Más de trescientos muertos. Miles de heridos y mutilados. Vidas segadas de personas que iban a ver un desfile aéreo, que salían a almorzar, que tenían que realizar un trámite bancario, de chicos que salían o iban al colegio. O, simplemente, de dos enamorados que se encontraban al mediodía para verse unos minutos.
Al atardecer de ese 16 de junio de 1955, 70 años atrás, el paisaje en el centro de la Ciudad era devastador. De destrucción total. Escombros, veredas deshechas, autos volcados, algún tanque estacionado, negocios a los que les habían volado toda la fachada, algún micro partido al medio, columnas de humo, todavía persistían algunos incendios.
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Bajo la Recova, al costado de la Casa Rosada, una larga fila de cuerpos inertes, de cadáveres. Algunos, con el correr de las horas, se habían tomado el trabajo de acomodarlos y de taparles la cara con diarios. Llegaba a la Plaza de Mayo gente apurada, con el terror en la cara, y levantaban, con respeto y mucha cautela, esos diarios con la ilusión de no encontrar la cara de su ser querido en alguno de esos cuerpos sin vida.

Otros deambulaban sin destino, como zombies, aturdidos por las explosiones, por lo que habían visto, sin entender por qué ellos eran los sobrevivientes. Las ambulancias y los doctores seguían trabajando.
La sangre manchaba los adoquines y las veredas. La huella ensangrentada de una mano quedó marcada en la pared exterior de la Catedral. Había zapatos tirados, sombreros abollados, carteras de mujer, algún portafolio abierto del que salieron volando todos los papeles, guantes, abrigos hechos jirones. Brazos y piernas sin dueño. Muertos. Centenares de muertos.
En la gente que caminaba por ese paisaje bélico, de pesadilla, había dolor, rabia pero sobre todo perplejidad ¿Cómo había podido haber sucedido eso?
Lo que había sucedido era inédito en la historia. Era la primera vez que los aviones militares de un país atacaban a sus compatriotas en un estado no beligerante. Fueron tres oleadas de ataques aéreos, de bombardeos, que se ensañaron con la población.
“Argentinos, argentinos, escuchad este anuncio del cielo volcado por fin sobre la tierra argentina. El tirano ha muerto. Nuestra patria, desde hoy, es libre. Dios sea loado”. Los militares rebeldes leyeron esa proclama en Radio Mitre después de tomar la emisora. Creyeron que sus planes se habían concretado. Provocar un golpe de estado pero sin tener que preocuparse por el destino del presidente depuesto. El objetivo de la misión era muy claro: matar a Perón.

Para eso decidieron bombardear la casa de gobierno y el ministerio de guerra, sede del ejército, fuerza leal al presidente. El bombardeo debía realizarse a media mañana, aprovechando que los jueves a las 10.30, Perón se reunía con su gabinete en pleno.
Que esa fuera la zona más concurrida de la ciudad no pareció importar.
La conspiración para derrocar a Perón había comenzado mucho antes. Algunos intentos previos habían fracasado, otros se habían abortado. En esta participaban altos mandos de las tres fuerzas. Contaban con el apoyo de políticos y ciudadanos (que se hacían llamar Comandos Civiles). Un plan urdido en secreto y con paciencia pero que los hechos de la última semana habían apresurado.
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El domingo anterior, el 11 de junio de 1955, más de 200 mil personas marchaban por las calles del centro de Buenos Aires. Era el día de Corpus Christi. Pero no era una peregrinación religiosa. La manifestación tenía otro sesgo. La disputa entre el gobierno de Perón y la iglesia se encontraba en el punto más álgido (dos días después Perón echó a dos obispos: Tato y Novoa). Fue una masiva muestra de disconformidad por parte de la sociedad.
Finalizada la procesión, se quemó una bandera argentina. O al menos así salió publicado en los diarios del día siguiente. Se armó un gran revuelo. El gobierno y la oposición cruzaron acusaciones. El oficialismo convocó a un acto de desagravio en la Plaza de Mayo para el jueves siguiente. Un desfile aéreo. Los aviones iban a tener ocasión de llegar a la ciudad sin levantar demasiadas sospechas.
