En el relato histórico argentino, suele ocurrir que grandes personajes cuya actuación abarca distintos aspectos de la vida política, social, militar o económica del país quedan reducidos a la explicación de un hecho del que fueron protagonistas, que finalmente oculta la riqueza de su vida pública y privada que merece ser conocida.
Tal el caso de Vicente López y Planes, autor del Himno Nacional, a quien se lo recuerda en este rol de poeta patriótico, pero se olvida su gestión como presidente de la República en 1827; como gobernador de Buenos Aires en 1852 y firmante del Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos; y todos sus años como juez del Tribunal Supremo de Justicia porteño. En el caso de las grandes mujeres argentinas, suele recordarse a María Sánchez de Thompson y Mendeville por la circunstancia de la primera interpretación en su casona de la actual calle Florida de la música compuesta por el catalán Blas Parera para acompañar la poesía del Himno, pero que no ha permitido que se conozca profundamente su rol como fundadora de la Sociedad de Beneficencia, de la Sociedad Filarmónica, o su carácter pionero como demandante femenina por sus derechos ante las justicias española y argentina. Pero es justo decir que también esta característica anecdótica de los textos liminares de la historia argentina ha afectado a los grandes hacedores del país, como José de San Martín, de quien poco se divulga de sus tiempos en Europa entre 1784 y 1812, o entre 1824 y su muerte en Boulogne Sur Mer en 1850.
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También con Manuel Belgrano, que se ha convertido en un personaje muy querido por los argentinos, quizá el más amado, pero destacándose sobre todo su condición de militar apresurado, hecho que no es cierto, pero que tiene que ver con la poca aplicación de sus conocimientos militares hasta que se hizo cargo del Ejército Auxiliar del Paraguay en 1810 y del Ejército Auxiliar del Alto Perú en 1812; o el hecho fortuito de su pobreza extrema, que no es real, sino que muestra la crisis en las familias acomodadas de Buenos Aires por el costo social y económico de las guerras independentistas, como en todo el territorio del país.
Si bien en los últimos años, la historiografía amplió el horizonte de las biografías de los grandes protagonistas de la historia, falta aún mucho por hacer y esta es la razón por la que hoy recordaremos algunos aspectos poco conocidos del creador de la Bandera, que lo ubican sin duda entre los grandes de la historia sudamericana y sobre todo lo hacen merecedor del título supremo de Padre de la Patria, que el libertador José de San Martín le obsequió durante las pocas horas que en la vida de ambos pasaron juntos, en un paraje de Salta que se ha convertido en un santuario: la posta de Yatasto.
La familia Belgrano González
El 3 de junio de 1770 nacía en Buenos Aires Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús, el octavo hijo del matrimonio formado por el genovés Domingo Francisco Belgrano Perí y la porteña María Josefa González Casero. Es el único prócer argentino que nació, vivió y murió en la misma casa de Buenos Aires. Sin duda es el más grande porteño de todos los tiempos.
Don Domingo había llegado a Buenos Aires hacia 1750, luego de un largo viaje desde su Oneglia natal, en la Liguria, un pueblo que hoy tiene doscientos habitantes, y la mitad de ellos se apellida Belgrano. Su casa natal está adornada todo el año con banderas argentinas. Doña Josefa era hija del santiagueño Juan Manuel González de Islas, que se había casado con María Inés Casero. Vivían en una casona ubicada a pocos metros del convento dominico de Buenos Aires, hoy el solar de la Avenida Belgrano 430, que dio cobijo a la prole de nueve hombres y siete mujeres, la mayoría de los cuales llegaron a edad adulta, algo extraño para la época.
La familia era muy piadosa, y la contribución de los Belgrano para la construcción de la actual Basílica del Santísimo Rosario hizo que la tumba de los esposos esté ubicada en el crucero del templo. Tuvieron un hijo sacerdote y varios más fueron miembros de la Tercera Orden Dominica. Sin embargo, tanto el matrimonio como los bautismos de los hijos fueron celebrados en la iglesia de la Merced, por entonces parroquia con registros.
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La tía abuela de Manuel, por rama materna, era la madre de María Josefa Villarino, casada con Angelo Castelli, un griego hijo de venecianos, quienes fueron los padres de Juan José Castelli. Esto muestra el abolengo santiagueño de los dos próceres de Mayo de 1810. El espíritu mercantil del genovés Belgrano y del griego Castelli los convirtió en hombres de fortuna y fueron actores principales de la sociedad porteña a fines del siglo XVIII.
