En el cine hay tantas historias sobre crecimiento, el dejar atrás una edad para entrar en otra, que constituyen un género, conocido como coming of age. También en la literatura, desde “Romeo y Julieta” o “El guardián entre el centeno” hasta “Un mundo para Julius”, hay líneas contínuas con niños que dejan de serlo en el centro del relato. Niños, adolescentes, que miran el mundo de los adultos en el que les tocó formarse. La experiencia de nacer en pocos kilómetros de Chernobyl y vivir en una zona contaminada era, hasta ahora, una experiencia poco contada.
Nacida en Bielorrusia y radicada en la Argentina, la poeta Natalia Litvinova, de 38 años, acaba de ganar el premio Lumen con su primera novela, “Luciérnaga”. El libro en el que cuenta la historia de su vida y de su migración a la Argentina, anterior a la de la actual ola post invasión a Ucrania. Una historia de crecimiento personal pero también colectiva; una operación de rescate de una memoria familiar que es también política.
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Y siempre poética. Una novela que se beneficia de la poesía desde el principio. Un gran comienzo que dice así: “No quería nacer en otoño en un país radiactivo. Pero el médico me sacó a través de un corte realizado con bisturí, y con los pies toqué la tragedia, mientras que con las manos intentaba aferrarme a las entrañas de mi madre”.
Y sigue así: “El tajo de mamá no cerró bien. Era demasiado largo y su organismo no tenía las vitaminas suficientes para curarse. Y aunque ya pasó mucho tiempo, cuando le cuento algo gracioso, al reír, se agarra de la panza como si fuera una granada a punto de estallar, y me dice: ‘Basta ya, me voy a descoser y se me van a salir las tripas’”.
Natalia lleva la impronta de las mujeres que la precedieron. Se encuentra con TN en una plaza de Vicente López y puede explicar, si se le pregunta, el significado de la blusa estampada que lleva puesta, o de cada una de las fotos y objetos que trae con ella. Los trajo cuando llegaron a la Argentina como quien llega a Marte, cuando tenía 9 años.
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La niña radiactiva, la “luciérnaga”, que se había criado jugando bajo cielos extrañamente rojos, frutas deformes y una abuela secuestrada por los nazis. La que al regresar, fue acusada de traición por el delito de haber sobrevivido, por lo que hizo trabajos forzados en un pantano.
—¿Cuándo y cómo se transformó en una novela? Entiendo que la base es autobiográfica, ¿querías dejar testimonio de tu historia familiar?
—Hace muchos años comencé a anotar en un cuaderno ciertos recuerdos de mi infancia y algunas reflexiones sobre la historia familiar y nuestro traslado a Buenos Aires. Necesitaba tener ese registro, en ese momento escribirlo me permitía sentir que esos recuerdos no se perderían fácilmente. No pensaba que esos textos terminarían siendo la base de “Luciérnaga”, ni que publicaría una novela. Concebir cada texto fue como ir sumando fotos al álbum familiar, llenando ciertos vacíos y creando así una narración. Me interesan mucho los secretos, las historias incompletas, las leyendas y los mitos.
La historia de mi familia está llena de todo eso. Podría decir entonces que este libro parte de una necesidad de explorar desde la imaginación, y a veces desde la mirada asombrada de una niña, mi pasado y el de mis ancestros. Cuando encontré la voz y el marco para la novela, afloraron otros temas necesarios que la atraviesan y la sostienen: la radiación, crecer en un país tan peculiar como lo es Bielorrusia, el traslado a la Argentina y el fin de la infancia, entre otros.
—La Argentina, ¿fue una especie de salvación en esa historia familiar?
—Sí, hay una intención en mostrar de manera fragmentaria a una sociedad que está viviendo una transición significativa y que además viene arrastrando dolores y grandes pérdidas del pasado reciente. A pesar de la indiferencia y de situaciones absurdas, también hay espacio para la ternura, el humor, la rememoración, y la conmoción poética.
En la novela, el traslado de la familia desde Gómel a Buenos Aires es un salto de fe. Los lectores lo verán cuando lleguen al capítulo en el que la madre participa en un ritual similar al juego de la ouija y asume el mensaje como un destino a seguir. A finales de los 80 y durante los 90, fueron años de quiebre y grandes cambios a nivel político, económico y social en Europa del Este. Había incertidumbre y desconfianza, falta de información, y todo era más complejo. La Argentina se presentó como una posibilidad, y la madre pensó que allí su familia estaría mejor, pero claro, llegan a un país al que le falta muy poco para ese terrible 2001. Lógicamente, la familia se da cuenta de que tiene que empezar a integrarse poco a poco a una cultura muy distinta. Y como toda familia de inmigrantes, vivirán sus primeros años como si estuvieran naciendo, como si tuvieran que aprender todo de nuevo.
