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    Cuando el verano presiona y la escuela apremia: el desafío de construir autonomía en nuestros jóvenes

    Columnista invitado (*) Los niños y adolescentes afrontan el fin del ciclo escolar y las familias son las que están para acompañarlos en esta época.

    Jorge Prado
    Por 

    Jorge Prado

    03 de diciembre 2025, 11:09hs
    (Foto: Adobe Stock)
    Los niños y adolescentes afrontan el fin de las clases. (Foto: Adobe Stock)
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    El fin de año escolar suele condensar un clima particular: horas maratónicas de estudio, cansancio acumulado y tensiones que ya no pertenecen sólo a los adolescentes, sino también a las familias y a los docentes que acompañan sus trayectorias. Mientras el verano invita a planificar vacaciones o pequeños descansos, estos proyectos quedan muchas veces condicionados por la aprobación de materias pendientes. En la “caldera” de noviembre y diciembre, las escuelas secundarias entran en el momento decisivo donde se define la continuidad de las trayectorias escolares.

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    El cierre de calificaciones se superpone con el deseo, a veces incluso la urgencia, de aprobar. No es casual que este período esté marcado por jornadas de poco descanso, altos niveles de estrés y discusiones que surgen ante reclamos que no fueron presentados a tiempo o situaciones que no pudieron ser abordadas durante el año. Entonces, ¿es posible ofrecer a nuestros jóvenes una organización académica que permita superar la lógica de la inmediatez? ¿Podemos construir una cultura escolar donde los contenidos no sean vividos como un obstáculo coyuntural, sino como parte de un proyecto que excede la urgencia del verano y habilita horizontes de sentido en la vida de cada estudiante?

    Cuando la angustia adulta se vuelve angustia adolescente

    En la práctica clínica se observa un fenómeno que las escuelas conocen bien: las angustias de los adolescentes suelen estar significativamente vinculadas a la angustia de los adultos que los rodean. Mandatos como “vas a perder el verano”, “sino estudias se corta todo” o “si no aprobás, nos arruinás las vacaciones a todos” aparecen en sus discursos con una claridad que no siempre les pertenece. En esos casos, lo que moviliza no es el deseo propio, sino el temor a defraudar, la presión por cumplir o la necesidad de evitar conflictos familiares.

    Esta diferencia es crucial: si el motor de la acción no emerge del propio joven, la responsabilidad se vuelve ajena, un deber que pesa más que orienta. Por eso es necesario interrogar el lugar que los adolescentes ocupan en la apropiación de su recorrido académico, especialmente en momentos de intensificación de contenidos, evaluaciones trimestrales o exámenes finales.

    Niños y adolescentes afrontan el fin del año escolar. (Foto: Adobe Stock)
    Niños y adolescentes afrontan el fin del año escolar. (Foto: Adobe Stock)

    Aquí surge un dilema que atraviesa a las instituciones: ¿están orientando sus prácticas hacia la implicación real de los jóvenes o siguen respondiendo, predominantemente, a reclamos de los adultos? No es menor la diferencia. Muchas veces se espera que la escuela “ponga límites”, que “ordene”, que “controle”, o incluso que adapte sus criterios a las necesidades particulares de cada familia, desdibujando los márgenes entre acompañamiento, sobreprotección y exigencia desmedida.

    Fortalecer la autonomía de los adolescentes implica un trabajo sostenido, que requiere revisar prácticas institucionales y también hábitos familiares. Es un proceso que va en contra de la lógica del control y a favor de la construcción de responsabilidad. Para ello, la información es un punto de partida indispensable: fechas claras, contenidos precisos, modalidades de evaluación transparentes y accesibles. Muchos jóvenes se organizan mejor simplemente cuando saben, con anticipación, qué deben preparar y cómo.

    Información, elección y organización: pilares que promueven la autonomía

    Cuando la escuela ofrece distintas instancias (intensificaciones, mesas, recuperatorios, exámenes) está expresando algo más que un calendario: está reconociendo que los tiempos de aprendizaje no son homogéneos. Es una forma de alojar la diversidad de trayectorias sin que ello implique renunciar a criterios de responsabilidad.

    Del lado del estudiante, contar con esa información permite tomar decisiones: qué materias priorizar, cómo distribuir el tiempo, qué contenidos revisar primero. Del lado de los adultos, implica pasar del “control” al “acompañamiento”: ofrecer un espacio adecuado para estudiar, acordar horarios, sostener límites razonables, pero sin ahogar ni decidir por ellos.