Los amores de Manuel
A pesar de los imperativos sociales en la Buenos Aires de principios del siglo XIX, Belgrano nunca se casó al regresar de España en 1794, donde estudió en tres universidades. Seguramente no le faltaron oportunidades, al ser uno de los porteños más cultos y elegantes. El porqué de esa decisión tan íntima quedará para siempre en el limbo de las conjeturas, salvo que un documento pueda aclarar el misterio del camino de la soledad que decidió transitar. Pero sí se puede hablar de sus amores, contemporáneos a los momentos más álgidos de la Revolución.
María Josefa Ezcurra y Pedro Pablo
María Josefa Ezcurra era una dama porteña que había sufrido la huida de su marido, su primo Juan Ezcurra, quien en contra del proceso revolucionario de 1810 dejó Buenos Aires para regresar a su tierra natal en la península ibérica. Por entonces, una mujer abandonada estaba condenada a ser una muerta civil. Ni siquiera podía ir a misa sola. Al parecer, en una de las tertulias tan habituales en la capital, el apuesto Manuel y la bella Josefa comenzaron una relación. Belgrano visitaba a su enamorada en los “Altos de Ezcurra”, una casona aún en pie en la calle Alsina, a metros de la iglesia de San Ignacio ubicada en la Manzana de las Luces porteña.
Ese romance desembocó en el nacimiento de un niño el 30 de julio de 1813. Los cánones morales de la época eran tan crueles que la futura madre debió viajar ocultando el embarazo a una estancia litoraleña, donde parió a su hijo y lo “abandonó” en los escalones marmóreos de la iglesia matriz de Santa Fe, lugar en el que “casualmente” minutos después lo encontró su hermana Encarnación, casada poco tiempo antes con Juan Manuel Ortiz de Rozas, quienes se hicieron cargo del recién nacido y lo criaron como hijo propio. A Pedro Pablo no lo reconocieron ni padre ni madre, pero a los 23 años, en 1836, el entonces Restaurador de las Leyes le comunicó quienes eran sus progenitores. Fue entonces cuando el joven entendió el porqué del gran cariño que le profesaban su “tía Josefa” y aquel ya lejano “tío Manuel” del que tanto se hablaba.
Dolores Helguero y Manuela Mónica
Desde 1810 se vivían tiempos tumultuosos. En 1812 la guerra de la Independencia llevó al general Belgrano al norte y en San Miguel del Tucumán su ejército triunfaría en la histórica batalla del 24 de setiembre de 1812, que cambió el destino de la América española. Unos días después, en una tertulia de festejo por la victoria, conoce a Dolores Helguero, una bella joven de 15 años. Es importante decir que, en esa época, una niña se convertía en adulta cuando podía ser madre. La guerra obligó a Manuel a viajar hacia Salta, Vilcapugio y Ayohuma. Volverá directamente a Buenos Aires y seguirá rumbo a Europa. Corría 1814.
Al regresar del viejo continente, luego de la restauración de Fernando VII en el trono español y la caída definitiva de Napoléon Bonaparte, Belgrano desembarcó en Buenos Aires e inmediatamente viajó para asistir al Congreso General Constituyente de 1816 que había comenzado a sesionar en Tucumán. Allí el general visitó a los Helguero, se reencontró con Dolores, que ya era una mujer hecha y derecha, y comenzaron una relación romántica. Estuvieron juntos tres años, con los intervalos que la guerra ocasionaba. El 4 de mayo de 1819 nació como fruto de ese amor Manuela Mónica. Las ventiscas de la historia llevaron al cansado general casi preso a Buenos Aires, donde moriría al año siguiente.
Se sabe que Dolores fue casada con un hombre que pronto la dejó. Ella se fue a Catamarca para huir del escándalo, y en 1825 llegó con su hija a Buenos Aires, donde la familia del prócer se hizo cargo de la educación de la niña, por voluntad testamentaria oculta de don Manuel. Siendo presidente, Bernardino Rivadavia la visitaba y Manuela dejó este testimonio para la historia: “El señor Rivadavia me colocaba siempre debajo de ese retrato (de Manuel Belgrano) para admirar la semejanza que tenía con mi papá”. Fue sin duda bueno para ella el haber sabido siempre quienes fueron sus padres.
En la década de 1830, los hijos de Belgrano se conocieron y vivieron fraternalmente el resto de sus días, hasta sus muertes respectivas, la de Pedro en 1863 y la de Manuela en 1866. De ambos han llegado hasta hoy más de un centenar de descendientes directos del creador de la Bandera. Incluso, no deja de llamar la atención que en el acto oficial en la tumba de Belgrano, en el atrio de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, en el convento dominico ubicado en Defensa y Belgrano, que se celebra cada 20 de junio por la mañana, estén allí varios Manuel Belgrano. Uno de ellos es hoy el presidente del Instituto Nacional Belgraniano, celoso custodio del legado del prócer.