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    Juicio a las Juntas: "Salí de la sala y me deshice en lágrimas"

    La lucha contra el terror y el nombre de Astiz en una servilleta que empezaría a cambiar la historia. Por Miriam Lewin.

    Miriam Lewin
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    Miriam Lewin

    22 de abril 2015, 13:45hs
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    Cuando a fines de 1984 comenzaron a llegar a manos de sobrevivientes y familiares de víctimas de la dictadura las citaciones para declarar en el Juicio a las Juntas, muchos las recibieron con recelo. El movimiento pendular entre gobiernos civiles y dictaduras militares que había signado el siglo XX podía no haber terminado. La resistencia a que los responsables de la represión fueran juzgados y los bolsones de mano de obra desocupada ávida de revancha eran una amenaza. Algunos de los testigos citados no se presentaron, otros contestaron simplemente para decir que consideraban que no estaban dadas las garantías para declarar. Esa fue una de las razones por las que  los testimonios recogidos por la CONADEP fueran sólo una fracción de los muchos más que con el tiempo aparecerían para completar las cifras de desapariciones.

    Los militares sostenían que los desaparecidos no habían sido secuestrados y que se encontraban "de vacaciones en Europa".

    Mi presencia en la oficina de la fiscalía de Strassera fue en un principio cautelosa. Estaba demasiado acostumbrada, como tantos, a que se desmintiera lo que había vivido en carne propia. Iba a tener que probar lo que durante muchos años se había desmentido. Los militares sostenían que los desaparecidos no habían sido secuestrados y que se encontraban "de vacaciones en Europa". Que en las dependencias militares  nunca habían funcionado campos de detención ilegal y exterminio, que jamás se había torturado ni asesinado. Lo que hoy parece imposible de refutar, se negaba.

    Al entrar a la sala de audiencias, íbamos a enfrentarnos con la mirada escalofriante de los integrantes de las juntas.

    Sabíamos que teníamos una responsabilidad, una deuda con la memoria de los que ya no estaban. Pero también éramos conscientes de que testimoniando en contra de los responsables máximos de la dictadura nos exponíamos al ataque, al cuestionamiento de sus abogados defensores, que iban a tratar por todos los medios- incluso con acusaciones falsas- de desarticular nuestras declaraciones. Y que al entrar a la sala de audiencias, íbamos a enfrentarnos con la mirada escalofriante de los integrantes de las juntas. .

    En mi caso, en una charla con el fiscal Strassera, apareció un recurso inesperado. Los represores negaban en sus declaraciones conocer a sus víctimas. Juraban que nunca se habían cruzado con ellas, que todo era una fábula armada para perjudicarlos. Yo mencioné al pasar que tenía en una vieja agenda que traía en la cartera una servilleta donde Alfredo Astiz había escrito sus datos con tinta verde antes de irse a Sudáfrica en 1978. Strassera se entusiasmó y ordenó que la prueba, arrebatada de mis manos, fuera guardada en la caja fuerte de la Cámara Federal para exhibirla el dia de la audiencia.

    No tenía que olvidar mencionar a ninguno de los secuestrados que había visto en los dos campos de concentración por lo que habia atravesado; tampoco los nombres y apodos de los represores.

    Testimonié el 18 de julio de 1985. En la sala de testigos, compartí largas horas de espera con la viuda del embajador en Venezuela Hector Hidalgo Solá, un funcionario víctima de una interna entre las fuerzas. Había sido secuestrado por el grupo de tareas de la ESMA porque Massera lo consideraba un obstáculo para sus ambiciones políticas: ni siquiera Videla, que lo había designado, pudo ampararlo.

    Cuando me senté frente los jueces, me conmoví. El ambiente de la sala era sobrecogedor. Mi declaración fue larga. No tenía que olvidar mencionar a ninguno de los secuestrados que había visto en los dos campos de concentración por lo que habia atravesado; tampoco los nombres y apodos de los represores. Eran decenas de datos que tenía que recordar en un estado de nerviosismo extremo.

    Cuando nombré a Astiz, la aparición de la servilleta en la sala fue una mínima estocada a la mentira. Las dos horas y media durante las cuales los defensores se turnaron después para interrogarme e intentar desacreditar mi declaración se me hicieron eternas. Salí de la sala y me deshice en lágrimas.  Entre abrazos de los míos, sentí que había empezado una nueva era de justicia en la Argentina.

     

    * A 30 años del juicio a las juntas, el informe completo de TN.com.ar.

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