Hace unos 14 años aproximadamente, Chris Anderson escribió un artículo para la revista que él mismo edita, Wired; un artículo de esos que con el paso del tiempo fue teniendo más sentido.
La teoría del Long Tail (Teoría de la cola larga). En ella, el además licenciado en Física, contraponía su modelo con el de mercado de masas. El sistema producía lo mismo pero de distinta forma: antes, supongamos, una empresa de determinada industria producía 5 productos y vendía mil unidades. Ahora se hacen 50 productos de distintas empresas que venden 100. En los dos modelos se producen y venden 5000, nada más que se atomiza la plaza. Todo se divide y se divide y se divide y se llena de nichos. Pequeños refugios de consumo especializado para un público determinado.
Los medios tradicionales como la televisión, la radio y los impresos siguen apuntando a esos públicos que se empiezan a separar mientras se le desprenden miembros. La gigante marea digital es, fue y será, el perfecto caldo de cultivo para todo este escenario… que hace 14 años –no TANTO- era todavía germinal. Se vivían épocas 1.0. Una Internet que era una central conectada con muchas terminales con fines mayoritariamente de búsqueda, en su momento.
La revolución 2.0 fue ese proceso en el que “la central”, que también respondía a la lógica de la teoría de la larga cola, se dividió en millones. Cada terminal se volvió central, y hoy mayoritariamente son terminales conectadas entre terminales. Con fines sociales. Para esclarecer, antes la gente entraba a los sitios a buscar información. Ahora uno se cuelga en la gigante red a interactuar con un ilimitado entorno y “las cosas” nos buscan a nosotros. La industria atomizada incorporó al arte, a la expresión individual, para llegar a su público particular. A ese que entiende y comparte ese lenguaje.
// Un cartel sobre la Panamericana (o la moda de que todo es una experiencia)
Así, dejamos el supermercado, las ferias y los shoppings para acercarnos a los locales que producen para nosotros. “Los nosotros”, esos que compartimos un nicho. O varios. Las grandes estrellas de la tele ya no te recomiendan un shampoo anticaspa. O sí, pero para otros. Para “los nosotros”, millennials de la generación Y o la Z, están los influenciadores que son gente más cercana. Más humana. El producto trata de hablarte, o te habla, a VOS. Único y particular. Que leés historietas y consumís manga, o andás en moto y te gustan los tatuajes, o te gusta la moda y encontraste un diseñador con un showroom en el que compra la persona que vos sentís como afín.
Navegamos los canales digitales con un mercado que indiscretamente nos acosa y nos invita a comprar. Un perpetuo incentivo subliminal a tentarte con algo que nunca necesitaste pero ahora resulta vital. Comprá esto que usa él, viajá a donde está ella, viví donde está este otro, imita, seguí la corriente. Tu corriente.
// El árbol que cae en Instagram
Instagram se volvió una galería encubierta. Los que las usamos somos, en definitiva, maniquíes andantes que se pasean mientras otro usuario scrollea entre miles de vidrieras disfrazadas de vidas. La viralización es esa entrada al mainstream de la marea atomizada, el disco de platino que te otorgaba la discográfica cuando "llegabas". A veces para bien, a veces para mal.
Viralizarse se volvió ese desafío que representa contraponer al público que sigue desde Cemento contra esa nueva masa crítica virtual “alejada de sus raíces”. Esos tiempos en lo que se era un relativo no-maniquí. Nada está bien, nada está mal.
Es sencillamente diferente. Pero no tanto: 5000 productos. Y nosotros en el medio, tristes e insatisfechos y con ganas de salir a comprar. Siguiendo espejismos que siempre se corren porque, en este mundo, la satisfacción es una ilusión perversa.