Muchos lectores recordarán la aventura del Clavileño (capítulos XL y XLI de la segunda parte del Quijote). Pero aun siendo célebre, es notable que haya pasado un poco desapercibida la situación muy compleja que en ella el autor, por cierto Miguel de Cervantes Saavedra, ha creado, sin haberla explicitado. Cuando digo desapercibida, aclaro, estoy seguro de que a lo largo de los siglos cientos de miles de lectores, quizás millones, la han comprendido, pero al parecer no forma parte, tal complejidad, del conocimiento común, expresamente compartido, sobre la obra. ¿Nadie puso blanco sobre negro esa complejidad?
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En este, como en muchos otros pasajes del Quijote, Cervantes se incorpora al contingente de los autores esotéricos, en el sentido de Leo Strauss, puesto que el texto discurre en dos niveles, el de lo dicho y el de lo que se da a entender a través de lo que se dice, o sea que también se dice porque el texto lo transmite implícitamente y para quien lo pueda captar.
Esta aventura en sí es sencilla. Un duque y su señora duquesa (a quienes Cervantes jamás menciona por su nombre ni ducado), muy ricos, poderosos y al parecer bastante liberales, toman a Don Quijote y Sancho bajo su amparo y magnífica hospitalidad y les dispensan el tratamiento señorial del que un caballero andante y su escudero son merecedores. La gracia del episodio, si recuerda el lector, es que los duques le siguen la corriente al Quijote, hacen como si tomaran en serio, sin cortapisas, lo que dice y hace. Aparentan creerle absolutamente como a un auténtico caballero andante autor de las más variadas hazañas tanto posibles como imposibles, con enemigos naturales y sobrenaturales, víctimas, él y su amada Dulcinea, de crueles maleficios y encantamientos.
En otras palabras, los duques se meten de cabeza en el mundo de don Quijote, sin dejar de saber que lo están haciendo. No hay ningún propósito de escarnio en esto (aunque en un punto estos nobles, como veremos, sucumben a alguna tentación), es una burla que por supuesto Quijote no percibe como tal, y sumamente gratificante para él (no tanto por el excelente pasar de esos días, sino por la consideración que le estiman los duques). Aquí se presenta ya una cierta disonancia, porque en conversaciones entre Sancho y la duquesa -que lo adopta casi se diría con especial predilección, fascinada con su refranería y sus ocurrencias simplonas (“no pudo la duquesa... dejar de admirarse en oír las razones y refranes de Sancho”)- el escudero, cuyo afecto por Don Quijote y su lealtad para con él están fuera de toda sospecha, deja entrever sus dudas por el equilibrio mental de su señor.

Pese a que duque y duquesa cultivan el extravío de don Quijote (tienen “por cosa cierta y más que averiguada” todo su desvarío), Sancho trasluce, frente al entusiasmo ducal, un acatado escepticismo. Pero este escepticismo, que la duquesa no puede dejar de percibir, en la práctica es doblegado por ella. Al menos es lo que la duquesa estima una vez alcanzado el grado de cooperación suficiente de Sancho para que se pueda continuar la farsesca pero plácida relación establecida entre los cuatro. Para continuar con ella, un escepticismo sistemático y activo de Sancho habría sido importuno. Sancho muestra sus dudas de siempre, la duquesa le expresa firmemente su certeza sobre las aventuras y desventuras de Don Quijote, el propio Sancho reconoce que son auténticas, y, en su necedad (veremos), se deja convencer (ya veremos), y se muestra prestativo (“quiero creer... lo que mi amo cuenta…”).
El juego se prefigura, pero aún no ha comenzado. Se suceden breves aventuras, más y más estrafalarias, nacidas de la fértil imaginación de los duques, que no alteran sustancialmente la índole lúdica esbozada ni su continuidad diaria. Aunque una de ellas estuvo al borde de quebrar el equilibrio y vale la pena que nos detengamos sobre la misma un instante. Aparece (teatral y logísticamente pergeñado por los duques, por supuesto) el célebre Merlín encabezando un imponente cortejo. El mago explica que para desencantar a Dulcinea es indispensable que Sancho se dé por su propia voluntad un número sideral de azotes (3300). El rechazo de Sancho es de inicio tajante, aunque tras muchas y elocuentes negativas termina consintiendo –bien que fijando sus propias condiciones-, que tornan la azotaina prácticamente simbólica (entre otras, no asume plazo alguno). Sin embargo el episodio es muy sugestivo, porque Sancho no pone en duda ni por un instante la veracidad de los hechos (la presencia de Merlín y su séquito). Podría haberse inclinado hacia el lado de su escepticismo, para negarse al sacrificio necesario para desencantar a Dulcinea (¿azotes, por una farsa?), pero no lo hace, no. Asume la veracidad de todo, la cordura del Quijote, el encantamiento de Dulcinea, la presencia de Merlín y hasta la de Dulcinea encantada. En última instancia, lo que hace que Sancho deponga su actitud no es sino la presión del duque (o te comprometes o te dejaré sin el gobierno de la ínsula que te he prometido, palabra más palabra menos, le dice a Sancho con todo respeto).
