La presidente de las Madres de Plaza de Mayo, al frente de esa entidad, que debería ser una escuela de pluralismo y democracia, hace más tiempo que el más longevo de nuestros sindicalistas (le gana a Amadeo Genta por seis o siete años) y que el más insistente de nuestros señores feudales (a Gildo Insfrán lo aventaja en una década y media), no tuvo mejor idea que convocar a una “pueblada” para detener las investigaciones judiciales contra su jefa.
Hebe de Bonafini sostuvo que esa era la única solución, dado que los jueces no van a parar hasta condenar a la jefa espiritual de la nación, los abogados de la defensa parece que no tienen forma de disuadirlos, ni de sacarlos del medio. Y alguien tiene que evitarlo.
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Decí que La Cámpora está demasiado ocupada en digerir el tarifazo de Sergio Massa, los aprietes de Pablo Moyano, la caída del poder adquisitivo de los salarios y el secuestro del avión venezolano, así que lo de la pueblada puede que tenga que esperar. Pero no tanto: ya lo dijo Andrés “Cuervo” Larroque, “sin Cristina no hay ni peronismo, ni país”, así que aceptar su eventual condena, después de haber movido cielo y tierra para sepultar las causas en su contra, no es una opción.
La parte más curiosa de la alocución de Hebe de Bonafini fue la que atribuyó la responsabilidad última por los problemas de Cristina Kirchner en los tribunales a “los yanquis”: ellos están “detrás de nuestros enemigos”, “quieren robar en todos lados, matan en todos lados y después se hacen las víctimas”. Lo de “hacerse las víctimas” debe referir a los atentados terroristas del 2001 que, recordemos, Bonafini celebró con entusiasmo.
Y fue curiosa esa referencia, además, porque justamente en estos días los seguidores de Donald Trump están movilizándose, calentando motores para una “pueblada” contra los jueces, como la que intentaron contra los legisladores cuando su ídolo perdió las elecciones presidenciales. Un modelo de asalto a las instituciones que seguro Hebe de Bonafini podrá usar para inspirarse.
Así como Cristina Kirchner tiene secuestrado al peronismo, Donald Trump ha hecho lo propio con el Partido Republicano. Y está dejando fuera de competencia, o forzando al retiro, a los pocos dirigentes de este signo que se atrevieron a enfrentarlo. En especial los que apoyaron el juicio político en su contra: de la decena de legisladores republicanos que votó en su contra ya no queda casi ninguno. No por nada las chances de que vuelva a ser candidato dentro de un par de años no dejan de crecer, pese a sus crecientes problemas en la Justicia.
En el marco de esta cada vez más directa contraposición entre las investigaciones que llevan adelante los jueces y la pretensión de Donald Trump de volver al poder, y el interés electoral de quienes lo acompañan de que lo logre, se entiende el tenor de las declaraciones de estos últimos contra los funcionarios judiciales. No tienen nada que envidiarle a las de Andrés “Cuervo” Larroque, Eugenio Zaffaroni o Hebe de Bonafini: hablan igual que estos de proscripción, de supuestas vinculaciones de los jueces con los adversarios políticos del acusado, e identifican a Joe Biden, alternativamente, con Joseph Stalin y con el fascismo. Y lo mismo hacen con el periodismo que osa criticar a Donald Trump.
Calcado de lo que se escucha en estos pagos, cada vez que el juicio sobre la obra pública durante el anterior ciclo kirchnerista hace algún avance: “está todo amañado”, “los jueces y fiscales son amigos de Macri”, “no hay pruebas de nada”, etc, etc.
Los líderes populistas radicalizados, acá y en todas las democracias del mundo, ponen a la Justicia en un brete: si ella los investiga y acusa, será acusada a su vez de politizarse, y deslegitimada ante los ciudadanos, al menos ante los que creen en el líder contra toda evidencia en contrario; pero si no actúa, o lo hace a paso lento y mano blanda, alimentará la percepción de impunidad que necesitan esos líderes para fortalecer su imagen de poder, su pretensión de estar por encima de las instituciones y ser capaces de manipularlas e imponerles su visión de las cosas. Así que no tienen una salida fácil, sin costos. Tienen que elegir entre un choque directo o un desgaste progresivo, que puede equivaler a la muerte lenta.
Es que el líder perseguido y el líder omnipotente son dos caras de la misma moneda. Las dos muy útiles para atender a un público que está ganado por el resentimiento con sistemas políticos que lucen impotentes para resolver sus problemas, y son además en alguna medida opacos en sus procedimientos, por lo que alientan todo tipo de ideas conspiranoicas.
Conclusión: si estas cosas pasan en Estados Unidos, una de las democracias más sólidas y antiguas del planeta, ¿por qué sorprenderse de que suceda entre nosotros?
Hay sin embargo una diferencia importante, que conspira contra ese consuelo. Y es que nadie ha acusado hasta aquí a Donald Trump de usar la Presidencia para robar, ni mucho menos de dirigir una asociación ilícita para quedarse con cientos de millones de dólares de dinero público. Se lo acusa de haber manipulado y tal vez destruido archivos secretos y documentos que por ley deben ser preservados (ley que se remonta al final de la presidencia de Richard Nixon, acusado justamente de lo mismo que Trump, de destruir y ocultar archivos y grabaciones que lo comprometían). Algo que cabe sospechar también hizo en su momento Cristina Kirchner: recordemos los archivos de inteligencia que se encontraron en su casa de Calafate. Pero al ser un crimen mucho menor a todos los otros de los que se la acusa, no mereció mayor atención, ni del público ni de los tribunales.
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Y no es esa la única diferencia. También se distinguen Donald Trump y Cristina Kirchner por las chances que tiene cada uno de volver al poder. Entre otras cosas porque Trump puede decir que todo empeoró en su país desde que abandonó el Gobierno, y tendría algo de razón; pero Cristina lo ha estado ejerciendo mientras todos los indicadores se hundieron, y siguen hundiendo, así que es difícil que pueda convencer a mucha gente de que ella es la solución que andamos necesitando.
Y pese a todo querrá intentarlo. En eso sí se parecen mucho: ni se les pasa por la cabeza dudar de sí mismos, cuestionarse cualquier cosa que hayan hecho o pretendan hacer. Es lo que los fanáticos más les festejan, y es lo peor que tienen.