Hagamos un poco de memoria. El 2021 empezó con una serie de denuncias de opositores formoseños por los abusos de su gobernador contra las libertades individuales, que el gobierno nacional descalificó con su mal hábito de considerarse encarnación de los derechos humanos y negar por tanto que nadie más que él pueda hablar en su nombre. Desde entonces se sucedieron varias malas noticias económicas, en especial debido a la inflación, que Alberto y sus funcionarios atribuyeron al egoísmo empresario, y parecía que podían seguir zafando. Hasta que estalló el escándalo de las vacunas VIP, que los sumió en tal crisis que ya no supieron bien a quién echarle la culpa ni cómo esconder las pruebas del delito.
Se desesperaron desde entonces por dejar atrás el papelón. Que le costó el cargo a un ministro, varios puntos en las encuestas al presidente y, lo único realmente para lamentar, la vida a por lo menos dos médicos que no llegaron a ser vacunados, toda una señal de que no iba a ser nada fácil olvidar el asunto. Igualmente, fue con esa idea que el presidente enfocó su discurso de inauguración de sesiones legislativas en temas económicos y judiciales. Y acto seguido Cristina convirtió su alegato en el juicio por el dólar futuro en un gran show, un “yo acuso” al revés, escenificando con toda la pompa que acostumbra su lucha contra el lawfare que supuestamente han emprendido “los poderes fácticos concentrados” contra ella, una pobre e inocente ciudadana de a pie que a duras penas logra hacerse escuchar.
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Pero en vez de superar los problemas que venía acumulando, el Gobierno sumó otros más a sus espaldas. Porque la pretendida contraofensiva se convirtió, en la última semana, en un enredo de idas y vueltas, y disparó reacciones institucionales que anularon sus pretensiones. Y, como si esto fuera poco, siguieron sumándose evidencias de la extensión que había alcanzado la vacunación VIP, comprometiendo a las distintas ramas del oficialismo. Y volvió a escena, de la peor manera, el drama formoseño: después de haber hostigado a periodistas de distintos medios que intentaron documentar e informar sobre los abusos en los centros de aislamiento, Insfrán no tuvo mejor idea que reprimir a lo bestia una protesta callejera contra el cierre de actividades, que dispuso a raíz de que, tarde pero seguro, los contagios están subiendo en el distrito. Señal no de que hacen falta más encierros y cuarentenas, sino de que conviene no atarse a ellos como única solución. Algo que ya Alberto y Ginés podrían haberle explicado meses atrás, de haber tenido más ganas de controlarlo y corregir sus abusos autocráticos que de justificarlo y festejarlo.
Y hete aquí que los formoseños, habitualmente bastante dóciles ante los abusos gubernamentales, hicieron frente a la policía de Insfrán. Expresando un hartazgo que, en cambio, no se había hecho sentir demasiado en la movilización que unos días antes se convocara contra los tejemanejes oficiales con las vacunas.
Los sucesos de Formosa agarraron al oficialismo incluso peor preparado que ese escándalo. Porque él está demasiado acostumbrado a que en esa provincia, como en otras parecidas, nunca pase nada. Por más problemas, divisiones o críticas que ocasionalmente agobien a los líderes nacionales del peronismo, Formosa siempre estuvo, desde 1983 hasta ayer nomás, dispuesta a hacerles de colchón. Un reservorio de poder electoral e institucional fuera del alcance de la competencia pluralista, al que podían echar mano para contener las demandas de cambio y las resistencias con que tuvieran que lidiar en otros distritos, y preservar el statu quo. Pero ese oasis de la gobernanza nac and pop y del populismo progre parece estar volviéndose ahora el foco del descalabro de estas fórmulas. Cansados de aguantarlo todo de su gobernante vitalicio, los formoseños reclaman lo mismo que, meses atrás, la minoría más disconforme de los distritos centrales del país exigió a Alberto: freno a los abusos, más transparencia y control republicano del poder.
Se entiende que, en este contexto, sea muy difícil para el gobierno disimular la acumulación de problemas sin resolver. Y quede en nada su pretensión de pasar a la ofensiva, atrapada en sus propias ambigüedades y un cuadro general de bloqueo.
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Donde más claro y más rápido se vio que ese sería el resultado fue en la arena judicial. El macrismo ni se inmutó por la pretensión de someterlo a juicio debido a la deuda contraída con el FMI. Antes bien: la acusación lanzada por Alberto en la Asamblea Legislativa fue tan brutal, tan manifiestamente representativa de lo que llaman “lawfare”, que le ofreció a los economistas que acompañaran a Macri la oportunidad de hacer lo que hasta aquí tenían vedado: hablar en público y salir más o menos bien parados. Tanto que hasta algunos oficialistas sintieron la necesidad de darles la razón.