    Las familias acompañan a los niños. (Foto: Adobe Stock)
    Las familias acompañan a los niños. (Foto: Adobe Stock)

    Fomentar la autonomía requiere preguntas más que prescripciones. “¿Por qué te importa aprobar?”, “¿En qué necesitás ayuda?”, “¿Cómo querés organizar tus tiempos?” permiten que el joven se escuche, se responsabilice y pueda autorregularse de manera progresiva.

    Es habitual que algunos adultos piensen que, si se les da libertad, los adolescentes optarán sólo por el ocio. Pero la autonomía no consiste en dejar a la deriva, sino en acompañar un proceso donde puedan organizar su tiempo reconociendo tanto su deseo como sus obligaciones. No es sin límites, pero tampoco desde un límite impuesto sin diálogo.

    Motivaciones que no hay que desestimar

    Suele haber gestos de desvalorización hacia motivaciones adolescentes como “quiero aprobar para poder tener vacaciones”, “para salir con mis amigos” o “para jugar a la play”. Si bien no responden a un ideal académico, representan experiencias subjetivas valiosas: reconocer que, gracias a su esfuerzo, alcanzan un logro y acceden a algo que desean.

    No se trata de exigir que todos encuentren en los contenidos un interés inmediato o profundo. Se trata de alojar los motivos que sí encuentran (aunque sean cotidianos o aparentemente “banales”), porque desde allí pueden construirse otros significados y sostenerse futuros aprendizajes.

    Algunas sugerencias para acompañar sin invadir

    A la luz de lo desarrollado, es posible delinear algunas orientaciones concretas para acompañar a los adolescentes en este período sin caer en lógicas de control que refuercen la angustia:

    1. Información clara y accesible. Brindar fechas, contenidos y modalidades de evaluación con anticipación permite a los jóvenes organizarse sin depender de intermediaciones adultas. Favorece la responsabilidad y disminuye la ansiedad.
    2. Acordar un espacio y un tiempo de estudio. La autonomía no es abandono: los adultos pueden colaborar ofreciendo un ambiente adecuado (un lugar tranquilo, horarios conversados, inclusive ofrecer la posibilidad de un docente particular, si es posible) sin imponer la forma de estudiar.
    3. Habilitar la palabra del adolescente. Preguntas como “¿qué necesitás?”, “¿cómo querés organizar tus tiempos?” o “¿por qué te importa aprobar?” convocan al joven a pensarse desde un rol activo y responsable.
    4. Acompañar sin desautorizar sus motivaciones. Motivaciones como querer tener vacaciones o salir con amigos pueden funcionar como motores reales. Alojarlas evita la descalificación y habilita otros posibles sentidos futuros.
    5. Evitar el discurso del miedo. Frases que buscan disciplinar por temor no generan autonomía; generan angustia. El acompañamiento efectivo se construye desde el diálogo.
    6. Recordar que los procesos llevan tiempo. Las distintas instancias de evaluación del sistema educativo muestran que aprender no ocurre en un único momento. Esto ayuda a desarmar urgencias sin desresponsabilizar.

    Hacia una escuela que acompañe trayectorias, no urgencias

    Promover la autonomía supone alojar la singularidad sin perder la responsabilidad compartida. Es reconocer que cada adolescente transita la escuela atravesado por historias, deseos y tiempos propios, y que la tarea institucional no es llevarlos a la fuerza sino abrirles el camino para que puedan caminarlo.

    Superar la cultura de la inmediatez requiere más que sostener calendarios: implica construir sentidos. Y en esa construcción participan todos: docentes, preceptores, equipos de orientación, equipo de definición de trayectorias escolares, familias y, sobre todo, los propios jóvenes. Allí donde la escuela deja de ser un territorio de urgencias y se convierte en un espacio de proceso, algo del deseo de aprender puede empezar a emerger.

    (*) El profesor licenciado Jorge Prado (M.N. 55.582) es psicólogo, especialista en clínica con niños y adolescentes. Docente de Salud Pública y Salud Mental II en la Facultad de Psicología (UBA). Integrante del Equipo Técnico del Dispositivo Escolar en Territorio de Educación Secundaria.

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