Cristian Gorbea está preparado para enfrentar una de sus mayores aventuras. Hace veinte años que corre, arrancó porque se veía con unos kilos de más y un amigo se lo recomendó. Probó y le resultó fácil, empezó de a poco, le encantó y le hizo muy bien. No sólo para bajar de peso, sino que también para limpiar la mente. Encontró en el running su cable a tierra.
Ya tiene experiencia en otros formatos como asfalto, triatlones y carreras de montaña, pero nunca una tan larga como a la que se está enfrentando ahora. Con una dosis de inconsciencia, ignorancia y muchas ganas, se encuentra junto con su amigo Lisandro Tagle, ya pasadas las doce del mediodía del sábado, dentro del Cerro Champaquí, en Córdoba, recorriendo los primeros metros del ultra maratón de 80 kilómetros.
La carrera largó desde la plaza San Javier, atravesando caminos de tierra los corredores se acercan de a poco a la montaña. Comienzan las primeras exigencias: un ascenso de 2.000 metros, caminos anchos que se vuelven estrechos y muchos arroyos mezclados con piedras. Al tiempo que terminan de pasar por el valle de Calamuchita, el sol se esconde. Sin embargo, el clima sigue siendo el ideal: veintipico de grados que permiten a Cristian estar en remera.
Su felicidad es absoluta, con un gran estado de exaltación piensa que la carrera cumple con lo esperado. Después de cuatro horas de subida entre un poco de trote y un poco de trekking llega a un filo. Ya había dejado atrás a su amigo y a otros corredores con los que intercambió algunas charlas. En uno de esos diálogos logra conseguir una aspirina para combatir el dolor de cabeza.
En una oscuridad absoluta -a la luna no la dejaron salir aquella noche- la única luz que lo acompañó por el camino era la frontal que tenía en su cabeza, una luz que no alumbra más que cinco metros. Entre subidas y bajadas llega a la cumbre, lugar donde se marca el PC (puesto de control) a 2.800 metros de altura. Muchas piedras, caminos desaparecidos y marcas poco visibles: la aventura había comenzado. Luego de marcar el PC, el banderillero les informa que va 30 de 300 participantes.
Cristian baja con la esperanza de hacer los últimos 20 kilómetros de carrera a la misma velocidad con la que llegó hasta ahí. El banderillero le dice: seguí las luces que se ven allá, es la ciudad de Villa Dolores, vas a encontrar a 500 metros una luz química que te marca un sendero que dobla a la derecha. Cristian continúa como si hubiera entendido a la perfección la indicación -o eso creía-.
Ya son las diez de la noche, de ahora en más iba a continuar solo, mucho más solo que antes.
El entusiasmo es el mismo que al principio. Las ganas de terminar son infinitas. En su cabeza imagina entre catorce y quince horas de carrera. La bajada ayuda a que la velocidad crezca -después reconocerá que acá es donde comienza a cometer una serie de errores y malas decisiones-. Cristian no ve la luz química, solo las luces de Villa Dolores, por lo tanto sigue derecho y nunca dobla a la derecha. El camino se transforma en pajonales, malezas, el descenso se pone cada vez más escarpado. Sabe que se pasó el sendero de la carrera, pero allá abajo se ven las luces de otros corredores.
– Ya pasé el sendero, si esas luces están abajo, llego por un atajo– su pensamiento le juega una mala pasada.
Sigue y sigue, hasta que en un momento deja de ver las luces del pueblo y de los otros corredores. La oscuridad se acrecienta. Asustado, Cristian decide -otra de sus equivocaciones- no retomar en sus pasos y no vuelve hacia arriba. Se adentra en un bosque tenebroso, con mucho follaje, ramas caídas de dos metros de altura con una especie de baba del diablo que colgaba de ellas. Su cabeza va a mil. La luz de su linterna se topa con un arroyo pequeño que corre hacia abajo. Todos los arroyos conducen a un lugar poblado, pensaba, o quería pensarlo. Lo sigue.
Da un paso hacia adelante y en vez de avanzar, cae -o eso es lo que va a recordar luego-. Su caída parece la de un tobogán, pero éste no era amistoso, en éste no se estaba divirtiendo. Las piedras y las ramas lo golpean, veinticinco metros después de rodar por la tierra choca contra algo sólido. Saltan las pilas de la linterna, parece que sus ojos están cerrados, pero no. No ve nada. Agitado y asustado no tiene moretones ni raspaduras.
