No hay nada más conservador que nuestro progresismo, eso ya se sabía, y la segunda marcha universitaria lo reafirmó: convocaron miles de jóvenes de todo el país detrás de la propuesta de dejar las universidades públicas como están, porque ellas serían “motivo de orgullo”, así que merecerían se las salve del ajuste y se les dé aún más plata.
Tan contentos estaban los rectores del CIN con el eco logrado por su reclamo, que se abstuvieron de incluir una sola alusión a cambios necesarios en los diez puntos con que justificaron la convocatoria a la protesta. Seguramente porque les parece magnífico que con el dinero de los contribuyentes se financien decenas de licenciaturas de abogacía y contador que forman miles de graduados que el país no necesita. En cambio, faltan geólogos, ingenieros y técnicos capaces de impulsar la revolución minera, que es lo único que tenemos a mano para sacarnos del estancamiento en que estamos atrapados hace más de una década. O que nuestras altas casas de estudios tengan la tasa de fracaso estudiantil más alta del planeta. O que al multiplicar el número de universidades en los últimos años hayamos logrado que el peso del gasto administrativo del sistema llegue a niveles récord respecto al número de graduados.
Leé también: Un ex funcionario del gobierno de Cristina puso en duda que la expresidenta quiera conducir el PJ
El “orgullo nacional” debería alcanzar para esconder todo eso y mucho más bajo la alfombra de una autocomplacencia conservadora y decadente.
Para peor, el conflicto universitario también mostró que los reformistas, aunque ellos sí quieren cambiar las cosas, no saben muy bien qué hacer con las más importantes. Por lo que les resulta bastante difícil trazar una vía reconocible hacia el progreso. Su única innovación para el sistema universitario, hasta aquí, parece ser que los extranjeros paguen lo que los locales reciben gratis. Y todos gasten menos, en igual medida los que se esfuerzan, hacen bien su trabajo y es un trabajo social y económicamente útil, y los que no hacen nada de eso y no tienen ningún interés en cambiar nada.
“Capital Humano” se llama el ministerio que los libertarios crearon para fijar la meta que consideran más importante para guiar las políticas sociales del Estado. Pero no parecen tener la menor idea de cómo formar el capital humano que el país necesita, cómo hacer para que el capital humano que ya estamos formando no se desaliente, no se convenza de que el capitalismo y el libre mercado son una lacra. O que no se vaya al extranjero, ni mucho menos cómo distinguir entre las instituciones y las políticas que contribuyen a esos objetivos y las que son un lastre y juegan en contra. Es que todo esto requiere de una operación complejísima: pasar de la motosierra al bisturí.
Recortar fondos a todo el mundo es bastante simple. Requiere, sí, de decisión política y espalda para aguantar el chubasco, y eso el Gobierno en curso lo tiene. Pero no supone ninguna complicación administrativa, planificar, ni negociar nada, ni el diseño o implementación de ninguna política compleja.
En cambio, distinguir entre áreas a desarrollar y otras a reducir, fomentar, por decir algo, ciertas carreras en lugar de otras, premiar el esfuerzo de ciertas facultades o universidades y castigar la desidia o corrupción de las que funcionan mal y no cumplen los objetivos, son cosas que sí exigen mucha capacidad de gestión. Justamente lo que al Gobierno más le falta, y menos parece interesado en proveerse.
Es que, finalmente, lo que el entuerto universitario ha demostrado es que la apuesta de Milei por un “gobierno mínimo”, una estructura muy pequeña que se ocupara de la estabilización macroeconómica, mientras dejaba que el resto del aparato estatal vegetara, no iba a poder sostenerse mucho tiempo. Y corría el riesgo, en caso de prolongarse más de la cuenta, de dejar libradas a su suerte, y disponibles para que la oposición más dura las capitalizara, las demandas que tarde o temprano iban a reactivarse. Más temprano que tarde, en verdad, a medida que la emergencia económica fuera quedando atrás.
Este es el otro dato del momento: Milei no cae en las encuestas porque haya fracasado, sino que está siendo víctima de su propio éxito. Como logró contener la inflación y el dólar su popularidad disminuye en vez de crecer, porque la sociedad empieza a ver lo que perdió por el camino y quiere recuperarlo, o al menos que le digan por qué vías y con qué plazos tiene chances de recuperarlo; y se cansa y desorienta cuando no escucha al presidente hablar de eso, ni lo ve tomando decisiones en esa dirección, sino atrapado en el loop de la emergencia, repitiendo que evitó el 17000% de inflación y el 95% de pobres.
Claro que igual tiene un consuelo: por más que meta la pata en esto y en muchas otras cosas, podrá seguir contando con la invalorable y sacrificada colaboración de sus más encarnizados enemigos. Que siempre lo van a superar en torpeza y atolondramiento.
Fueron ellos en su ayuda, ante los miles y miles de jóvenes movilizados, y los millones de televidentes que contemplaban asombrados la manifestación del miércoles pasado, con una retahíla de tonterías que dejaron en claro que de esa parte del espectro político no va a venir ni media idea, ni una pizca de novedad.
Sergio Massa y Guillermo Moreno protagonizaron una escena que ni en su fantasía más delirante Santiago Caputo hubiera podido desear: saltaron y cantaron al ritmo del “vamos a volver” como si no hubiera pasado nada desde 2019, o el ajuste de Milei lo hubiera ya borrado todo de la memoria colectiva.
Mientras, Cristina Kirchner se apresuró a saludar desde el modesto balcón del Instituto Patria, apurada como nadie a sacar provecho de la situación. ¿Con qué idea? La esperanza de que Milei siga cayendo en las encuestas, hasta que la gente no tenga otra que hacerla crecer a ella.
De ese cambio de clima, sumado a su paso al frente en la interna del PJ, la expresidenta sueña con que alcancen para disipar el internismo feroz desatado en su partido y desalentar a los jueces de Casación de confirmar la condena en su contra. Lo más probable es que nada de eso suceda. Sobre todo porque ellos y el resto de la oposición dura seguirán haciendo lo que esté a su alcance para impedirlo.
Lo que le va a dar tiempo a Javier Milei para seguir equivocándose, tanto en materia universitaria como en otros asuntos. La duda es si será capaz de aprovechar ese tiempo, que sigue ofreciéndosele más generoso que a casi cualquiera de sus predecesores, para aprender de los errores, empezar a pensar en políticas públicas y ponerlas en marcha. No solo plantear conflictos y polarizar la escena.