Patear el tablero está para el escudero fuera de lo que se puede concebir. Sancho, el muy necio (según Don Quijote, que a nadie quiere más en el mundo después de Dulcinea) acepta y negocia. Y dado que los que exigen la auto flagelación de Sancho, consienten también que esta se convierta en mero trámite, lo único que cuenta al cabo es la humillación de Sancho, tenido por todos por un buen tonto y, para la duquesa, por un bufón.

En este estado de cosas llegamos al episodio, más complejo, del Clavileño. En pocas palabras, un numeroso grupo de dueñas (amas de casa con control de criados) se ha presentado a rogar al caballero Don Quijote, único capaz de romper el maléfico encantamiento que afecta a todas ellas: el crecimiento indetenible de hirsutas barbas viriles. Para ello, Don Quijote deberá viajar esa misma noche, por el aire, recorriendo 3227 leguas (sic), para liberar a una tal princesa Magalona, exigencia de un tal encantador Malambruno. Pero debe hacerlo indefectiblemente acompañado por su escudero. Para tal proeza, los valientes, que aceptan, tras el desconcierto inicial y no sin reticencias (diferentes en intensidad las de Quijote y las de Sancho), deberán montar en Clavileño, un mágico caballo volador de madera. Sancho, que como a los azotes, primero se ha negado, acaba sometido a la misma presión moral (sin él su amo no romperá el encanto de la princesa) y a un descarado cohecho por parte del duque (si quieres tu ínsula...). Con los ojos tapados por indicación de las dueñas, Quijote y Sancho se montan en Clavileño, que ultra veloz, de paso “llano y reposado”, en pocos minutos hará el camino. Cumplirá Don Quijote entonces su confuso cometido (con su sola presencia), Malambruno disolverá el encantamiento y nuestros héroes regresarán (habrán recorrido más de 30.000 kilómetros). Ya en tierra, Clavileño estalla y ellos terminan en el suelo, algo maltrechos y bastante chamuscados. El lector más distraído sabe que Quijote y Sancho no se movieron del lugar y que los duques se valieron de diversos artefactos y un batallón de calificados sirvientes para producir ruido, olores, humo, calor, movimiento, explosiones, todo lo necesario para convencer a caballero y escudero de que la aventura ha sido real.
Y aquí llegamos al nudo del relato. Porque, con la mayor naturalidad, muy segura de sí misma, mientras Don Quijote paladea su nuevo triunfo conversando con el duque, la duquesa pregunta a Sancho que cómo le ha ido en ese largo viaje. Lo hace esperando, cae de su peso, una respuesta risible y refranera, fiel a la necedad levemente ocurrente de Sancho. Pero no ocurre nada de eso.
Sin vacilaciones - ya sabe el lector que Sancho no demora nunca jamás en dar sus respuestas- relata el escudero que había pedido licencia a su amo para descubrir sus ojos, sin obtenerla. Pero, así y todo, había apartado el pañuelo cuanto pudo y, mirando “hacia la tierra, parecióme que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y los hombres que andaban sobre ella poco mayores que avellanas; porque se vea cuan alto debíamos de ir entonces”.