En vez de seguir moviéndose a oscuras decide quedarse quieto -ya era momento para tomar buenas decisiones, o intentarlo-. Se hace la idea de que va a pasar la noche ahí, de alguna manera tiene que sobrevivir. Su mente peleaba con eso, sus ganas de estar en la ducha y su lamento por no buscar la luz química pujaban para mantenerse a flote.
Era una tortura, en ese momento su mente paró. Activó el modo supervivencia: sacó la manta y trató de abrigarse. Los grados bajaron a cuatro, él estaba transpirado por la carrera pero quieto, combinación fatal. Voy a pasar una noche larguísima, pensó -¿una?-.
Trata de dormir de cualquier manera, se acomoda para la derecha, para la izquierda, mira el reloj pensando que ya habían pasado horas: descubre que sólo minutos.
Intenta tocar adelante, no siente nada; atrás, la pared de la montaña; abajo, un montículo de tierra donde logra acomodar la cola y medio de costado, frenado por una rama que sale del piso. Por sus oídos pasan pocos ruidos: el viento que mueve la copa de los árboles y la caída del arroyo. Dormir se hizo imposible.
A las siete empezó a salir el sol. Al iluminarse todo se comprobó lo que imaginaba: estaba en un precipicio, sentado en una especie de repisa o cornisa de treinta centímetros. Para abajo, cien metros. La carrera tiene como límite 24 horas. No se van a avivar que me perdí hasta que hagan el recuento, mínimo, hasta las 16, nadie se va a acordar de mí, razonó -pronto se dará cuenta que se quedó corto-. Por dentro siente una extraña mezcla entre alegría de estar ahí y pánico de saber que un centímetro a la derecha, hubiera provocado una muerte segura.
Intenta avanzar por una saliente, con mucho cuidado se para y, con la espalda pegada a la pared, camina de costado. Como si estuviera por la cornisa de un edificio. Llega a una especie de triangulo de tierra con la pared y las piedras llenas de musgo, producto de la caída del arroyo. No hay nada seguro por ahí, decide cargar la caramañola con agua y volver a su lugar. La idea se iba madurando en su interior: por lo menos el día -y la noche también- lo iba a pasar ahí. El tiempo era cada vez más lento. Los minutos eran horas, los segundos, minutos. Las horas... días enteros. No tiene hambre, se obliga a comer una o dos barritas. La situación le cerró el estomago -tres kilos suyos se quedarán ahí-.
Él y sus pensamientos. Nadie más. ¿Nadie más?
Arriba, sí, arriba a la derecha se escuchan susurros. Es la voz de una mujer y un hombre hablando. Es clarísimo. No entiendo qué dicen, pero es claro que están conversando. Cristian no entiende lo que pasa, yo tampoco. Cierra los ojos, agudiza el oído y de repente eso que escuchaba se acerca cada vez más, dejan de parecer palabras y se transforman en una ráfaga de viento que le hiela la piel, lo atraviesa y se pierde por el valle.
Estaba -¿estábamos?- alucinando en forma auditiva.
Sus pensamientos corren más rápido que él en sus primeros kilómetros de carrera. Continúan los engaños. Esta vez desde abajo, y no son susurros. Allá, a dos kilómetros en los pajonales ve vacas, un rancho y gente caminando. Inmediatamente se da cuenta que eran alucinaciones. El cansancio te duerme una parte del cerebro y te hace ver -y escuchar- lo que querés.
– ¡Ayuda! – suena su grito con fuerza, a la par del pitído del silbato. Nadie lo escucha.
El domingo se pasó entre alucinaciones, pedidos de auxilio, soplidos de silbato y nuevas posiciones. Ante la duda, comprobó con un palo que debajo de la repisa que lo sostenía había algo solido y, además, lo introdujo dentro de los agujeros que había detrás de él: no quería que ninguna víbora lo sorprendiera. El sol se iba y con él las esperanzas de que lo vieran. Lo tenía claro: de noche era imposible que lo encuentren.