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-Luciérnaga está habitada por varias mujeres con los destinos torcidos por la política. Por haber nacido en un lugar y un momento en el que una guerra o la explosión del reactor les marcó caminos duros. Su capacidad para cocinar cosas ricas, crear bellos vestidos o conectarse con pequeños tesoros de la naturaleza parece preservarlas y expone su tremenda fortaleza. ¿Se puede leer así?
—Me interesaba retratar la vida de la gente común, y para ello utilicé algunos rasgos característicos de las personas junto a las que pasé los primeros años de mi vida: familiares, amigas de mi madre, campesinas, veteranas de guerra, compañeros de escuela, vecinos del edificio. Cuando era chica me interesaba espiar a las mujeres más que a los hombres, y me quedó la impresión de que ellas eran las que sostenían la economía del hogar y cuidaban de la familia, su fortaleza era abrumadora. Cantaban, tejían, compartían secretos y se ayudaban. De esta forma de mirarlas en la infancia, nace ese aspecto de curiosa que tiene la narradora, que desde temprana edad observa a las mujeres para indagar en el mundo femenino y en el complejo mundo de los adultos.
La idea de incluir, por ejemplo, el recetario de mi madre, que existe y aún conservamos, surgió como una necesidad de “bordar” la novela con objetos significativos para mí y para mi familia, objetos llenos de vida. Y es probable que, inconscientemente, también tenga que ver con los objetos queridos que mi madre decidió meter en las valijas y traer a Buenos Aires; aún los usamos y son como la magdalena de Proust para mí. “Luciérnaga” es el lienzo de mi vida con ornamentos de mi imaginación. El viejo recetario y las hojas que se desprenden de él es una gran metáfora para la protagonista ya adulta. Las preguntas que surgen en ese capítulo sirven para hilar todos los acontecimientos del libro.
—¿Cuáles fueron las consecuencias reales de la radiación en tu familia y en vos misma?
—No hay manera de saber qué enfermedades de mi familia fueron consecuencia de la radiación y cuáles no. Para eso debió haber un Estado que se preocupara por el seguimiento de la salud de las personas que vivieron en las zonas más afectadas y alrededores. Pero es un tema tabú desde siempre, y quedó en el olvido. Por eso creo que es importante la visión que puede aportar cualquier escritor o escritora que haya sido tocado por esto. En la presentación del libro en Valencia, una chica se me acercó emocionada y me dijo: “Siempre quise leer algo sobre las personas que habían sido afectadas por la tragedia de Chernobyl. Quería saber qué fue de sus vidas, cómo remontaron sus destinos”.
—¿Creés como escritora que la literatura se ocupó de contar estos episodios como merecen?
—Creo que eso se percibe en la obra de ciertos autores y autoras, como Svetlana Alexiévich. Ella se ocupó de escuchar las voces de los que fueron marcados por esta tragedia y les dio un lugar importante. Sé que han salido libros con testimonios de personas que trabajaron en el reactor, pero no he leído novelas sobre este tema.
—Tu llegada a la Argentina es previa a esta ola migratoria post conflicto de Ucrania. ¿Cómo lo vivís y qué vinculación, si tenés alguna, con los que se han radicado aquí en este tiempo?
—Lo vivo con mucha tristeza. Recuerdo los primeros días de la invasión de Rusia a Ucrania, me costaba creerlo, todo el tiempo esperaba que alguien desmintiera la noticia. Mi madre se había adelantado, venía escuchando a los youtubers de Ucrania que anunciaban la guerra, y yo no le creía. Me resultaba descabellado, aun conociendo las intenciones de Rusia y los estragos en Donbás. Parte de la familia de mi madre vivía en Ucrania y pudieron huir. Escuché historias atroces que no hace falta que cuente.
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—En tu novela, a pesar del desarraigo y las historias terribles, hay humor. Pero también la mirada de una niña y los apuntes de infancia. ¿Hubo una intención de alivianar un material denso?
— No sentía que la función del humor fuera alivianar la narración en este caso, porque no le temo a los momentos densos cuando escribo. Sí fui minuciosa construyendo el equilibrio entre los elementos luminosos y los terribles. El humor no podía no estar: brotó, me acompañó. La risa quería tener más espacio y protagonismo, yo solo construí alrededor lo que creí que ella necesitaba. El trabajo con la imaginación es lo más maravilloso a la hora de escribir: inventar personajes que puedan hacer reír fue lo que me deslumbró y me dejó con ganas de seguir escribiendo aún más. Ese humor que percibiste también es un rasgo familiar. Siempre hubo mucho humor en mi entorno y bromas.
—¿Cómo sigue tu proyecto creativo después de esta novela?
—Ahora me encuentro comprendiendo “Luciérnaga”. Hubo mucho del inconsciente y poesía, y una forma de narrar casi alucinada. Estoy aterrizando en todo esto, pero no por completo. Además, tengo muchas ganas de seguir escribiendo mi próxima novela. Ya empecé algunos capítulos y la idea me entusiasma mucho. Escribir esta novela no me agotó, todo lo contrario: fue como encontrar una nueva vitalidad.