También quedó a la vista enseguida que la intención del gobierno era disimular que está fuera de su alcance llegar a cualquier acuerdo, incluso uno muy acotado, con el Fondo. Cualquier asesor mínimamente sensato les aconsejaría que, si no pueden arreglar ese asunto, mejor no seguir insistiendo en convertirlo en eje de la campaña electoral. Pero se ve que muchos consejeros sensatos no tienen a la mano, o los tienen pero no los escuchan y siguen actuando con la cabeza caliente.
Lo mismo les sucedió con la batería de improperios que tanto Alberto como Cristina lanzaron contra jueces y fiscales que no se les someten. Todo el despliegue de desprecio a la división de poderes que hicieron entre el lunes y el jueves no mereció respuesta alguna de los aludidos, que siguieron haciendo su trabajo como si nada. El dúo presidencial sabe perfectamente que, para su tradición, es peor ser vistos como impotentes que como abusadores. Que fue lo que les sucedió: quedó a la luz que mientras no logren mayoría especial en el Senado y mayoría propia en Diputados sus improperios les harán más mal a ellos mismos que a quienes quieren perjudicar.
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Los “grandes cambios” anunciados por el presidente para el Poder Judicial, encima, además de inviables se revelaron contradictorios entre sí. Algo que viene sucediendo desde hace tiempo en este terreno, tal vez explica las ganas de la ministra Losardo de irse a su casa y revela lo mal pensado que desde el principio estuvo todo su esfuerzo en pos de la impunidad, pese a que es la razón de ser última de su gobierno.
Alberto insistió con su reforma judicial, consistente en crear montones de juzgados y designar varios cientos de jueces y fiscales. Pero al mismo tiempo viene avalando la presión de la ANSES para que 220 de los que están en ejercicio se jubilen cuanto antes. Y no hace nada para que se cubran las 240 vacantes que existen en la Justicia Federal. ¿En qué quedamos, hacen falta más o menos jueces y fiscales?
Luego tenemos su torpe jugada de proponer un nuevo tribunal que filtre las causas de corrupción, para que no lleguen a la Corte Suprema. Idea que no tiene chances de pasar por el Congreso pero alcanza para quemar del todo los puentes con los cinco jueces del máximo tribunal. Hizo acordar a esa increíble frase que lanzó hace unas semanas en un reportaje a Página 12, que como buen house organ revela hasta cuando no debiera lo que en el fondo piensa el gobierno: “me siento impotente ante la autonomía con que se mueve el Poder Judicial”. ¿Sentimientos como ese, propios de un autócrata frustrado, no le convendría disimularlos para no seguir abonando la idea, a ambos lados de la grieta, de que no merece mayor respeto ni confianza?
Y por último nos encontramos con la pintoresca comisión bicameral para escrachar jueces y fiscales que molesten. Que además de carecer de todo sustento constitucional y recordar a los comités de salud pública de la revolución francesa, es un evidente error práctico. Poner a legisladores ultra k, seguramente los únicos que aceptarán participar del circo, a denostar a funcionarios judiciales, en medio de una complicada campaña electoral, lo único que podría lograr es que la corrupción siga escalando como tema de preocupación de los ciudadanos. Y la experiencia acumulada en este último año debería bastar para saberlo: ese es el resultado más sorprendente de toda la batalla contra el lawfare y demás barrabasadas que el gobierno de Alberto y Cristina han encarado desde que volvieron mejores, no logran frenar ni desarmar los juicios pero, sí concitar cada vez mayores preocupaciones entre los votantes moderados.
El fondo del problema es que Cristina sigue poniendo en el centro de la agenda nacional sus desventuras judiciales. Con lo cual complica cada vez más al gobierno que armó e integra. Y que necesita no se hable tanto de la corrupción K y sí de la recuperación económica, de la llegada de las vacunas y cosas por el estilo. Parece como si la señora hubiera olvidado del todo el criterio que adoptó y tan útil le resultó en los últimos dos años de Macri: que solo iba a poder zafar de los juicios si mostraba un rostro moderado, y la mejor forma de hacerlo era ceder protagonismo a quienes pudieran simularlo mejor que ella. A medida que pasa más tiempo en el poder vuelve a ser más y más fiel a sí misma, más auténtica, y a esta altura parece estar ya decidida a imponerse con ese, su verdadero rostro, o a perecer en el intento. Tal vez no hable tan mal de ella el hecho de que lo hacía mejor estando en el llano.