// TN Running | Maratones que no se cancelaron en los Estados Unidos
Está muerto de sueño. Como puede se acomoda para dormir. En su sueño se encuentra con muchas personas, pero ese grato momento es interrumpido. Abre los ojos porque nota algo raro: relámpagos en el horizonte. Podía ver una tormenta descomunal, de esas tormentas de campo en donde se cae el cielo. Si llega a llover con cuatro grados, me muero de hipotermia. Convencido de que en su lugar había un microclima, la miró fijamente por un rato y la tormenta se fue para San Luis.
– Te aferrás a todo, si no sos creyente, te volvés creyente, si creés en un Dios, ahora creés en todos. Pedís, pedís y prometés de todo– relatará luego, en medias, camisa y pantalón, desde su oficina.
Aterrado, piensa en su familia. En su mujer, sus hijos y la desesperación que deben tener. Deben imaginar que estoy muerto, que me dio un infarto o cualquier cosa, pero yo estoy intacto. Después se enterará que su hija de dieciocho se encerraba en el cuarto e imaginaba lo peor y que su hijo de quince, firme, pensaba que como él veía mucho Dicovery sabría bien cómo sobrevivir.
Pasó la segunda noche. Ya debería estar entrando a su trabajo en el banco, sin embargo, amanece dentro de una nube, en Córdoba. Delante de él está la Quebrada del Tigre y al costado un cerro, pero en este momento no los ve. La nube gris le da un color ocre al sol. Con este día, hoy tampoco me encuentran.
Pero escucha algo. Es un avión que va y viene. Ahí confirma que el operativo está en marcha. Eso lo tranquiliza. Aunque se vuelve a alterar cuando se da cuenta que si la nube no sube, él no sale. Pasa todo el día, aprovecha y come algo. Su estado de ánimo sacó un boleto de dos días en una montaña rusa.
– ¡Sáquenme de acá! ¡Sáquenme de acá! – grita desesperado y entre cada grito usa el silbato.
Alrededor de las cuatro de la tarde se despejó, el cielo está azul. El sol alumbra de otra manera. Quedan dos horas antes que vuelva a oscurecer. A dos kilómetros, debajo de la quebrada, alcanza a divisar dos figuras -esta vez no eran alucinaciones-. Infla su cuerpo como pes globo y expulsa todo ese aire que termina atravesando el silbato, así como el viento supo hacer lo propio con él la primera noche.
Para Felipe era un día común, deambulaba por ahí, seguramente jugando, explorando o buscando comida. Detiene todo. Escuchó algo. Le tengo que avisar a Gaby -debe haber pensado- escuché un pitido, Gaby no me suele entender, pero lo voy a llevar hasta ese ruido.
– ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Acá! ¡Acá! – Cristian se da cuenta de que lo vieron. Resta esperar. Cuarenta y cinco minutos después, escucha una voz desde arriba.
– Estoy acá pero no puedo bajar, hay una pendiente tremenda. Quedate tranquilo que llamé a los rescatistas y vienen con una soga – las palabras de Gaby, un baqueano de la zona, son las primeras que escucha Cristian en dos días.
– ¿Cómo me encontraste? – pregunta curioso.
– Yo no fui, fue Felipe, mi perro. Clavó las orejas cuando estabas tocando el silbato.
Arriba de Cristian estaba Gaby, Felipe y Peco, otro baqueano. Hablaron y ahí logró transmitierle la tranquilidad que buscaba: no te preocupes, yo de acá no me voy hasta que no vengan los rescatistas, le aseguró.
Después de un rato largo llegaron los bomberos. Tiran una soga naranja -para Cristian es hermosa-. Se la ata con cuidado y se arma un doble arnés. ¡Tiren! ¡Tiren!, grita feliz. Como si fuera la fuerza de un tractor, lo levantan por la pendiente de veinte, veinticinco metros. Sube y lo ve a José Luis, jefe de rescatistas con su traje naranja, lo agarra del brazo y lo tira para arriba. También ve a cinco pibes tirando con todas sus fuerzas. Cuando por fin llega a la cima, se abraza con los rescatistas -en ese momento no sabe que es el principio de una gran amistad-.
Llora. Él, y también sus rescatistas.
Después de cuarenta y dos horas sale. Se detiene un segundo, aprecia el atardecer y su hermoso paisaje. Finalmente logra encontrar el sendero que perdió la noche del sábado.
Por Federico Cortés.