Dicen quienes lo vieron recientemente al Papa Francisco que está muy preocupado por el aumento de la tensión política en la Argentina, que en los últimos días comenzó a pasar de la agresión verbal a la agresión física, particularmente hacia dirigentes y militantes libertarios. Y que tiene como telón de fondo otra tensión: la social que, por ahora, aparece contenida, entre otras cosas, por el impacto de los planes sociales y una cierta esperanza en el gobierno que -según las encuestas- todavía conserva una parte de los sectores más postergados.
“Con este nivel de enfrentamiento el futuro no va a ser nada bueno”, aseguran haberle escuchado al pontífice los que lo visitaron últimamente, compatriotas y no compatriotas, cuando en la conversación surgió la situación de la Argentina. Un presagio que se funda no sólo en la combinación de las tensiones política y social, sino en la incapacidad de concretar acuerdos multipartidarios y multisectoriales para afrontar los graves desafíos ante más de la mitad de la población en la pobreza y una economía que no termina de reactivarse.
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En rigor, Jorge Bergoglio siempre manifestó su preocupación por los modos confrontativos de la política argentina, particularmente a partir del estilo que abrazó Néstor Kirchner en la presidencia, seguido con fruición por su esposa. De hecho, el desacuerdo del entonces arzobispo de Buenos Aires con el matrimonio presidencial marcó el inició de una mala relación que -sumado a una serie de desencuentros políticos- llevó al ex gobernador santacruceño a considerar al futuro Papa Francisco como “el jefe espiritual” de la oposición.
Convertido en pontífice, esperaba que Mauricio Macri en la presidencia bajara el nivel de confrontación y buscara acuerdos, pero sea porque pensaba que con el peronismo era inviable, sea porque lo consideraba un signo de debilidad, sea porque también apostó a la grieta como rédito político, no pudo ser. Pero la gran esperanza -y la gran decepción- de Francisco fue con Alberto Fernández, que comenzó su presidencia muy conciliador -logrando una alta aprobación- y pronto pasó a la pelea siguiendo el libreto de Cristina.
Con los antecedentes de Javier Milei -conocido por sus estruendosas intervenciones en los programas de televisión- seguramente Jorge Bergoglio no se debe haber hecho muchas ilusiones de un presidente dialoguista cuando el libertario ganó las elecciones. Él mismo había sido víctima de las descalificaciones del líder de La Libertad Avanza. Pero tras las disculpas del libertario, la cordial reunión con el Papa y la sugerencia de Francisco de apostar a la conciliación, Milei siguió siendo Milei.
No hace falta aquí citar siquiera alguno de los gruesos epítetos -algunos lisa y llanamente groserías- que el presidente le viene profiriendo a la oposición, a todo dirigente o incluso periodista que lo critique a él o a su gestión. Tampoco es necesario decir que semejantes improperios no se corresponden con la investidura presidencial. Por cierto que ello no justifica una respuesta violenta hacia sus colaboradores y militantes, pero cuanto menos no aporta la serenidad que debe bajar de lo más alto del poder.
Así, llegamos a los últimos días en que diputados oficialistas fueron atacados a pedradas cuando iban a ingresar a la Universidad de La Plata para dar una charla, mientras que Karina Milei fue agredida antes de un acto también en La Plata. A su vez, el presidente de la Cámara de Diputados, Martín Menem, sufrió una lluvia de huevazos al inaugurar un local partidario en Río Gallegos. Y un influencer libertario escapó de un grupo de exaltados que querían golpearlo frente al Congreso.
Tampoco la pasó bien el dirigente social Juan Grabois. Al volver del Vaticano, en el aeropuerto fue increpado por personas que lo acusaron de ladrón. Días después fue nuevamente atacado verbalmente. Por intervención de la policía en el primer caso y de acompañantes y transeúntes en el segundo, esos episodios no terminaron en una gresca, con un Grabois que parece siempre dispuesto a escalar el incidente. Cabe preguntarse, entonces, si se entró en una dinámica de violencia.
Cuando en septiembre el Papa Francisco, en su resonante discurso ante los movimientos sociales, dijo que en una manifestación “se usó gas pimienta en vez de haber gastado el dinero en justicia social” le llovieron críticas de quienes consideraron que estaba criticando al gobierno porque no era de cuño peronista, movimiento con el que le atribuyen simpatizar. Más aún: llegó a decirse que con su crítica, contribuyó a la desunión y no a la armonía entre los argentinos.
Hay otra interpretación que hacen algunos de los que lo conocen. Que como líder respondió a su condición de anticiparse al futuro y advertir con su crítica que la tensión social podría escalar y consecuentemente también la represión. Y que, por lo tanto, al reclamar “justicia social” estaba pidiendo hacer todo lo posible para bajar esa tensión. “Cada uno debería preguntarse si llegó a ser pontífice una persona facciosa o alguien realmente preocupado por su pueblo”, dicen.
Algo es seguro: Milei logró iniciar su gestión con un alto crédito del Papa que vio en su disposición a tener una buena relación un buen punto de partida. Pero la opción por reducir la relación a los informes sobre la ayuda social del gobierno a través de la ministra de Capital Humano, Sandra Petovello, y sobre todo la persistencia de su perfil de confrontación con todos lo que lo cuestionan, están provocando que ese crédito caiga en picada.
¿Afectará la creciente tensión política y social la decisión de Francisco de venir a la Argentina? En el Vaticano creen que no contribuye a que esta sea favorable porque en un clima tan caldeado la visita podría ser fuente de controversia. Otros, aquí, piensan que podría ayudar a bajar la tensión. Sea como fuere, lo importante para Francisco -dicen- no es venir o no, sino que se logre cierta calma y se busquen acuerdos.
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Es harto sabido que los hechos violentos están precedidos de las palabras violentas. Y todos los actores de la cosa pública deben asumir su responsabilidad siendo prudentes y mesurados. Ni qué decir en lo más alto del poder. El Presidente no puede ignorarlo. Y el hecho de que se diga que sus descalificaciones tienen que ver con su carácter no constituyen justificativo alguno.
Javier Milei tiene, pues, la principal responsabilidad de tranquilizar los ánimos, no de caldearlos aún más. Es el primero que debe dar el ejemplo. Por el bien de la convivencia entre los argentinos. Ni más ni menos.