A medida que el ajuste que lleva adelante el Gobierno hace sentir con mayor severidad sus efectos en la población, la Iglesia va subiendo el tono de crítica por el creciente deterioro de la situación social. Su presencia, a lo largo y a lo ancho del país, en contacto directo y cotidiano con las diversas realidades le permite contar con una percepción muy certera. Además, su vasta obra social -con cientos de comedores comunitarios y miles de voluntarios, además de innumerables acciones de promoción social y educativa- le suma autoridad moral a sus cuestionamientos porque no se limita a la denuncia.
Sin embargo, sus advertencias -que ciertamente no comenzaron con el actual Gobierno, más allá de que hay quienes creen que durante los gobiernos peronistas no son muy severas- adolecen en los últimos años de omisiones relevantes como la falta de cuestionamiento a administraciones del Estado irresponsables -meramente electoralistas- y, sobre todo, de críticas ante presuntos hechos de corrupción. En efecto: si se repasan las declaraciones de los organismos eclesiásticos se verá que los señalamientos sociales abundan, pero nada se dice de la conducta de los gobernantes de turno.
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La explicación que suele darse en medios eclesiásticos en cuanto a la corrupción es que no puede hablarse en base a sospechas. En rigor, si se esperara la condena firme probablemente nunca habría ninguna crítica. Porque más del 90 % de las causas de corrupción terminan en la nada, sea porque prescriben por las argucias de los abogados o la dilatación de los jueces o, sencillamente, porque no se investiga en profundidad por falta de recursos o por venalidad. Por las dudas, algunos se protegen en los fueros legislativos como fue el caso del expresidente Carlos Menem.
Ahora, algunas causas parecen estar moviéndose a un ritmo más acorde con la expectativa de vida humana. Por caso, la expresidenta Cristina Kirchner fue condenada en primer instancia en 2022 en la Causa Vialidad (y a fines de febrero comenzó el tratamiento de la apelación en la Cámara de Casación). La ampliación del Consejo de la Magistratura -que designa y remueve jueces- tras un pronunciamiento de la Corte restándole preeminencia al kirchnerismo, le sacó una espada de Damocles a los magistrados que podrían ahora actuar con más independencia.
El último pronunciamiento de un organismo vinculado a la Iglesia sobre la situación del país se produjo en la última semana. La Comisión de Justicia y Paz, compuesta por laicos especializados en cuestiones políticas, económicas y sociales, difundió la hasta ahora más dura declaración desde el catolicismo con la gestión de Javier Milei. Allí traza un descarnado diagnóstico de la situación, pero nada dice sobre el uso dispendioso y clientelar de los fondos del Estado que hacía el gobierno anterior y de las sospechas de manejos corruptos.
La única referencia de la comisión a la gestión anterior -y las anteriores- es cuando dice que “ya había una situación inflacionaria”. Pero luego afirma que “la devaluación del 100% de diciembre (dispuesta por el presidente ni bien asumió) implicó un aumento significativo en los precios, con una recesión también extraordinaria por su velocidad y profundidad”. Señala que “la persistente inflación”, sumado al incremento de las tarifas “han creado una combinación devastadora para la vida cotidiana de los argentinos”.
El organismo hace una serie de puntualizaciones críticas tales como la pérdida de la capacidad de compra de los salarios, el deterioro de las jubilaciones y el riesgo de perder el trabajo que corren 200 mil obreros de la construcción. O los recortes en salud y educación. E incluso en la ayuda alimentaria. Por todo lo cual le achaca al gobierno “un enorme grado de insensibilidad social”, en el marco de una “cultura del odio y del individualismo extremo” que considera que se expande en sectores de la sociedad.
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Días antes, los obispos del noreste habían procurado un equilibrio al decir que “los sistemas estatistas y populistas tienden a sofocar la libertad de las personas, generando dependencias nocivas, aumentando los controles del Estado y poniendo la economía al borde del colapso”. Pero que “la solución de este drama no pasa por la apertura indiscriminada y anárquica de los mercados. Ni el paternalismo exagerado ni la ausencia de una regulación fundamental aseguran una auténtica libertad”.
Entre otras demandas, hacia el final pedían “una lucha más efectiva contra la corrupción”. También por entonces el arzobispo de Buenos Aires, Jorge García Cuerva, había hablado de corrupción. Fue durante la tradicional Misa por la Educación con motivo del inicio del ciclo lectivo que ofició en la catedral metropolitana. Ante alumnos de primaria y de secundaria que llenaron el templo los invitó a soñar con un país mejor porque “somos más que los corruptos”. Menciones halagüeñas.
Resulta oportuno recordar las palabras que Juan Pablo II le dijo a un grupo de obispos argentinos hacia finales de la década del ‘90: “La corrupción y la impunidad corren el riesgo de generalizarse en la Argentina”. O lo que repite incansablemente el Papa Francisco: “Pedro era pecador, pero no corrupto” para señalar la gravedad de las conductas corruptas, que se convierten en un ámbito cada vez más arraigado, incluso naturalizado, que es muy difícil de erradicar.
Al fin y al cabo, las denuncias sobre comportamientos criticables de miembros de gobiernos pasados dotarán de mayor potencia a las críticas dela Iglesia por la situación económica y social. Le otorgarán más credibilidad. Especialmente en tiempos de polarizaciones y redes sociales donde las descalificaciones están a la orden del día. No solo hay que ser independientes de toda fuerza política, sino también parecerlo.