A un adulto racional, le puede resultar una prueba difícil entender y convivir con un niño de dos años que tiene, entre otras cosas, una sucesión ininterrumpida de propuestas ilógicas. La irritación ante tanto planteo “absurdo” provocará respuestas con sermones principistas o con la violencia del enfrentamiento. Pero esas no son las formas apropiadas, la clave será hablar “su mismo idioma”.
En una fría mañana invernal, una madre intenta abrigar a su hijo de dos años mientras bajan juntos en el ascensor. El niño se resiste rotundamente a ponerse su campera. La madre le propone un desafío: “¿Y si jugamos una carrera con el ascensor? Si vos te ponés el abrigo antes de que llegue a planta baja, le ganás”.
El chico, de inmediato, se apura para ponerse el abrigo y “le gana” al ascensor. Ya en planta baja, se ve salir del edificio a una madre sonriente y a un pequeño con cara de vencedor que lleva puesta su campera.
¿Qué pasa anteestas situaciones?
El niño y su propuesta ilógica (no querer abrigarse) encuentra del otro lado a un adulto con recursos que pudo convertir un hábito obligatorio en un juego divertido. Con rapidez y dinamismo, le responde “hablando su mismo idioma”.
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¿Cuál es este idioma? El JUEGO, así, con mayúsculas. Como el adulto pudo jugar, el niño se plegó gustosamente a la propuesta adulta.
Podría ocurrir lo contrario y que el adulto comience a explicar por qué es importante abrigarse en una fría mañana de invierno. Pero la salida no hubiera sido exitosa porque en un pequeño ascensor no caben largas explicaciones ni sermones que siempre resultan tediosos e ineficaces y que el niño sencillamente no escuchará.
También puede pasar que el adulto intente ponerle la campera por la fuerza y entonces saldría del ascensor un niño abrigado, pero seguramente muy enojado y envuelto en llanto.
No es lo mismo que un hijo baje del ascensor llorando que sintiéndose un ganador. El triunfo adulto será que baje del ascensor con el abrigo puesto y contento. De esta forma, el mayor no abandona así la lógica racional (que dicta que en una mañana fría lo adecuado es abrigarse), sino que sencillamente la disfraza con recursos.
Dos tipos de vínculos
Cuando los adultos aplicamos el recurso apropiado, estamos instalando un modelo de vínculo cóncavo. El niño expresa su propuesta y el adulto responde con un recurso que logra neutralizar lo ilógico del pedido, otorgando una vía de salida al inminente conflicto.
Esto es lo que entonces se internaliza: vías de salida que evitan conflictos, choques o enfrentamientos. Así, el niño se convertirá en su propio generador de recursos, logrando vías de salida exitosas para diferentes situaciones conflictivas.
Los chicos que maman este modelo tienen gran facilidad para “arreglarse solos con sus pares”, esgrimiendo recursos para situaciones de tensión. En el caso opuesto, es decir cuando el adulto no puede aplicar el recurso apropiado, se instalará un modelo de vínculo convexo.
La propuesta del niño, al chocar contra un sermón lógico o un enfrentamiento violento, volverá a él con más de lo mismo: una mayor persistencia e insistencia testaruda. La escena desembocará en una consecuencia indeseable: adquirirá el status de tema.
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Abrigarse, vestirse o bañarse (todas situaciones cotidianas) se instalarán como un tema, que es lo mismo que decir que hemos alcanzado el “infierno”.
En estos casos, lo que se internaliza serán: nudos, encrucijadas, situaciones conflictivas, enfrentamientos sin salida. Este modelo vincular va tallando y moldeando la personalidad del niño, que no encontrará recursos apropiados para tramitar sus tensiones. Como consecuencia: desarrollará una relación conflictiva con sus pares.
Es importante comprender que cuando entregamos un recurso al niño, éste se apropia de él, de la capacidad para generarlo, del recurso mismo y de la habilidad para esgrimirlo en el momento adecuado. Un recurso entregado por el adulto será un recurso incorporado por el chico.
¿A quién tenemos enfrente?
A un empoderado. Imaginemos por un momento lo que significa su gran poder motor que le permite desplazarse por sí mismo y alcanzar todo lo que le resulte atractivo después de haber sido un bebé en brazos que dependía del otro para movilizarse.
Está guiado por su instinto epistemofílico (amor al conocimiento), causa por la cual todo objeto, persona, situación o entorno será aprehendido con avidez. Es estar frente a un investigador insaciable. Su inagotable curiosidad hace que todo lo que lo rodea resulte atractivo para ser conocido, estudiado, desmenuzado.
Está conociendo la fuerza del “no”, ese monosílabo poderoso que le permite oponerse al mundo y así sentir que nace a su propio “yo”.
En síntesis, y para responder los interrogantes planteados, estamos frente a un atleta vigoroso, un investigador voraz y un oposicionista que avanza con fuerza arrolladora. Un pequeño de dos años nos entrena en la relación con el otro, nos modifica, nos mejora.
(*) Adriana Grande (MN. 58804), es médica (UBA), psicoanalista integrante de APDEBA e IPA (Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires y Asociación Psicoanalítica Internacional). Especialista en vínculos padres-hijos.