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    Semana Santa, en Plaza de Mayo, con mi hijo: "¿¡Mamá, con qué vamos a parar los militares? ¡¿ Con las manos?!"

    Estábamos recién llegados del exilio, pero ya teníamos un plan, con el pasaporte en el bolsillo. Cantábamos el himno y lagriméabamos. Mirá el video de TN.com.ar

    Miriam Lewin
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    Miriam Lewin

    13 de abril 2017, 17:32hs
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    La Plaza de Mayo estaba poblada por familias,  por grupos de jóvenes que sin identificación partidaria alguna permanecían ahí, firmes, a pesar del cansancio.  Compañeros, compatriotas, correligionarios, camaradas, ciudadanos. Obstinadamente, de cuando en cuando, todos cantábamos el himno, poniendo el acento en "o juremos con gloria morir" o gritábamos "Argentina Argentina". Algunos, lagriméabamos.

    ¿Dispararían, se animarían a derramar sangre una vez más?

    Los rumores corrían de Rivadavia a Hipólito Yrigoyen . El presidente estaba haciendo sentir su autoridad de comandante en jefe, decían unos. Había tropas leales al mando de Alais que iban a defender al gobierno pero no llegaban, decían otros. Una columna de manifestantes estaba en Villa Martelli, un juez estaba negociando, había congresistas en Campo de Mayo. ¿Convenía que fuéramos a otro lado? ¿Sería más efectivo que permanecer frente a la Rosada, a veces de pie, a veces sentados en el césped, esperando alguna comunicación, algo que nos tranquilizara? ¿O nuestra presencia frente a los cuarteles iba a ser interpretada como una provocación por los carapintadas? ¿Dispararían, se animarían a derramar sangre una vez más?

    Después del juicio a las Juntas, donde yo había sido testigo de cargo, la tensión entre el gobierno radical y los militares había crecido. Ya se había sancionado la primera de las leyes de perdón, la de obediencia debida, pero eso no era suficiente para ellos. Querían más. Iban por todo.

    Mientras esperábamos no sabíamos bien qué, urdimos un plan.

    Nadie percibía que la preocupación de algunos de los que estábamos allí iba más allá de la de la pérdida- una vez más- del orden constitucional, que no era poco. Teníamos el pasaporte en el bolsillo del vaquero y el bolso preparado en el umbral de casa. Si se concretaba el golpe, teníamos que irnos forzozamente  del país: habíamos acusado a Massera, al Tigre Acosta, a Astiz. Era imposible para nosotros pensar en salir por los aeropuertos. Mientras esperábamos no sabíamos bien qué, urdimos un plan.  El padre de una amiga, también testigo como nosotros, instructor de náutica, nos llevaría a pasear, de tres en tres, en velero por el río, hasta dejarnos en una orilla segura del lado del Uruguay. Y de allí, de nuevo al exilio, del que habíamos vuelto hacía muy poco. De nuevo la oscuridad y el miedo en la Argentina. Yo era en ese entonces, además, una mamá joven que había llevado a su hijo mayor, de siete años a la manifestación. Después de varias horas en que calmó  su aburrimiento correteando por los alrededores de la Pirámide, el chico empezó a dar muestras de cansancio, y a repetir "Mamá, ¿vamos a casa?"." ¿Cuándo vamos a casa, mamá?" Mi respuesta fue varias veces "dentro de un rato".  Pensé que su agotamiento- habíamos estado allí larguísimas horas- merecía otra respuesta, pero no se la di, a lo mejor porque pensaba que no podría entenderla.

    Lo miré de frente a mi hijo y le dije: "Estamos tratando de parar a los militares". Sacudió la cabeza incrédulo, y me dio una lección de realismo : "¿Y con qué los vamos a parar?¡¿ Con las manos?!".

    Hasta que la pregunta fue ineludible y frontal: "¿Qué estamos haciendo acá?" Lo miré de frente y le dije: "Estamos tratando de parar a los militares". Sacudió la cabeza incrédulo, y me dio una lección de realismo : " ¿Y con qué los vamos a parar?¡¿ Con las manos?!".

    Justo en ese instante salió Alfonsín al balcón para avisarnos que "la casa estaba en orden".

    Quise explicarle que seguramente cuando los militares vieran al pueblo todo unido en la calle se darían cuenta de que no podrían dar otro golpe, y que no necesitabamos más, pero su abrumadora lógica infantil me dio tanta ternura que lo abracé riéndome. Como si me hubiera leído el pensamiento, justo en ese instante salió Alfonsín al balcón para avisarnos que "la casa estaba en orden", y nos volvimos a la nuestra con una sensación de que algo había cambiado en la Argentina. Un poco para bien, otro para mal.

    *En la Semana Santa de 1987, militares se sublevaron contra el orden constitucional. El 19 de abril el presidente radical Raúl Alfonsín comunica el fin del conflicto con la recordada frase: "Felices Pascuas, la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina". Los alzamientos carapintadas no acabaron en la Semana Santa de 1987 sino que se prolongaron hasta 1990.

    VIDEO DE TN.COM.AR. Locución, Yanina Sibona | Edición, Nahuel de la Calle

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