Uno de los cabecillas del levantamiento era el contraalmirante Toranzo Calderón, quien fue avisado de que los servicios de inteligencia tenían información sobre sus planes. Eso apuró los hechos. Adelantaron la fecha.

El ministro de Marina, Aníbal Olivieri, se internó en el Hospital Naval. Más que internarse, se hospedó. Anoticiado de la sublevación pretendió mantenerse prescindente. Con él, en la habitación, estaban sus dos ayudantes que años más tarde serían determinantes en otra tragedia nacional: Emilio Massera y Horacio Mayorga.
El plan coordinado por Olivieri y el vicealmirante Gargiulo contemplaba varios frentes y fases. Primero el bombardeo. Al mismo tiempo un escuadrón de la infantería de Marina debía atacar por tierra la Casa Rosada. Esa unidad estaba a cargo del capitán Argerich. Un grupo de civiles, los comandos civiles, entre cuyos líderes estaban Luis María de Pablo Pardo, Mario Amadeo y Zabala Ortiz, darían apoyo en los alrededores de Plaza de Mayo. Para identificarse usarían un brazalete blanco.
En simultáneo la flota de mar debía zarpar desde Puerto Belgrano. Pero, el punto clave era la movilización de las fuerzas del ejército. De eso se encargarían dos generales: Bengoa y Pedro Eugenio Aramburu. Una vez producido el primer bombardeo –tal vez con Perón muerto ya- y con la movilización de tropas, los líderes rebeldes descontaban que se le unirían la mayoría de las guarniciones del país.
La acción comenzó bien temprano cuando a las seis de la mañana, los rebeldes tomaron la base de Punta Indio. Desde allí partirían los primeros aviones. Pero apenas despegaron, debieron regresar a la base por causa de la niebla. La acción, en ese momento, se trasladó al Ministerio de Marina donde los rebeldes debatieron si debían continuar. Los aviones despegaron a media mañana.
Perón y su ministro de guerra, Franklin Lucero ya sabían del movimiento de sublevación. El presidente recibió bien temprano en la mañana, en su despacho de la Casa Rosada, al embajador norteamericano, Dr. Nuffer. Es muy probable que la embajada norteamericana haya brindado los datos que su servicio secreto tuviera.
A las 12.40 del jueves del 16 de junio de 1955, muchos ciudadanos se encontraban en la Plaza de Mayo. Miraban hacia el cielo. Inocentes. Sin noticias de la asonada en ciernes. Esperaban ver el desfile aéreo que se había programado como desagravio por la supuesta quema de la bandera. En el horizonte aparecieron los aviones. Beechcraft y North American. Pero no desfilaron. Bombardearon. Descargaron su carga mortífera contra la Casa de Gobierno y contra los ciudadanos que se encontraban en sus inmediaciones.
De pronto, el infierno.
Una lluvia de bombas y fuego se abatió sobre la población. Los ataques se sucedieron por varias horas. Parecían no terminar nunca.
Al mismo tiempo, en los alrededores de la Casa Rosada, el combate entre las tropas de Argerich y los Granaderos que protegían al presidente. Al llegar camiones con refuerzos, los sublevados mataron a los conscriptos que los manejaban, para que las tropas no llegaran a destino.
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El ministro Olivieri dejó el hospital y se dirigió al ministerio de Marina para apoyar a los rebeldes. Massera y Mayorga seguían con él.
Di Pietro, Secretario general de la CGT, convocó a los trabajadores a defender el gobierno. Los citó en la Plaza de Mayo. Lo hizo por radio. Por cadena nacional.
Una segunda oleada de bombardeos. Esta vez eran los Gloster Meteor. Los objetivos habían cambiado. Las bombas ya no cayeron sobre la Casa Rosada. La plaza de Mayo, las bocas de subte y las avenidas aledañas fueron los objetivos. Ya habían empezado a llegar trabajadores citados imprudentemente por Di Pietro a la Plaza.
