El albertismo es desde hace tiempo una entidad fantasmal. O tal vez nunca fue otra cosa. Pretende asustar con sus gritos de guerra, deja rastros en las calles que no se sabe muy bien cómo llegaron allí, pero si se le reclama que ponga el cuerpo no aparece, porque cuerpo no tiene, y solo muy cada tanto puede mover algún objeto de su lugar, las más de las veces para romperlo.
En eso consistió el acompañamiento que la etérea entidad denominada A23 quiso brindarle al presidente en ocasión de la última inauguración de sesiones legislativas de su mandato, algunos carteles reclamando la reelección, casi nada de gente. Con las mejores intenciones, podría decirse que es espíritu en estado puro, alguien no tan bientintencionado diría simplemente que es un chiste.
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Bastó para quedar en evidencia que se le cruzaran algunos pocos espontáneos admiradores de Cristina Kirchner, rompiendo sus carteles porque, dicen, no le perdonan su ´traición´. Que podría consistir exclusivamente en haber recogido los resultados de las políticas por ella pergeñadas, aunque no tiene sentido alguno recordárselos, más absurdo que discutir con un fantasma es hacerlo con un fanático.
Lo cierto es que, a diferencia de Alberto Fernández, Cristina Kirchner sí tiene a su gente activa y organizada, además de muchos espontáneos que la adoran por más evidencia que exista en su contra, y se mueven hasta cuando no se los llama. Y puede crear con ellos por lo menos la ilusión de que hay un ´pueblo´ bancándola. Es lógico entonces que ella explote al máximo esa diferencia, con más y más actos y manifestaciones callejeras. Es lo que viene haciendo y planea hacer todo este año, con el objeto de contraponer su presencia en la calle contra su supuesta ausencia en el palacio, donde estaría solo el presidente.
Se entiende entonces la conveniencia que para este reviste tenerla a su lado en un acto protocolar, es de las pocas veces en que todavía puede pegársele y recordarle ´estamos juntos en esta´. Lo que no es nada claro es que al presidente le convenga tratar de disputarle la calle, a plena luz del día, su incorporeidad va a quedar de manifiesto y bastará un par de loquitos para recordárselo.
Encima, Alberto Fernández no hizo mucho mérito en su discurso para granjearse el apoyo de ese público de entusiastas. Tocó los temas que a ellos les gustan, el atentado contra Cristina Kirchner, los juicios por corrupción supuestamente manipulados, los medios críticos que también supuestamente tergiversan la realidad, pero con la pretensión de justificar su supuesta moderación al encararlos. La reivindicación de ese perfil ´moderado´ seguramente dejó insatisfechos tanto a los auténticos moderados, que no deben querer para nada que el descrédito del presidente se les pegue, como al kirchnerismo puro y duro, que considera la adhesión de Alberto Fernández a sus banderas es puro verso. Y que los expone también a un lapidario descrédito y encima a una trampa que no quieren ni a palos se les recuerde, que entre las palabras y los hechos hay un mundo de distancia.
El problema más serio que enfrenta Alberto Fernández en nuestros días
Cada vez que habla, da la sensación de que está fuera de la realidad. No es simplemente que mienta, eso para un político de su estirpe no tendría nada de llamativo, lo sorprendente es el tono de delirio que da a sus palabras, como cuando celebra que los docentes estén preocupados de no pagar Ganancias, o que los argentinos en general estemos enojados por tener que hacer cola en los restaurantes.
A la hora de hacer un balance de su gestión, este problema quedó bien a la luz en su discurso ante la Asamblea Legislativa.
Hemos puesto ´los pilares para que Argentina sea un gran país´, sostuvo, sin explicar a qué pilares se refería. Hemos ´dejado atrás el ajuste y abierto un horizonte de crecimiento y desarrollo´, afirmó, proclamando que la economía volvería a crecer en este año tras haberlo hecho los dos anteriores. Cuando el mismo Indec viene informando desde hace meses que la actividad está estancada, y en los últimos tiempos entró en retroceso. En particular, en la industria. Mientras que Alberto sostuvo que en ese sector se habría registrado el mayor éxito de su gestión, la UIA hace tiempo que advierte sobre la recesión que viene afectando a más y más rubros, fruto del freno a las importaciones, la inflación y consecuente caída del consumo, la falta de crédito y la suba de impuestos. Todos hechos que tal vez el presidente considere entre los ´pilares´ que su gestión habría creado.
