Mi hija se llama Evangelina. Hoy tiene 9 años y unas motas rebeldes que crecen rápido y sin parar hacia el cielo. Son parte de su esencia. Eva no sería Eva sin su pelo ensortijado, su piel y su alma argentino-senegalesa con la que camina por la vida comiéndose al mundo.
Es probable que para la mayoría lo que pasó en los Oscar con la agresión simbólica a Jada Pinkett Smith y el subsiguiente golpe que le propinó su esposo Will Smith a Chris Rock termine en anécdota. Que las opiniones se dividan entre “el bromista” y “el violento”. Que Jada quede en el medio, con una enfermedad que la está privando -vaya a saber hasta cuándo- de su pelo afro.
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Desde que mi hija es chiquita intenté como mamá entender lo que significa para una negra ser negra. Quise y quiero llenarme de herramientas para acompañarla. En poco tiempo, llegué a una conclusión: nunca lo voy a lograr. Amo a mi hija con locura y vivo con mis entrañas sus alegrías y sus tristezas, pero nunca voy a ser negra. Jamás voy a poder vivir lo que ella y otros negras y negros vivieron y viven.
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Para estar más cerca, vengo hablando con decenas de afrodescendientes desde que ella nació. La mayoría coincide en lo mismo. En lo difícil y agobiante que es ir explicando su identidad a los irreverentes que cruzan permanentemente el límite de la intimidad. “¿De dónde sos?” “¿Sos adoptada/o?” “¿Te puedo tocar el pelo?”¨, “¿Cómo hacés para peinarlo?”,”¡Te parecés a Valderrama!” Y así infinitas preguntas y comentarios incómodos y dañinos que algunas y algunos se creen con derecho de hacer.
Algo aprendí en este tiempo. Meterse con el pelo de un afrodescendiente es tocar una herida que duele muchísimo. Es una de las capas infinitas y profundas del racismo. La que se ve. Hay muchas más.
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Todos somos diferentes y eso es liberador. En cuanto al pelo y su significado para los afros, es sencillo. Mi hija lo entendió y son banderas que ya hizo suyas. Te lo dice claramente si te la cruzás: el pelo no se toca.
El pelo es cultura e identidad. Con el pelo no se jode.