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Evidentemente no era ésta la respuesta esperada por la duquesa, que se desconcierta (“Sancho amigo, mirad lo que decís…”). Sancho o miente o es aún más delirante que el Quijote. Y como lo último debe ser descartado, miente. Descaradamente. Descaradamente no porque mienta a sabiendas (no se miente de otro modo), sino porque sabe que la duquesa, que ha sido insobornable testigo de la inmovilidad de Clavileño, sabe que está mintiendo. Y por su parte sabe, la duquesa, que Sancho sabe que ella sabe que él es consciente de su tácita complicidad (tan es así que la duquesa se escapa por la tangente de la incongruencia de imagen, casi cómica: “Pero, Sancho, ¿cómo te confundes, al ver hombres mayores que avellanas andando todos sobre un grano de mostaza?”. Esta perfecta oposición de espejos con imágenes infinitas se ha producido inaugurando un juego cuyas reglas elementales, aunque los participantes no sean conscientes de ellas, no pueden romper y cumplen perfectamente. Claro que es cierto que Sancho ha observado a hurtadillas... y no puede decir la verdad, pero quiere transmitir la información de que la sabe y encuentra el modo de transmitirla: a través de la mentira.
No puede decir la verdad porque si lo hiciera derribaría el dorado y cómodo castillo de naipes en que los duques, siguiéndole el hilo de la chifladura a Don Quijote, los han colocado a ambos. Y claro que la duquesa sabe que Sancho miente descaradamente, precisamente ese ha sido su propósito, transmitir una verdad tácita a través de una mentira explícita, pero no puede tampoco ella decir la verdad porque eso acabaría con el exquisito divertimento de ambos duques a costillas de sus huéspedes, comenzando por el hecho de tener que admitir una conducta no demasiado honrosa, la burla constante que toma a un loco y un tonto, sus huéspedes, por víctimas. Por no hablar del menoscabo que acarrea haber sido pescada in fraganti por quien se supone es un necio.
La política más convencional, normal, en las democracias representativas de Occidente, no está dominada por el negocio cínico de la verdad, sino por el negocio hipócrita de la mentira, una de cuyas variantes es el juego del Clavileño.
Sancho se burla, pues. La burladora ha salido burlada. Se ha establecido entre ellos un hilo del que es imposible hablar, que consiste en que ambos son jugadores de un juego imprevisto (y del que no sabemos si son conscientes, pero lo juegan bien). Es así porque Sancho no ha dejado pasar la oportunidad: “ya ves, no soy tan tonto como parezco”, es esa la verdad transmitida a través de la mentira; y “sé que no eres tonto, pero puedo y quiero seguir tratándote como tal”, esa es la verdad transmitida del mismo modo, por la duquesa.
En la aventura del Clavileño se crea una situación bastante compleja: todos saben, y todos saben que todos saben. Es un juego de engaño en el que nadie es engañado, pero una regla inquebrantable es que no se puede hacer explícito este conocimiento. Si algún jugador dijera la verdad se pasaría a otro juego. Sucede en las mejores familias, dirá el lector. Probablemente, pero la diferencia es que se ha entrado en el juego, mediante palabras manifiestamente mentirosas, para revelar la verdad. Sancho miente a la duquesa perfectamente al corriente de que ella lo advierte en el mismo instante y de que, como es inteligente, no podrá acusarlo de estar mintiendo. O sea Sancho miente (vi la tierra desde las alturas, etc.) y transmite la verdad sin decirla (sé que nos engañas, crees que nos engañas, no me engañas) todo uno con su mentira. Esto no sucede en las mejores familias, sí, salvo excepcionalmente. Y aunque sucediera, el núcleo de la cuestión, esto es, que se pueden transmitir verdades a través de mentiras en ciertas circunstancias, y que en esos casos se crea un juego en el que todos saben que todos saben, y a nadie le conviene romper con la regla de no hacer explícita la verdad por todos sabida, ese núcleo no se alteraría.
Ese es el núcleo de la cuestión. Pero el núcleo del núcleo de la cuestión es que este juego puede establecerse si a ningún jugador le conviene hacer explícita la verdad. Digamos que esto supone algunas cosas, como que alguno de los actores potenciales (es decir, que tiene algo para él valioso en el juego) lo es precisamente por ser vulnerable debido a haber mentido/estar mintiendo y por subestimar la capacidad de otro de los actores potenciales para meterlo en aprietos. El subestimado puede ser el primero que haga saber la verdad mintiendo, y de ese modo cree el juego. Sabe que gracias a crear el juego puede ganar (reputación, capacidad de acción, etc.).
Creo que puede ser interesante pensar la política - ¿la política contemporánea o la política a secas? - en términos del juego del Clavileño y su ruptura. Esto no equivale en absoluto a que este juego sea el único de la política. Ese reduccionismo despojaría de todo valor a cualquier esfuerzo analítico volcado a desentrañar lo que el diálogo entre la duquesa y Sancho a todas luces encierra para el autor del romance y para cualquier lector atento. La política da lugar a otros juegos, que no intentaré discutir aquí.
