Con situaciones muy diversas, en el sustrato hay un modo común. La comida, el sueño –siestas neuróticas, insomnio amenazante-, soledad, separación, la hora de la comida como pausa y placer pero con desorden, exceso de alcohol, la delación y persecución de las transgresiones, los consorcios al borde la militarización, los porteros despóticos y vigilantes capaces de señalar a Anna Frank, llegado el caso.
Más o menos así es en el territorio de la clase media, sobre todo, urbano y rígido. El mundo de cuarentena se esfuma a medida en que se avanza hacia el interior. No es que allá no exista el COVID-19, pero no se ordena la misma severidad con normas inflexibles que en la ciudad, en el AMBA, el continente descubierto hace poco.
Sería engañoso no aceptar que muchos empiezan a sentirse bien con el emparedamiento a virus. Cómodos, a gusto, empiezan a pensar que la vida no está en la calle, en la vida con otros. También es un efecto del emparedamiento sanitario, del que se esperan resultados y frenos en lo que tiene que ver con la difusión de los contagios. En las zonas rurales, se está en la fase cinco, por entrenarse un poco en la lengua nueva aportada por los incesantes infectólogos.
Prohibido correr al aire libre -¡de noche!- sin la menor evidencia de peligro y contagio o normas bien observadas. Emparedados con cada vez menos confianza en el sistema político en su conjunto y en el sistema de salud en enorme medida, avanzamos con la decisión siempre extrema y politizada que en este caso se divide en cuarentanistas y ni siquiera lo contrario.
En el casi argentino, no estamos seguros. La epidemia argentina, el pedazo pandémico, resulta cada vez más difícil de tragar si no se entiende que desde el principio se negó la posibilidad de que el virus llegara, que el “pico” se iba a producir una y otra vez, que los políticos no se redujeron un céntimo de sus honorarios, que no hay manera de saber si hay suficientes especialistas en terapia intensiva.
De todos modos, seguiremos emparedados. A mediados de julio, pensamos, habrá menos contagios. Ahora, medidos en cien días, se registran las mismas víctimas que en el mismo plazo ¡en Brasil! No importa.
Yo tengo fe
que todo cambiará.
Cantemos, que hace bien. El emparedamiento se alivia, se hace más ligero. No importa que a la noche, pongamos a las tres -una hora brava para ojos abiertos-, nos asalte el pensamiento de que para Navidad iremos hasta el chino por media hora a comprar tomates, arroz, verduras.
Por Mario Mactas