Después de seis meses de cuarentena son muchos los que consideran que a medida que se fueron prolongando las restricciones sanitarias no se tuvieron encuentra los daños colaterales. No solo los económicos -que obligaron a una cierta flexibilización-, sino también los psicológicos por el impacto del aislamiento –especialmente en los mayores y los más chicos-, la angustia económica y la creciente conflictividad política. A lo que hay que sumar la ausencia de la dimensión religiosa en un país muy mayoritariamente creyente.
En efecto: la falta de una visión integral de la persona fue desde el comienzo de la pandemia una carencia de las autoridades en nuestro país. Inicialmente se apeló solo al encierro mientras que la cantidad de testeos -considerada clave por los especialistas- resultó -y sigue resultando- escasa. El comité asesor del Gobierno se limitó a infectólogos y epidemiólogos, sin sumar a economistas y mucho menos a psicólogos y psiquiatras. Ni qué hablar de religiosos. Solo hubo encuentros aislados con referentes extra sanitarios.
// Por la pandemia, se suspende la Peregrinación a Luján 2020
Es una obviedad señalar la importancia de quienes se ocupan de la salud mental. Pero quizá no lo sea tanto -sobre todo teniendo en cuenta a nuestra dirigencia política- subrayar la dimensión religiosa. Según el último relevamiento nacional del CONICET –presentado a fines del año pasado-, el 90 % de los argentinos cree en Dios y poco más del 80% manifiesta pertenecer a una religión. Aunque es cierto que el nivel de asistencia al templo es muy bajo: apenas un 11,2 % va una vez por semana.
Conviene recordar que en el caso de la ciudad de Buenos Aires los templos estuvieron cerrados durante cuatro meses y durante seis –hasta su vuelta este lunes- no se permitieron los oficios como, en el caso de la Iglesia católica, la misa. En el gran Buenos Aires -salvo el partido de San Miguel- siguen suspendidos. En el interior, hubo aperturas progresivas, pero por los rebrotes en muchos lugares se volvió atrás. De todas formas, cualquier flexibilización implica la observancia de protocolos.
A esto habría que sumar -por razones absolutamente justificadas- que este año no se van a realizar las grandes manifestaciones de fe. La peregrinación juvenil a Luján –la mayor de todas- que se hace el primer fin de semana de octubre fue suspendida. La semana pasada no se efectuó la procesión del Señor y la Virgen del Milagro, en Salta. Y este viernes no se hará la de la Virgen del Rosario de San Nicolás. Por tanto, la religiosidad popular no tendrá en 2020 una expresión masiva.
Es cierto que en materia religiosa las nuevas tecnologías sustituyeron en este tiempo lo presencial con lo virtual. Los oficios se transmitieron por streaming y las redes. Pero –sobre todo en el caso de la Iglesia católica con la misa- lo comunitario es irreemplazable. Además, los sacramentos- comenzando por la eucaristía (la hostia consagrada)- no se pueden impartir a distancia. Además, el papel contenedor de los clérigos hacia los fieles se vio claramente acotado.
También es verdad que las confesiones religiosas realizaron –y lo siguen haciendo- en todo el país una obra social extraordinaria, canalizando ayuda -principalmente comida- para millones de personas. Por caso, iniciativas como la interreligiosa campaña Seamos Uno –que armó un millón de cajas con alimentos y artículos de limpieza para barrios populares del AMBA- y la acción de Cáritas a través de miles de parroquias con sus comedores comunitarios.
Sin embargo, acaso está faltando una palabra de las autoridades religiosas que suene más fuerte en el panorama cada vez más complejo que vive el país. Se nos ocurre, además, algún gesto interreligioso como una jornada nacional de oración. Está claro que frente a los tiempos que se avecinan no alcanzará con la ayuda psicológica -aparte de la asistencia material-, sino que también se requerirá de un sólido apoyo espiritual.
Recién entonces -como ocurre en todas las adversidades- nuestra dirigencia política seguramente descubrirá la importancia del factor religioso.