Comenzando porque en algún momento, el juego del Clavileño puede ser roto; mejor dicho puede pasarse a otro. El primero es un complejo juego de hipocresías, establecido a través de distintos niveles de fingimiento. En la mano del Clavileño cervantino: finjo no saber (Sancho abre el juego: finge no saber que no hubo vuelo alguno); finjo creer en tu mentira (la duquesa finge creer que Sancho no sabe, y huye por la tangente de las avellanas); finjo no advertir que sabes que yo sé que no hubo vuelo alguno (Sancho finge creer que la duquesa ha sido engañada por su relato); finjo asumir que eres tonto (la duquesa finge creer que Sancho ha sido engañado en toda la línea); finjo no saber que sabes que yo sé que sabes que me hago el tonto (Sancho finge no darse cuenta que la duquesa no ha sido engañada ni con su relato ni con su supuesta necedad).
El juego cervantino del Clavileño no se cierra – la aventura abierta en los capítulos XL y XLI no tiene la ruptura del juego por desenlace – y será eterno por los siglos de los siglos. Obviamente no podría haber sido de otro modo. Así, no podemos contar con el genio de Cervantes para pensar los juegos que podrían abrirse tras su ruptura. Pero, la eternidad de las letras cervantinas nos evoca la política, en una de sus dimensiones, aun cuando esté lejos de ser la única o la más relevante. Se trata más que nada de las interacciones personales (individuales o colectivas) que dan forma a la trama en constante movimiento (no siempre estéril) del poder, la coerción, el consentimiento, la cooperación, el conflicto. En esta dimensión de la política, el juego del Clavileño es mucho más viejo que el Quijote, connatural como es de la política.
Es un modo eficiente, aunque costoso, de cooperar, porque lo que no se puede decir no se dice y a través de las hipocresías se transmite información confiable y necesaria. Establece un equilibrio en el que los participantes obtienen beneficios de distinta índole. Ciertas variables contextuales (independientes del juego) pueden cambiar y esto puede impedir a los participantes seguir jugando. En el caso cervantino que nos inspira hay un personaje que viene de perlas para ilustrar esta posibilidad: un “grave eclesiástico” (Cervantes no le hace el honor de nombrarlo) que indignado por el comportamiento extraviado de Quijote y Sancho y la frivolidad cortesana de los duques, decide retirarse (“me escusaré de reprehender lo que no puedo remediar”). De haber decidido permanecer y dar batalla los costos que habría impuesto a los jugadores superarían los beneficios.
En suma, el juego del Clavileño establece un equilibrio, pero este no es estable. Tarde o temprano se rompe, porque la extracción de los beneficios que proporciona a los participantes erosiona las propias bases del juego. Su sucesor no es ya, como diría Groucho Marx, el negocio de la mentira, sino el negocio de la verdad. El juego del Clavileño se rompe por deserción de uno y luego varios de los jugadores, que resuelven que no están ya ganando (lo que sea, bienestar, poder, dinero, rectitud moral, reputación, etc.), o que están perdiendo, con ese juego, y que pueden ganar saliendo de él, sobre todo si se anticipan a otros. La hipocresía es sustituida entonces por el cinismo.
El cinismo es algo difícil de definir – tanto es así que es improbable que si el lector recurriera a nuestra gloriosa RAE quedara satisfecho con lo que encontrara-. No importa, siempre y cuando se me acepte un esfuerzo ad hoc para emplear aquí el término. Distinguiré así, en primer lugar, el cinismo de los antiguos del cinismo de los modernos. El primero es el de los filósofos cínicos (post socráticos, siglo IV a. C., parresiastas), que no estaban ni ahí con las convenciones y le decían a la ciudad verdades (pongamos) incómodas, cosas que precisamente por ser verdaderas o porque así eran consideradas, eran muy mortificantes y la ciudad no quería escuchar. No sé si complica o aclara el argumento, pero podría agregar que estos filósofos hinchapelotas no eran precisamente populistas, no eran demagogos, no se caracterizaban por saber ganarse el aprecio de la ciudad (con un poco de cinismo insistiré, volviendo a Groucho, que su negocio era el de la verdad, no el de la mentira). Entre tanto, al cinismo de los modernos me autorizo a clasificarlo en dos corrientes. La primera: sé cuáles son mis valores, y trato de vivir y hacer en arreglo a los mismos, pero también sé que no debo tomármelos absolutamente al pie de la letra en todo tiempo y lugar, porque en ese caso vivir y hacer sería imposible. Este es, quizás, un cinismo pragmático: si los valores se abrazan de un modo absoluto, se destruyen. Y la segunda : sí, sé cuáles deberían ser mis valores, están bien, pero el mundo no es para ellos, definitivamente no se puede ni vivir ni hacer en arreglo a los mismos. Los valores pasan a ser escrúpulos, lastres que arrojar por la borda, o recordarlos delante de una copa de ginebra.
