizar bien, es dificilísimo. Sí, además, proporcionamos disparadores eficientes (como es el caso del artículo 67, que declara la prohibición de cortes de calles y rutas, y asimismo los penaliza), estamos sirviendo en bandeja el plato favorito de quienes se consideran garantías de la paz social.

    Un panorama complejo y sombrío

    Así, el panorama (en hipotético caso de triunfo de la actual oposición) se presenta complejo, si no sombrío. Tendríamos gobiernos de distrito que independientemente de su color político, no son muy proclives a tratar con guante blanco la protesta (y sus adicionales).

    Lamentablemente, el gobierno de Morales no es una excepción. Su intento de limitar el derecho a la protesta llevaba, a través de la reforma constitucional, las cosas demasiado lejos, estableciendo inclusive penas de cárcel.

    Tendríamos una oposición política que, como ya ha declarado, estará animada por un vehemente deseo, que el nuevo oficialismo no finalice su mandato. Y por tanto estará dispuesta a demostrar que el oficialismo es impotente para garantizar la paz social (digamos que aun cuando decida pintar los buzones de verde estará hambreando al pueblo).

    Leé también: El tablero de ajedrez, el teclado digital y el error en los políticos: estrés de urgencia y sesgos cognitivos

    Contará con la influencia sobre organizaciones sociales de todo tipo (aunque con menos recursos que los que cuenta ahora para activarlas) que pueden constituir una inestimable contribución para ello. Por fin, tendríamos un gobierno –cuyo perfil, claro, no está todavía determinado– que tendrá, naturalmente, que manejarse en el tema sobre todo a través de las instancias provinciales de seguridad, pero que carece de pericia y experiencia suficientes para desenvolverse lejos de los extremos de la pasividad y la mano dura.

    Me temo, por último, que ya está constituida una mayoría muy amplia a favor de la mano dura. Definir el enfoque de seguridad del próximo gobierno sosteniéndolo en estas inclinaciones puede ser sumamente peligroso.

    (*) Vicente Palermo es politólogo y ensayista argentino, fundador del Club Político Argentino y ganador del Premio Nacional de Cultura en 2012, en 2019 y del Premio Konex de Platino en 2016.

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