Somos exploradores por naturaleza. Es parte intrínseca de nuestra genética. Y ha sido una práctica -la exploración- que hemos desarrollado desde el preciso momento en que nuestros antepasados primates, los primeros australopithecus, comenzaron a desplazarse a través de la sabana africana. Pasaron milenios e incluso millones de años, a lo largo de los cuales nuestra especie fue recorriendo nuevas tierras, continentes e incluso adentrándose en enormes mares y océanos, conquistando así cada rincón de este maravilloso planeta azul.
Cada uno de esos territorios que explorábamos por vez primera, lo realizábamos con el esfuerzo de toda la manada, con herramientas básicas, con la enorme compañía del fuego y, de manera muy significativa, por medio de esos “pequeños” faros que se cortaban en el más oscuro de los cielos. Precisamente ellos, y por largas noches, nos marcaban el camino. Hubo un momento -nunca sabremos de manera precisa ni cuándo ni dónde- en que comenzamos a desear alcanzar esos faros. En definitiva, allí se encontraban no sólo nuestros dioses y anhelos sino que, además, las diversas formas y lugares que ocupaban en aquel oscuro telón eran indicios inapelables respecto a la regulación de nuestra actividad social. El sembrar y cosechar, por mencionar meros ejemplos, eran dictados por estos “mensajeros”.
Generación tras generación, ese ferviente deseo de llegar al cielo nunca cesó. Mucho más aquí en el tiempo, fue necesario desarrollar el pensamiento científico para describir los primeros esbozos a fin de encontrar las ideas y sus implementaciones correctas para lograr tan singular cometido. Sólo a partir del crecimiento exponencial de la ciencia y el desarrollo tecnológico del siglo XX y, muy en particular, de un contexto geopolítico en las que estaban involucradas dos superpotencias mundiales (Estados Unidos y la ex-Unión Soviética), es que el alcanzar el más cercano de esos faros, la Luna, nos fue posible.
Una extraña -para occidente- esfera plateada de la cual sólo podía oírse un agudo pitido, fue la responsable de uno de los momentos más preocupantes para la potencia americana. El primer satélite artificial de la historia ya se encontraba orbitando la Tierra, y su etiqueta era una bandera roja y amarilla, acompañada de una hoz y un martillo.
Cuatrocientos mil hombres y mujeres trabajando en un programa espacial, desarrollado a lo largo de 10 años, afectando el 4,5% del presupuesto de la nación más poderosa del mundo, son cifras que marcan fría y sustancialmente, lo que significó el proyecto Apolo.
Comenzó allí una de las más impresionantes contiendas jamás vista entre dos naciones. Y con una singular paradoja: el mismo y colosal temor de una disputa bélica nuclear que amenazaba la propia existencia humana permitió que no se produjese tan sólo un disparo de arma. Corría el año 1957 y era claro que nuestro satélite natural era el nuevo territorio a conquistar.
Año tras año, los soviéticos se alzaban con notables triunfos. Al Sputnik 1 lo siguió el primer ser vivo en el espacio, el primer hombre y la primera mujer en viajar más allá de nuestra atmósfera y la primera caminata espacial, por nombrar algunos de los hechos más trascendentes. Ya en 1961, y frente al congreso de su nación, el Presidente de los EE.UU., John F. Kennedy, expresó taxativamente que el llevar astronautas a la Luna y regresarlos sanos y salvos sería el más importante de los desafíos a lograr en aquella época.
Sólo y únicamente a partir de una trascendente decisión política, un conjunto notable de científicos, ingenieros y tecnólogos trabajando en un plan organizado y sistemático y, quizás aún más importante, una nación comprometida con semejante cometido, hizo posible que Neil Armstrong dejara hace 5 décadas esa huella lunar prácticamente imborrable para la eternidad.
Esta notable historia ocurrió hace exactamente 50 años. Cuando observamos atrás en el tiempo, no podemos dejar de asombrarnos y, por cierto, en el mejor de los sentidos. Cuatrocientos mil hombres y mujeres trabajando de manera directa en un programa espacial, desarrollado a lo largo de 10 años, afectando el 4,5% del presupuesto de la nación más poderosa del mundo, son cifras que marcan fría y sustancialmente, lo que significó el proyecto Apolo. Una historia marcada no sólo por éxitos rotundos sino también por la tragedia misma, sellada con la muerte de tres astronautas en una prueba en tierra (Apolo 1).
Año tras año, los soviéticos se alzaban con notables triunfos: el Sputnik 1, el primer ser vivo en el espacio, el primer hombre y la primera mujer en viajar más allá de nuestra atmósfera y la primera caminata espacial.
Fue en 1968, más precisamente en la Navidad de aquel año, cuando por vez primera la humanidad pudo viajar a la Luna. La tripulación del Apolo 8 circunnavegó la esfera gris y, mientras pasaba tan sólo a unos kilómetros de sus cráteres y montañas, sus astronautas nos emocionaron con la lectura del propio Génesis. Dos misiones más (Apolo 9 y 10) prosiguieron esta rica historia con el objetivo de probar los navíos que harían el primer e histórico descenso (Apolo 11).
Fue entonces cuando llegó el turno para Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins. Despegando el miércoles 16 de julio de 1969, a las 10:32 de Argentina, cuatros días más tarde Armstrong y Aldrin se convertirían en los primeros seres humanos en caminar sobre otro mundo. Los siguieron otros 10 privilegiados, llegando a un total de 12 (al día de hoy) los caminantes lunares.
Armstrong, Aldrin y Collins, tres nombres -en particular el primero- que quedarán en la bitácora de todos los tiempos. Pero bien vale remarcar que aquellos pequeños y gigantes pasos se lograron a partir de mujeres que calcularon las rutas a partir de lápiz, papel y una enorme capacidad de trabajo e intenso amor por las matemáticas; a partir de ingenieros que desarrollaron las más eficientes naves espaciales; a partir de hombres y mujeres que no sólo cosieron milímetro tras milímetro los trajes espaciales sino además, la más curiosa de las computadoras. Sí, así fue; el cerebro de la computadora del Apolo estaba construida por cuerdas y arandelas cocidas.
Apolo fue mucho más que un programa espacial. Apolo representa el resultado que se obtiene cuando una sociedad, una nación, y sus gobernantes están consustanciados con un ideal, con un proyecto. Se cumple medio siglo de este hecho memorable. Ocurrió el 20 de julio de 1969. Ese mismo día comenzó, y para siempre, nuestro incesante viaje a las estrellas.
(*) Diego Bagú es director del Planetario Ciudad de La Plata y secretario de Extensión de la Facultad de Ciencias Astronómicas y Geofísicas de la Universidad Nacional de La Plata.