Sin duda, la política más convencional, normal, en las democracias representativas de Occidente, no está dominada por el negocio cínico de la verdad, sino por el negocio hipócrita de la mentira, una de cuyas variantes es el juego del Clavileño. Esto puede quedar más claro con algunos ejemplos: uno es el imperio del corto plazo. Todos saben que todos saben, todos se benefician en el corto plazo postergando la atención de los problemas que tenemos en común, continuamente, para un incierto largo plazo. Lo que significa, cosa que también es poco dicha pero por nadie ignorada, que estamos obteniendo los beneficios del juego y pasándole los costos a las próximas generaciones. En casi todos los estados nacionales, estas verdades muy pocos las dicen, y aunque a veces estos pocos sean bien considerados según sus reputaciones, y hasta premiados, nadie se toma en serio qué dicen; en la práctica nadie los escucha. De hecho, las organizaciones internacionales, que son una de las pocas cajas de resonancia más o menos amplias de temas tales como el ambiente, los derechos humanos, y otros, han sido crecientemente desprestigiadas y ellas mismas no han podido evitar quedar sometidas al juego de los intereses inmediatistas más feroz de gobiernos y estados (después de todo, ese es su diseño) y han perdido reputación.
Pero ¿qué pasaría si una de las partes con voz que no pueda dejar de ser escuchada, comenzara a hablar? En ese caso el juego del Clavileño se rompería. Pero por lo general el juego se rompe para el lado malo. Del negocio de la mentira se pasa al negocio de la verdad, que tal vez sea peor. Una mezcla de cinismo de los antiguos y moderno negacionismo cínico.
Trato de dar alguna precisión a mi argumentos. Empiezo seleccionando algunos problemas:
- No vivimos en un capitalismo de mercado en tensión con lo público casi en ningún lado, sino en un capitalismo cuyo principal producto es la desigualdad social y de poder y en el que la hiperespeculación ha sustituido a la innovación tecnológica (por muy poderosa que esta sea) en la vanguardia. Para este proceso social hay un peligro muy grande de irreversibilidad. Su emblema probablemente sea la escisión de la (condición de) humanidad, con el surgimiento de seres post humanos. El coupling entre inteligencia artificial y super riqueza ya está bastante avanzado y produciendo efectos. Y no faltan intelectuales y publicistas que normalizan todo esto. Cuando sea demasiado tarde, será demasiado tarde.
- No vivimos en un mundo humano reconciliado con la naturaleza y el ambiente. Desde luego, eso fue, es y será siempre demasiado pedir. No me escandalizo porque algunas especies desaparezcan, porque el Mediterráneo esté sucio, ni siquiera por la reducción de la Amazonia (alarmante pero aún a tiempo de ser detenida). Pero el “todavía usamos carbón” ha sido ya reemplazado por el “hemos vuelto a usar carbón” y esta sí es una regresión terrorífica. Más que políticas ambientales tenemos una sola política de ruptura ambiental, la del empleo a full de fuentes energéticas que marchan derecho viejo al calentamiento global. Y a colapsar la ecuación entre performance económica y equilibrio ambiental (la desigualdad social en sí, por definición, es hiperconsumista; podía no serlo en el siglo XIX, pero no en el XXI, y desde hace tiempo). Aquí tampoco faltan los normalizadores cuyo argumento es, básicamente: ya pasamos el punto en que todavía tenía sentido pensar en el costo y el sacrificio colectivo necesario para evitar los dos grados centígrados. La palabra de orden debe ser, ahora “adaptación”. ¿No será una luz verde para que sigan ganando, para el mundo de los negocios, de los trabajadores, de los estados? ¿No? Ah, bueno, mejor.