´Este país es mucho mejor que el de 2019´, concluyó. Algo que quiso ilustrar con casos individuales supuestamente representativos de un país que progresa. Disneylandia puro.
Es que la palabra del presidente está más allá del camelo. Y lo peor es que no es el único en el gobierno que da señal de que tiene problemas para compaginarse con la realidad.
Agustín Rossi es también un señor ocurrente
Días atrás, en TN, desplegó muy suelto de cuerpo el siguiente razonamiento. Primer dato, la mayoría de los precandidatos a la presidencia del FdeT son funcionarios del actual gobierno. Conclusión, este gobierno no debe ser tan malo si tiene en sus filas tantos posibles candidatos. Le faltó claro un paso intermedio, que podría enunciarse algo así como ´todos esos aspirantes arrastran un montón de votos porque tienen una magnífica imagen en la sociedad´. Pero se entiende por qué dejó esa condición implícita, hubiera desatado una risotada estruendosa de haberla hecho explícita.
Como sea, es la premisa implícita de su tesis que a los candidatos oficiales aún les puede ir muy bien en las elecciones. Que con el respaldo del peronismo unido tendrán, a pesar de todos los disgustos acumulados, un piso de votos garantizado. Y es también esa premisa la que seguramente está empujando a Alberto a insistir con ser él el candidato, imagina que por más mala imagen que él tenga el voto histórico del peronismo lo puede salvar, al menos de hacer un papelón. Pero puede que no sea así.
Y la primera que duda de ello es Cristina Kirchner, por algo se resiste a ser candidata. Por algo hace lo contrario que Alberto Fernández: ella tiene sí mucha gente de carne y hueso, no fantasmas, que quisiera llenar de carteles las calles de la ciudad, y convencerla de que se desproscriba, pero se esmera en disuadirlos de que lo hagan, al menos mientras todavía sea posible crear una alternativa.
Así que tal vez el argumento de Rossi se pueda dar vuelta, y afirmar que una condición para aspirar a ser candidato presidencial en el oficialismo es no tener nada que perder. Estar regalado digamos. Es lo que tienen en común, además de cobrar un jugoso sueldo de la Estado, todos los aspirantes hasta aquí anotados. Empezando por los más insistentes, Alberto Fernández y Wado De Pedro, aunque la lista también incluye al autopromovido Daniel Scioli y a Jorge Capitanich.
Porque es cierto que a ninguno de ellos le va a caer simpático ser el mariscal de la derrota, pero tampoco es que ponen en juego un voluminoso capital político personal, aún perdiendo podrán decir que se la jugaron y dieron la cara en el peor momento, y esa es mejor que la otra alternativa que tienen a la mano, irse a su casa con altas chances de no volver a figurar.
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Una condición que parece haber adquirido el liderazgo en el peronismo, otrora notable cantera de figuras con arrastre popular, es que se promueve a cargos relevantes a gente que nunca hubiera soñado hasta entonces con ocuparlos. Es el caso ante todo del actual presidente, pero también de la mayoría de los ministros y otros funcionarios de primera línea. O porque carecían de toda trayectoria para jugar en esa liga, como es el caso de De Pedro, o porque su trayectoria los ponía ya definitivamente de salida, como sucede en el de Scioli.
Se entiende entonces que jueguen como apostadores despreocupados en medio de la fenomenal crisis que enfrenta el peronismo en su relación con la sociedad. El ´no´ ya lo tienen, si llegan a enganchar la candidatura, por hache o por be, va a ser un milagro, y si el resultado después no los favorece, poco va a importar: nadie les va a quitar lo bailado.
Alberto Fernández juega también ese juego. Y lo hace tanto en la gestión, mostrándose impermeable a toda consideración realista sobre la gravedad de los problemas que enfrenta su gobierno, como en relación a la competencia electoral, que parece querer encarar, tercamente, con la misma premisa que le funcionó en 2019, que el peronismo unido es imbatible. Es tener mucha fe, o vivir en Disneylandia.