Ya no vemos nada que nos contradiga. Nada que nos interpele. Nada del afuera. Por más que el engaño de la supercomunicación actual nos muestre en permanente intercambio.
Los algoritmos nos dan a los amigos que más queremos o admiramos en primera plana. Los diarios y blogs con los que uno está de acuerdo, o al menos un cálculo matemático llega a la conclusión de que coincidimos con sus contenidos. Las bocas con palabras amigas que nos suenan bien, esas que no vienen a cuestionar lo que sentimos con respecto a algo, sino a reafirmarlo. Una reja más que refuerza el corral de nuestro sistema de creencias. Porque volvimos a creer, amoldamos esta nueva fe a la razón. Nada que no sea uno. Mis ideas preestablecidas. Mi lugar de comodidad.
Abandonamos la búsqueda de lo cierto y nos abocamos a la persecución de lo que creemos -con una fe cuasi religiosa- que es “la verdad”. Sólo eso, y nada que se oponga a nuestros libros sagrados de la biblioteca mental, es aseverado como cierto. Después, está la mentira del otro que solamente aparece como el ruido que interrumpe nuestra calma.
Pero tenemos herramientas para protegernos, como silenciar al que grita desde enfrente una versión distinta a la de nuestros preconceptos. Perdimos la noción de interactuar con el no, con lo diferente.
Nuestra vida redunda en una hiperconexión con nosotros mismos porque la idea de otro se pierde en la bruma del confort mental.
// El árbol que cae en Instagram
Como la abundancia de voces es siempre aturdidora al navegar entre interacciones propias y ajenas, los primeros sonidos que detectamos como incómodos son los diferentes a los nuestros. Nos hacen ruido, como un pitido repulsivo que nos perturba.
"Bloquear”, “Quitar de mis amigos”, “Ver menos frecuentemente”, “No me interesa”, son algunas de las opciones sanadoras que nos ofrecen las distintas redes. Un click y listo: no hay un otro. No hay infierno. Sartre está feliz a puerta cerrada. Nunca nada diferente: siempre nosotros, conformes y de acuerdo con nosotros mismos.: mi verdad indiscutida lejos del peligro de la duda y el enriquecimiento producto de cualquier debate lógico.
Es en ese momento cuando nos enfermamos de nosotros; porque le quitamos el contraste a los colores de las ideas. Todo es tenue y se ajusta, no hay conversación, solo repetición de patrones. La argumentación se vuelve hiperbólica y fundamentalista. Nos empieza a aterrar lo distinto porque perdimos la conexión con lo diferente para que nuestra experiencia digital resulte más saludable.
Así, el remedio (alejarnos de lo que resulta tóxico porque es negativo) se vuelve veneno (el exceso de lo positivo nos inmola).
El fenómeno de las fake news (noticias falsas publicadas por medios pseudoperiodísticos únicamente con el ánimo de generar consecuencias políticas y degenerar la realidad) no es más que un aprovechamiento de un incendio mental. Hoy se nos busca para informarnos únicamente con lo que refuerza nuestro sistema de creencias. Por eso no importa el argumento y es suficiente el titular: para qué leer si me es suficiente acordar con la idea general porque siento que es verdad.
Ahí se comparte. Como una reacción animal. Como se contagia un bostezo. Lo recibirán los que todavía nos miran, y bostezarán también, porque somos autómatas al teclado. Los que ya no nos miran, para quienes no existimos porque nos bloquearon o silenciaron, ni se van a enterar que acá estamos bostezando .
Nos dormimos flotando en la virtualidad de nuestro mundo cibernético de voces que sólo nos dicen que tenemos razón.
// Un cartel sobre la Panamericana (o la moda de que todo es una experiencia)
Escribimos en mayúscula cuando aparece un intruso, alguien que se nos metió por la ventana y nos postea algo que nos resulta repulsivo porque ya perdimos el contacto con el disidente. Nos resulta absurdo que alguien no crea lo que creemos, un pecado, un acto de herejía. Para eso está la hoguera digital en donde arden todos aquellos que no respetaron nuestra verdad. Los linchamientos. Las "shitstorms", como definió el filósofo Byung-Chul Han en su libro En el enjambre a las tormentas de mierda que se le arrojan a aquél que alzó una voz contraria. Porque, a la vez, la noción del otro queda reducida a la virtualidad, no es alguien real que tenemos en frente. No parece un prójimo, se lo trata y se reacciona "afectivamente al instante, sin matices ni autocontrol, conformando una sociedad sin respeto recíproco".
Nos volvemos talibanes de nuestras ideas alimentadas sólo por lo que creemos verdadero por fe, esas que sostienen nuestro cómodo ecosistema de pensamientos. Esa que nos dice que nuestra verdad es verdad "porque así lo sentimos".
Si la modernidad fuera música, de seguro que tiene ritmo y melodía pero carece casi absolutamente de armonía. El ritmo tiene un tiempo muy rápido y la melodía es muy monótona. Le falta armonía.
La Real Academia Española tiene siete definiciones para esta palabra. La segunda de ellas reza lo siguiente, que parece una gran cita para cerrar esta nota:
Armonía
2. f. Bien concertada y grata variedad de sonidos, medidas y pausas que resulta en la prosa o en el verso por la feliz combinación de las sílabas, voces y cláusulas empleadas en él