Milei cree que ha concluido su año más difícil, y que de ahora en adelante las cosas se van a acomodar mucho más dócilmente a su voluntad. Tanto en materia económica como política, con ambas dimensiones realimentándose entre sí para fortalecer “lo nuevo”, a él y su gente, y debilitar “lo viejo”, a todos los demás. Así que proyecta cambios, en ambos terrenos, suficientemente profundos y articulados como para que se vuelvan irreversibles.
Conseguir esto último, asegurarse de que “no haya vuelta atrás”, fue lo más difícil para los presidentes argentinos momentáneamente exitosos de las últimas décadas, o el último siglo: convertir sus circunstanciales etapas de gloria en procesos más sólidos y duraderos requiere evitar que problemas posteriores devalúen la herencia, desanimen y dispersen a los herederos, y los sucesores puedan sepultarlos, agregándolos a la larga lista de “experimentos fracasados”. Y pocos, en verdad solo un par de ellos, lo consiguieron: uno, que Milei desprecia, a través de la construcción de instituciones democráticas, otro, que Milei admira, por medio de un movimiento revolucionario, incomparablemente cohesionado y potente.
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Coincidentemente, a la luz de lo que viene haciendo el Presidente en los últimos tiempos, se puede concluir que, para tener éxito donde tantos otros han fracasado, está decidido a concentrar sus esfuerzos no tanto en reformas del Estado y la economía irreversibles, como en una conquista del poder que lo sea, un avance mucho más amplio en la escena política del que consiguió hasta aquí. De modo de provocar un extenso recambio de la dirigencia y la disolución de antiguas formaciones partidarias.
Tan es así que ha estado dispuesto a supeditar el avance de reformas estatales, institucionales y económicas, a los requisitos que impone consolidar su fuerza y debilitar o absorber a las demás: lo hizo con los sindicatos y con las normas electorales, con las privatizaciones, los cambios fiscales, cambiarios y presupuestarios, y lo va a seguir haciendo cada vez que haga falta.
Se ha ido pareciendo, así, cada vez menos a Carlos Menem, pese a que lo reconozca como “el mejor presidente de la historia” (el mejor hasta que llegó él, se entiende): recordemos que el riojano fue muy audaz en su programa reformista, pero buscó implementarlo con las elites existentes, convenciendo, negociando, o eventualmente forzando, a los gobernadores y legisladores peronistas, a los sindicalistas, a los empresarios y hasta a los radicales que ocupaban la escena en su tiempo, más que cambiándolos por otros. Con la idea de que “adaptarlos” e incorporarlos al nuevo orden era no solo más sencillo que una guerra entre elites, sino más provechoso para ese nuevo orden.
Y es seguramente porque entiende que Menem se equivocó en este juicio, y no logró que su herencia reformista perdurara justamente por la traición de la vieja dirigencia cuya supervivencia él toleró y hasta facilitó, que Milei se inclina a pensar y actuar totalmente al revés que él: siempre prefiriendo la impugnación y descalificación antes que la seducción, esforzándose muy poco o nada por adaptar y convencer, y mucho por descartar y reemplazar; y convencido de que su suerte finalmente va a depender de que pueda echar la palada de tierra definitiva sobre la cabeza, no solo de Cristina, sino de toda la dirigencia preexistente, y no desperdicie oportunidad alguna para ir en esa dirección.
¿Cuál es el problema con este plan?
Que aunque en los dos objetivos que persigue, el recambio de la dirigencia y la disolución de fuerzas preexistentes, es probable que se avance en las legislativas del año próximo, solo podría concretarlos y consolidarlos en las elecciones de 2027, cuando vuelva a votarse para cargos ejecutivos. Y este delay lo desespera, lo lleva a anticipar enfrentamientos que ahora no puede resolver a su favor, y por tanto lo desgasta: porque debe mantener un complejo equilibrio entre conservar la autonomía, la diferencia irreductible y el “espíritu revolucionario” que encarna su fuerza, y convivir y cooperar con otros actores, y hacerlo no es nada fácil.
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Su ambigua situación al respecto queda bien a la luz cuando la comparamos con la que disfrutó quien evidentemente oficia en esta materia como su guía y modelo a seguir, quien tuvo por lejos más éxito, a lo largo del siglo XX, en la tarea de cambiar irreversiblemente la vida política y forjar una fuerza hegemónica, un sistema de poder y una economía que llevaran su sello. Porque Perón (de él se trata, claro, no de Alfonsín), empezó su experimento contando ya con los medios para succionar su energía vital al resto de las fuerzas políticas, y descartar lo que se le resistiera en ellas, mientras que Milei, aunque pretende hacer lo mismo, va a tener que esperar.