- El gasto armamentista ha sido un ejemplo del juego hipócrita pero no es fácil de abordar en pocas líneas. Unas novedades es, sin embargo, el regreso cínico de la retórica armamentista (todos necesitamos más armas y eso está muy bien) y, sobre todo, la banalización de las armas nucleares, que rápidamente están alcanzando un lugar legitimado para las guerras convencionales, como armas nucleares tácticas. Claro, todo el mundo conoce, ha visto fotografías, del reloj del Armagedón. Pero nadie lo mira.
- Somos un mundo presentista, venimos siéndolo desde hace mucho tiempo, y eso está en la condición humana y en los incentivos que la vida ofrece a la vida. Carpe diem. Pero la intensidad del presentismo a mi juicio debería ser moderada mucho, a compás de cambios que han madurado o están madurando al galope, como el envejecimiento poblacional, la gran transformación tecnológica, etc. Uno de los pilares de la vieja sabiduría conservadora (no reaccionaria) es que las generaciones en vida no tienen el derecho de apagar para las generaciones futuras el legado que han recibido. Y tienen el deber más general de contribuir a crear las condiciones por las que las nuevas generaciones (aquellas que conocemos y las que los que estamos vivos hoy no conoceremos) puedan vivir una vida siquiera algo mejor que la nuestra en el meridiano entre el pasado y el futuro. Y otro es que hay que propiciar procesos de cambio lentos y graduales, selectivos, de ensayo y error, asignando por principio y hasta que se demuestre lo contrario un valor positivo a lo que ha sido y todavía es. El facilismo presentista nos empuja irresponsablemente a lo contrario.
- Vivimos, desde hace años ya, un claro y potente reflujo de las oleadas de democratización representativa desde la última conocida de ellas, inaugurada por la caída del muro de Berlín. Era esto tan patente hace algunos años, que costaba entender el silencio generalizado al respecto. En la actualidad, el patrón de deterioro del régimen democrático dominante, en el que los avances autocráticos crecen desde adentro y progresan encarnados en presidentes que se creen y/o son super poderosos, ese patrón, digo, es demasiado evidente y proyecta sus temibles sombras de tornarse perdurable más allá de la vida limitada de estos protagonistas. Y se hace aún más llamativo debido a que sociedades/culturas políticas tan disímiles como Estados Unidos, y Rusia, Hungría y Argentina, Turquía y la India, por ejemplo, tienen al frente líderes de rasgos autocráticos comunes muy marcados.
Las élites políticas de casi todos los países occidentales han estado durante décadas bien dispuestas al juego del Clavileño, adquirieron para ello cierta maestría y quizás, como en Italia pentapartidaria, se convencieron, equivocadamente, de que este podía ser el único y definitivo juego en la ciudad (otro ejemplo podría proporcionarlo Brasil, en donde por más de un siglo -desde la Abolición, Ley Áurea de 1888 - se naturalizó y se administró políticamente un racismo de imposible verbalización pero no por eso menos real o menos reconocido por todos).
Simplificando mucho las cosas, dieron, esas élites, respuestas mentirosas a una contraparte – los electorados – que entendía demasiado bien aquello que, sobre cada uno de los cinco temas que acabo de mencionar, y por supuesto sobre otros, prefería no escuchar. De esta manera, tanto las élites políticas como la opinión pública obtenían beneficios inmediatos y disponían la incubación de una acumulación de costos a futuro. A futuro incierto, es decir, con desentendimiento sobre qué generaciones habrían de pagar la cuenta. Pero creo que es innegable que, en términos generales, todos tenían un conocimiento de la verdad: que esos procesos no estaban yendo bien, que postergar hacerse cargo de ellos era muy cómodo, pero que tarde o temprano, si no se hacía nada, nos iban a golpear la puerta, o se la golpearían a nuestros nietos. Pero las élites políticas y la opinión pública no estaban solas. Estaban también presentes los cínicos de corte antiguo: irritaban con sus verdades que nadie quería escuchar, y hacían un poco el ridículo (un muy respetable ejemplo: Al Gore). Confieso haber estado lejos de la política convencional, pero también de los cínicos antiguos. Siempre fui un aspirante a cumplidor de mi deber cívico de defender la política y la democracia.
Pero las cosas empeoraron. Quizás antes de lo previsto. Esto creó oportunidades tangibles a otros cínicos, los peores.
