En la cocina hay ingredientes que se roban el protagonismo, como la sal o el azúcar. Pero también existen otros, mucho más sutiles, que tienen el poder de realzar todos los sabores sin imponerse. Uno de ellos es el glutamato monosódico (más conocido como MSG, por sus siglas en inglés), un aditivo alimentario que potencia el gusto natural de los alimentos y es clave para lograr lo que se conoce como umami, el “quinto sabor”.
Descubierto a principios del siglo XX por el químico japonés Kikunae Ikeda, el MSG se convirtió rápidamente en un aliado infaltable de la cocina oriental. Se encuentra de manera natural en productos como los tomates, los quesos curados, las algas kombu y los hongos secos. Sin embargo, su versión industrializada —en forma de cristales blancos similares a la sal— es la más usada para condimentar platos de manera casi imperceptible pero efectiva.
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A diferencia de la sal, que añade sabor salado, el MSG actúa sobre los receptores de umami en la lengua, al amplificar los matices ya presentes en el plato. No agrega un gusto propio definido, sino que resalta el perfil de los ingredientes base: intensifica el sabor de las carnes, le da profundidad a los caldos y equilibra preparaciones con pocos condimentos.

Durante años fue injustamente demonizado, acusado de provocar dolores de cabeza o malestares. Sin embargo, numerosos estudios científicos desmintieron esos mitos y confirmaron que su consumo moderado es seguro. Hoy, chefs y cocineros de todo el mundo lo reivindican como un recurso valioso, sobre todo en recetas veganas o bajas en sodio, donde puede suplir el sabor que se pierde al eliminar ciertos ingredientes.
Se consigue en tiendas naturistas, supermercados asiáticos o tiendas online, y se usa en cantidades mínimas: con una cucharadita basta para realzar una olla entera de sopa o estofado.
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Aunque pasó desapercibido durante años, el MSG recuperó su lugar en la cocina moderna. Y si bien no tiene el glamour de otros ingredientes, su poder para transformar sabores es innegable.