En las últimas décadas, el presupuesto nacional no sirve prácticamente para nada: ni para que el Congreso controle al Ejecutivo ni para que los ciudadanos puedan saber cómo este va a gastar el dinero de los impuestos. Durante el primer año de Javier Milei presidente, también fue así, pero ahora él pretende que sirva de golpe para todo lo anterior y algo aún más importante: proveer a su gobierno de un programa de acción plurianual para realizar su principal promesa: achicar drásticamente el sector público.
Es cierto que Milei no anticipó en su discurso del domingo prácticamente ningún número de los que había decidido ya para dar forma al primer presupuesto de su mandato (tras la total libertad de acción que se autoconcedió para gastar como quisiera y cuanto quisiera durante este 2024): no ofreció cifras sobre la recaudación proyectada, los destinos prioritarios del gasto, ni la inflación ni el crecimiento esperados, nada. Pero sí brindó, en cambio, varias pistas sobre con qué criterios los había calculado: el principal de ellos, la pretensión de achicar el tamaño del Estado, por lo menos del Estado nacional, año tras año a partir de ahora, y contra viento y marea, sea que la economía crezca o no, que la recaudación fiscal y los compromisos de deuda aumenten o disminuyan.
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También, por extensión, reducir el peso de los niveles subnacionales del sector público, a los que reclamó se plegaran a su cruzada, porque de otro modo quedarían para siempre entre los responsables del fracaso argentino. Lo hizo, esto sí, con un número bien preciso y particularmente contundente: espera de ellos que se achiquen, para empezar, en 60.000 millones de dólares.
Así, si lograra ambas cosas, podría acercarse al final de su mandato a un gasto público global del 25% del PBI, con lo que habría reducido nuestro aparato estatal a prácticamente la mitad de lo que llegó a ser en el ocaso del kirchnerismo.
El método elegido para conseguir esta meta es también muy sorprendente: en algún aspecto consiste en hacer kirchnerismo al revés, usar los instrumentos creados por Néstor y Cristina, pero para los fines contrarios.
Lo que se reveló en cuanto se conocieron los números a los que Milei no se había referido, y destacó uno particularmente llamativo, que hizo acordar al dibujo contable con que desde 2003 hasta el año pasado los presidentes se hicieron de recursos extraordinarios, en el caso de los mandatarios que se sucedieron durante esos 20 años, con el objetivo de gastar discrecionalmente, pero que el actual presidente podría utilizar para lo contrario: reducir el gasto efectivo y bajar impuestos.
El método funciona así: el presupuesto calcula sus ingresos proyectados con una tasa de inflación que es la mitad o un tercio, según los casos, de la que efectivamente el gobierno planea lograr. Con lo cual, sea que la economía crezca más o menos de lo previsto, y aun en caso de recesión y decrecimiento, igual la recaudación efectiva será mucho más alta que la programada y acordada en el presupuesto; y gracias a eso el fisco recibirá un plus de recursos “imprevistos” que el presidente podrá gastar “fuera del presupuesto”.
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Con este sistema los presidentes se burlaron del Congreso año tras año en las últimas dos décadas. Acumulando un enorme poder político, porque pudieron decidir, a través de la Secretaría de Hacienda, regulares “ampliaciones de presupuesto” sin consultar a nadie. Además, hicieron crecer el peso del Estado sobre la economía disimuladamente, por medios contables y sin ninguna resistencia. Un combo genial, que al kirchnerismo le funcionó bárbaro mientras la economía productiva que había heredado igualmente pudo crecer, después le siguió funcionando pese a que ella ya no crecía, y al final, con Mauricio Macri y con Alberto Fernández, todavía permitió a los presidentes sobrevivir, pese a que todo el esquema macroeconómico montado a su alrededor se derrumbaba.
Javier Milei dice ahora que, el próximo año, la inflación será de solo el 18%. Nadie en sus cabales cree que algo así pueda suceder. Ni siquiera los economistas más optimistas y prooficialistas: para ellos un número extraordinario sería entre 45 y 50%. Porque calculan que habrá todavía inercia, puede incluso que se reactive la puja distributiva si se produce una importante recuperación del nivel de actividad, y el gobierno tendrá que seguir corrigiendo precios relativos (algo que demoró en los últimos meses, para sostener el rumbo declinante de la inflación; y pese a eso, hasta ahora al menos, mucho no consiguió: recordemos que sigue clavada en 4% mensual).
Pero es probable que nadie quiera discutirle ese número al Presidente, y el presupuesto salga así. Con lo cual, aunque los legisladores dialoguistas le agreguen algún punto más de gasto aquí o allá para negociar su voto afirmativo, y algo parecido hagan algunos gobernadores peronistas o de JxC, en lo importante el presidente se podrá salir con la suya.
Podrá entonces aplicar la regla que explicó en detalle la noche del domingo: cada vez que la recaudación crezca por encima de lo previsto, se usará ese plus no para incrementar los gastos, sino para bajar impuestos. Si la inflación crece por encima del 18%, un plus va a haber (incluso si la economía no crece tanto como el 5% previsto); y Milei podrá entonces darle alguna buena noticia a los chacareros, bajando las retenciones, o a las empresas y personas en general, reduciendo aún más el impuesto PAIS, o el del cheque. Irá anotando baja tras baja en el gasto real, pese a que el nominal siga creciendo, porque lo hará por debajo de la tasa efectiva de inflación.
Así que es cierto, Milei de números no habló, y también insistió en que su meta principal sigue siendo bajar la inflación y que la economía crezca. Pero por detrás de toda esa fraseología se está creando las condiciones para seguir manejando el gasto con discrecionalidad, y achicar a como dé lugar el tamaño del Estado. A eso no va a renunciar.