El cinismo moderno ha aparecido en su variante negacionista, no pragmática. El negacionismo cínico hace plataforma en pseudo verdades, como poner el acento en la crisis de representación para desfigurar completamente la política, los políticos, los partidos políticos y sobre todo las instituciones. O apoyarse en un probable ciclo natural de calentamiento planetario para impugnar irracionalmente toda necesidad de respuesta frente al peligro se colapso ambiental. Presenta esas pseudo verdades como verdades de a puño, y con el mayor énfasis, y puede hacerlo porque porta en sí tan pocos valores como mucha voluntad de poder.
Y su argumento es simple y poderoso porque constituye una sola respuesta para todos los problemas por diferentes que sean: absolutamente más mercado y nada de estado, y “con ustedes” (se trate de los otros políticos, se trate de aquellos que quiero que me voten) ningún orden es posible como no sea el que yo establezco de arriba abajo (dolarización, liquidación del BC, dominio personal de las instituciones, etc.).
Paradójicamente, cuando más se necesita de lo público (una de cuyas dimensiones, sólo una, es estatal) y de lo político, más las sociedades execran de lo público y lo político y creen poder depositar su confianza en unas instituciones imposibles, un mercado, una moneda, sin estado y sin política, y unos presidentes constituidos en dueños de la Presidencia.

Así, libertad de mercado es entendida no en un sentido clásico o neoclásico sino en uno que pervierte ambas palabras, porque “el mercado no tiene fallas” salvo cuando se mete con él el estado, y la extraordinaria concentración de riqueza de las últimas décadas no merece objeción alguna, como tampoco lo merece la colusión rampante entre gobernantes de estilo autocrático y las cúspides de esa concentración económica. Lo peor es que estas tonterías se están encarnando en los políticos, que peroran sobre ellas, luego de sentirse reconfortados con esparcir sus verdades sobre la corrupción, la ineficiencia estatal, la decadencia del proteccionismo, la rapacidad de los propios políticos, etc.
El cinismo negacionista no se pregunta por la crisis de la política y de la representación, simplemente califica al Congreso de “nido de ratas” (y literalmente intenta detonarlo, como en Washington y en Brasília), y no discute con un opositor sus argumentos, simplemente lo descalifica con un me ne frega. Dudo mucho que estos protagonistas se sientan dueños de una verdad de índole religiosa; de lo que se sienten dueños es de la capacidad de convicción y la voluntad de poder para imponer los dogmas que sean necesarios – no han vuelto las religiones políticas, sino algo quizás peor-.
El negacionismo cínico no tiene ningún empacho por exhibir una sorprendente roña interior, precisamente porque cree, y no sin cierta razón, que una parte de la opinión pública aprecia ese comportamiento cínico. Como han sido los casos del criptogate en Estados Unidos y Argentina, o de arrasar valores elementales (con la coartada de la incorrección política), con infames ataques a los homosexuales, los inmigrantes, etc. Este tipo de cinismo niega la política, niega las instituciones, niega el cambio climático, niega toda necesidad de argumentar posiciones, tolerar al otro, construir un espacio público.
En suma, el cinismo negacionista es expresivo. Y cree que el cultivo y la afirmación de su base popular radica precisamente en serlo. Puede afirmar, sin vergüenza, que el suyo “es el mejor gobierno de la historia”. Y muchos están quizás dispuestos a admitirlo, en base a la expresividad de sus líderes, porque en esa expresividad son ellos mismos los expresados. El mejor gobierno es así el que insulta y desprecia a sus por ahora más fieles votantes y moviliza su indignación con quienes les han mentido durante tanto tiempo mientras ellos se dejaban mentir.
En Argentina, en los 90, no podíamos muchos sino asombrarnos al descubrir la destreza de hacer política con la antipolítica. Pero ahora, y por ahora, las cosas han cambiado. La necedad de la antipolítica se ha entronizado y no es imposible que acabe destruyendo la política. No tengo mucho que agregar que el lector no intuya o no sepa: la destrucción de la política le abre paso a la fuerza desnuda (aunque, lamentablemente, no del todo desprovista de consentimiento), cuyo reinado puede tener lugar bajo distintas formas, desde la amenaza verbal reiterada hasta la autocracia en modo régimen.
No tengo una solución para eso. Sólo una disposición a luchar contra eso. Quizás Sancho pueda recuperar su astucia sin necesidad de montar el Clavileño, aunque precise emplear de cuando en cuando el lenguaje esotérico.