Bolivia vivió un supuesto golpe de estado en 2019. En verdad, el de ese año fue más que nada un planteo militar por la negativa, a favor y no en contra de la Constitución: lo que los jefes de las Fuerzas Armadas de entonces hicieron fue negarse a reprimir las movilizaciones populares contra el fraude cometido por el partido gobernante (el MAS) y sostener así a Evo Morales en el poder, pese a que había perdido las elecciones y, en verdad, nunca debió competir en ellas, porque la Carta Magna lo prohibía expresamente.
Ahora, cinco años después de aquellos sucesos, el sufrido país vive un real conato de golpe, con toda la parafernalia habitual de estos episodios: tanquetas irrumpiendo en la casa de gobierno, proclamas contra la “casta de políticos corruptos” que se vienen perpetuando en el poder y supuestamente amenazan el futuro de la Patria, militares armados ocupando el centro de la capital y amenazando a los funcionarios de gobierno como si su poder de fuego fuera suficiente argumento para imponerse a toda otra autoridad del Estado.
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Y aunque, por lo que se ha visto hasta ahora, tampoco se trata de un verdadero y pleno golpe, porque bastó que las fuerzas civiles se manifestaran masivamente en contra del general Juan José Zúñiga, líder de los amotinados, y se insinuaran manifestaciones en su contra, para que el mencionado y sus secuaces se retiraran de la escena, es sí una señal dramática del nivel de descomposición al que ha llegado la política boliviana, un agravante de esa crisis, y un anticipo de lo complicado que le va a resultar salir de este atolladero sin más episodios por el estilo.
Los tres factores de Bolivia
¿Qué factores alimentan esta crisis política e institucional? ¿Y por qué ella brinda ocasión para que personajes como Zúñiga crean que con un brutal y atolondrado golpe de mano podrían volverse, sino cabeza de un gobierno viable, al menos dueños de la situación?
Hay al menos tres factores alimentando la complicada situación en que se encuentra la política boliviana.
- En primer lugar, la crisis del MAS desde que Luis Arce, en 2020, fue electo presidente, pero el liderazgo partidario siguió en manos de Morales. Más o menos como pasó con Cristina y Alberto en esos mismos años. Con el agravante, en el caso del vecino país, de que Arce sí intentó desafiar a su mentor, buscó crear un gobierno propio e incluso usar el poder presidencial para terminar con el control del MAS por parte de Morales. Así que el oficialismo se dividió, el Congreso se paralizó y se inició una guerra de posiciones implacable por el poder y la sucesión presidencial, en las instituciones así como en las calles. En la que el líder cocalero no escatimó el recurso a la protesta para debilitar al gobierno, deslegitimar a su antiguo vicario y volver inevitable una nueva administración bajo su mando directo.
- En segundo lugar, pesa la crisis económica en la que desembocó la gestión masista, tras dos décadas de aumento del gasto público y el intervencionismo. Esta crisis tardó mucho más en desatarse que en otros experimentos populistas, como los de la Argentina o Venezuela, porque la gestión en la materia fue allí mucho más ordenada y prudente. Pero no pudo evitar de todos modos que se fueran acumulando inconsistencias: igual que en la Argentina, las reservas internacionales finalmente se agotaron, igual que en Venezuela los precios se desbocaron y el combustible y la energía, pese a ser un país petrolero y un importante exportador de gas, empezaron a escasear. Y con ellos se acabó también la paciencia social, ante una dirigencia dedicada casi exclusivamente a hacerse zancadillas unos a otros.
- En tercer lugar, pesa el malhumor creciente en las filas castrenses. Nutrido probablemente en partes similares por las penurias presupuestarias, la descomposición de la cadena de mando nacida de la debilidad creciente de las autoridades civiles, la penetración de las redes del narco y el rechazo a acusaciones y condenas acumuladas contra altos oficiales que en 2019 supuestamente habrían actuado contra la Constitución. Con lo que se da la paradoja de que, por no haber querido actuar entonces como brazo armado del partido de gobierno, como sí aceptaron hacer en su momento sus pares venezolanos, ahora están mucho más cerca de terminar siendo eso o algo peor: golpistas instrumentales tanto para el delito organizado y el aventurerismo político, como para el proyecto de convertir a Bolivia en un régimen ya no populista sino lisa y llanamente autoritario.
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Ecuador enfrentó una situación similar años atrás. Y gracias también a la división del partido entonces en el poder, entre los seguidores de Rafael Correa y los de Lenin Moreno, logró volver al cauce democrático. Puede todavía que los políticos y demás actores del drama bolviano estén a tiempo de encauzar el proceso que atraviesan en esa dirección. Solo que deben remontar años de errores y engaños, y desafiar de una vez por todas las pretensiones de un líder que ha demostrado ser aún más inescrupuloso y prepotente que Correa.