Los trabajadores furiosos se dirigieron al Ministerio de Marina y lo atacaron a pedradas. Desde dentro, los rebeldes atrincherados allí, les respondieron a los tiros. Seguía incrementándose la lista de bajas.
La multitud vociferaba. En el Ministerio, los líderes rebeldes estaban sentados en el suelo: no quedaban ventanas con vidrios sanos. Olivieri le preguntó a uno de sus asistentes qué gritaba la gente. “La vida por Perón”, le contestaron. Tal vez Massera. Olivieri, el que había iniciado el día mostrándose prescindente, el hombre de confianza del presidente en la marina, contestó: “Vamos a darles el gusto”. Las ráfagas de ametralladora arreciaron. La gente corría despavorida. Muchos cayeron. Olivieri dio otra orden: “Bombardeen Casa de Gobierno, la CGT y Radio del Estado”.
A las 15.22, desde una ventana del Ministerio de Marina se mostró una bandera blanca. Los rebeldes reconocían su derrota. Se habían rendido. La multitud festejó enardecida. Los tanques leales dejaron de disparar contra el edificio. Pero, tan solo cinco minutos después, sucede lo impensado. Una nueva tanda de aviones azotó la Plaza. No les habían comunicado la rendición. Los que estaban en Marina, retiraron la bandera blanca y abrieron fuego contra la multitud. Una vez más. Olivieri, tiempo después, declaró: “Por supuesto que no ordené parar el fuego. Mi sentimiento fue darles con todo. Yo no iba a dejar que tomaran el Ministerio”.
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El teniente Guillermo Palacio se quedó sin bombas en su Gloster. No volvió a la base. Decidió lanzar su tanque suplementario de combustible (800 kg de kerosén). Esa carga tuvo un efecto similar al Napalm.
La segunda oleada, el segundo ataque aéreo, causó más víctimas que el anterior.
Lucero se comunicó con los líderes rebeldes y les exigió la rendición. El general leal Juan José Valle ingresó al Ministerio de Marina y los líderes se rindieron ante él.
Las radios emitieron el Comunicado número 3: “La situación está totalmente normalizada y la tranquilidad se extiende a todo el territorio. El P.E.N. ha decretado el estado de sitio”.

Los aviadores no volvieron a sus bases. Escaparon al Uruguay donde fueron recibidos por funcionarios uruguayos. Una de esas escuadras en su fuga a Montevideo se desvió del camino. La comandaba el capitán Carús. Eran las 17.40 hs. habían pasado casi dos horas desde la rendición. En la Plaza de Mayo festejaban los adeptos al gobierno peronista. Carus descargó su carga asesina sobre ellos. Y partió a refugiarse en Uruguay.
A Perón no le pasó nada. A media mañana por sugerencia del ministro de guerra, Franklin Lucero, se refugió en los subsuelos del ministerio de guerra. Las unidades del ejército que se debían movilizar para apoyar la sublevación nunca lo hicieron. El intento de golpe fue abortado en unas pocas horas.
El vice-almirante Gargiullo se suicidó esa misma madrugada en su lugar de detención.
Los líderes de la sublevación fueron juzgados y condenados a largas penas de prisión. Nadie fue fusilado. Olivieri eligió como defensor a Isaac Rojas.
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Dos meses después de este artero bombardeo sobre el centro de la ciudad, los responsables salieron de prisión y aquellos que se habían fugado a Montevideo, regresaron sin restricciones al país. Fueron recibidos como héroes. Había triunfado la Revolución Libertadora.
Los principales comandos civiles, Mario Amadeo, de Pablo Pardo y Zavala Ortiz fueron, en diferentes épocas, cancilleres de nuestro país. A Toranzo Calderón lo premiaron con la designación como embajador en España y a Olivieri ante la ONU. Massera y Mayorga fueron protagonistas de otro baño de sangre, mucho peor aún, 20 años después.