Al llegar a la presidencia, el fundador del peronismo y de la Argentina peronista contó no solo con hegemonía en las cámaras del Congreso, sino en la casi totalidad de las provincias. Le sumó, muy poco después, un control casi total de la Corte Suprema, de las fuerzas armadas y de seguridad, y de los sindicatos. Lo que completó con un progresivo monopolio de la comunicación. Y fue esta combinación, sin duda, más que sus éxitos económicos y sociales iniciales, la que le aseguró continuidad en el poder y una vida duradera a su movimiento: lo confirma el hecho de que, aunque a poco de andar sus conquistas iniciales en la economía se eclipsaran, por la combinación de inflación y estancamiento, nada le impidió seguir ganando elección tras elección.
Milei obviamente piensa que esos problemas económicos él no los va a tener, porque su modelo es mucho más consistente y duradero. Y además sabe que acomodar el timing entre mejoras económicas y fortalecimiento político no es tan difícil. Su problema reside en que igual la inercia seguirá imperando en las instituciones, y el sistema electoral complica aún más las cosas.
No poder hacer lo que le plazca con el Congreso, con la Corte, con las provincias y municipios ya de por sí es irritante. Más todavía lo es cuando él sigue encarnando un movimiento de opinión mayoritario, frente a facciones de oposición tan débiles y desorientadas como contradictorias entre sí. Y la irritación se vuelve mayúscula cada vez que advierte que esto va a seguir siendo así por varios años más, por lo menos.
Su intento de llenar dos casilleros en la Corte sin negociarlos con nadie, al menos no abiertamente (para no enlodar peligrosamente su “diferencia” con “la casta”) revela esa irritación. Y el freno que le acaban de imponer los integrantes remanentes del tribunal supremo revela, a su vez, lo estéril del esfuerzo presidencial por romper así la inercia imperante en ese ámbito. Algo parecido cabe decir sobre la apuesta de Milei por deglutirse al PRO sin resistencia, disuadiéndolo de desdoblar las elecciones de CABA con la zanahoria de un pacto que muy difícilmente se concrete.
Otro resultado desfavorable para la “ola del cambio”, que solo las torpezas de Kicillof podrían evitar se repita en la provincia (mientras que en el resto del país ya se da por descontado). Y no es muy distinto lo que está pasando con su intento de controlar la agenda legislativa, sin ceder en el presupuesto ni en ningún otro asunto relevante para la oposición moderada. Que se lo cobra exponiéndolo a una situación que puede terminar siendo bastante peor que la inercia, y haga que su capacidad de aprobar leyes, ahora que su gobierno se “consolidó”, resulte mucho menor que un año atrás, cuando estaba agarrado de un alfiler.
Todo esto se agrava, además, porque la renovación dirigencial que promueve Milei, de no mediar alianza ni disolución del PRO, luce bastante pobre. Mucho más pobre que la que le permitió a Perón en su momento conformar una potente “contraelite”. Recordemos que ésta se nutrió no solo absorbiendo a buena parte de las huestes conservadoras, radicales y socialistas, sino también promocionando a altos cargos del Estado a una nutrida tropa de sindicalistas y militares, recién llegados a la alta política en la mayoría de los casos, pero para nada vírgenes en las lides del poder. Milei no tiene a mano ninguna de esas fuentes de reclutas ni nada parecido: ni los partidos preexistentes se están deshilachando tan rápido como él necesita (aunque los radicales en particular, hay que decir, hacen enormes esfuerzos por alegrarle la vida), ni tiene muchas figuras de otros orígenes mínimamente preparadas para el trabajo (la Iglesia, las Fuerzas Armadas, las universidades, los círculos culturales y hasta los think tanks económicos y el empresariado le ofrecen poco y nada).
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En el único terreno en donde tiene más suerte Milei es en la comunicación de masas. Pero poblar las listas con gente de ese origen hay que ver si da buen resultado: Fantino puede que sea una carta atractiva, pero es dudoso que lo sea el Gordo Dan, cuyo “brazo armado” va a generar más problemas que otra cosa, como acaba de mostrar su colega Fran Fijap, que era otro número puesto para las listas del año próximo, hasta que se autoincineró brutal e infantilmente con una insólita celebración del asesinato como método para combatir los ruidos molestos en los vecindarios de Buenos Aires. Si esta es la dirigencia de la nueva Argentina, habrá unos cuantos que, aunque la economía vuele, se resignen a dejarle un lugarcito a la vieja en sus corazones.
Para bien o para mal, los cambios que está promoviendo el movimiento libertario en la política argentina están bien a tono con lo que pasa en muchos otros lugares del mundo. En clave típicamente populista, se ensalza el antielitismo, el rechazo a los “que siempre han gobernado”, y el desprecio por las reglas institucionales establecidas, por parte de figuras que vienen a imponer una lógica de autenticidad y así, a diferencia de Menem, convierte en extremismo todo lo que podría ganar en consenso, y la voluntad, la suya, reemplaza a las reglas. El riojano hizo bastante de eso en la crisis, pero dejó de actuar así en cuanto consolidó su estrategia antinflacionaria. Milei está haciendo esto último, pero para aprovecharlo en el sentido contrario.