Dado que Juntos por el Cambio terminó siendo la única fuerza, de las que tienen chances de ganar las presidenciales, en que habrá internas competitivas, se abrió tras la presentación de las listas un interrogante sobre el efecto que tendrá esa competencia.
Puede ser uno positivo, porque los votantes se sentirán atraídos a participar de esa disputa, donde algo se decide y cada voto cuenta. Y aún quienes tengan simpatías moderadas por los libertarios o el peronismo podrían entonces terminar engrosando la votación de la coalición opositora. O puede ser negativo, la coalición aparecerá enfrascada en una disputa feroz, que hará dudar a los votantes de su cohesión en el ejercicio eventual del gobierno, o de que ella tenga siquiera una identidad y orientación definidas, así que preferirán apoyar opciones más claras y cohesionadas.
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Tanto el oficialismo como Milei seguramente destacarán este segundo aspecto, hablarán de peleas de conventillo, de bolsa de gatos y de un rejunte cuyo único sentido es tratar de ganar elecciones sin ninguna chance de gobernar bien.
Claro que en Unión por la Patria, para poder instalar este mensaje, tendrían que disimular lo mal que han gobernado ellos mismos, justamente por su propio internismo, que no se ha resuelto por más que la mayoría de sus miembros, no todos, se avino a aceptar una lista ´casi´ única. Y en el campamento libertario deberán hacer aún más esfuerzos, porque la idea de que una persona sola puede formar gobierno, simplemente juntando de apuro lo que venga, no estaría resultando muy convincente, por algo en las provincias a sus listas les está yendo entre mal y pésimo.
Como sea, nada de eso quita que Juntos por el Cambio empieza la campaña con un interrogante abierto sobre su futuro, y eso muy bueno no es. Que ese interrogante se ahonde y agrave, o se aproveche la competencia interna para crecer como coalición capaz de procesar sus diferencias, crear liderazgos democráticos y actuar cohesionadamente, depende en gran medida de cómo se desarrolle esta pelea, y al respecto las cosas, desde el principio, pintan también bastante mal.
Larreta ha decidido insistir y profundizar en la línea antiMacri que inauguró en cuanto el expresidente decidió desistir de su candidatura. Su idea parece ser pelear “contra el dueño del circo y no contra sus delegados”, devaluando a su contrincante a la condición de mero instrumento del expresidente. Con un mensaje subliminal, apenas disimulado en verdad, Bullrich no es tan fuerte como pretende, va a estar condicionada por el jefe del PRO, y ya vimos cómo funcionan los gobiernos con un presidente condicionado. En cambio si ganara la interna el jefe de gobierno sí habría un nuevo líder, porque él piensa jubilar a Macri ipso facto, y podrá hacerlo simplemente porque le habrá torcido el brazo también a él.
El problema es que esta estrategia llega un poco tarde. Macri, más sabio que Cristina, que sigue hablando de más y en los peores momentos, ha decidido no participar en la campaña, hablar lo mínimo, respaldar a algunos candidatos de provincia pero no intervenir más de lo que ya lo hizo en las PASO nacionales. Para no entorpecer el protagonismo de su precandidata preferida en ellas. De allí que ni se mosqueara en contestar cuando Larreta lo llamó fracasado, en un ejercicio un poco exagerado y tal vez también algo desesperado y mal concebido de la pulsión natural por ´matar al padre´.
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Bullrich hizo dos cosas interesantes ante ese lance larretista, las dos orientadas a inhibir la apuesta de su adversario pero también a consolidar su propio rol. No se enredó en defender la gestión de Macri sino que se lanzó a atacar en forma directa, personal e implacable al propio Larreta, acusándolo de todo tipo de bajezas morales, sin ningún prurito por cuidar las formas. Y, hablando en un seminario realizado en Madrid al día siguiente, dio una sutil definición de cómo entiende el rol futuro del ex presidente. “Va a ayudarnos a desarrollar nuestra inserción en el mundo” sentenció. Un mensaje que iba dirigido al público entendedor, pero sobre todo al propio Macri, como diciéndole, “ojo, que si yo no te jubilo va a ser solo para ponerte bien lejos de la toma de decisiones de mi gestión, mandándote a pasear por el mundo a hacer lo que hacen todos los ex presidentes, relaciones públicas”.
No le debe haber caído muy bien a Mauricio esa afirmación, pero tampoco es que tiene muchas formas, por ahora al menos, de retobarse y desmentirla. Su situación es, al respecto, distinta a la de Cristina en el oficialismo y no solo porque él cuide un poco más a su partido, a su coalición y a su posible sucesora, y no exclusivamente sus propios intereses, también porque no puede descontar, como sí hace la actual vicepresidente, que una porción al menos del voto de su espacio va a seguir siendo de su exclusiva propiedad. Si gana Bullrich, y se convierte en presidente, no va a estar en las mismas condiciones que Alberto Fernández en 2019, porque no va a hacerlo con “votos prestados”, ni va a tener que agradecer demasiado a nadie por el apoyo recibido.
Esa ha sido también su idea al seleccionar los precandidatos que la acompañan. Primero, todos tienen, quien más quien menos, dos rasgos característicos, son casi clones de Bullrich, piensan como ella, hablan como ella y en muchos casos lo sobreactúan.
Lo opuesto a lo que sucede en las listas de Larreta, donde todos son distintos, hay un poco de todo. Lo que tiene la ventaja de la representatividad, expresa la heterogeneidad de la coalición. Pero tiene el problema de la falta de cohesión y dirección, no se sabe muy bien para dónde va ni que terminará siendo ese grupo. Punto sobre el que machaca justamente la crítica de su adversaria.
Y, segundo, todos los candidatos de Bullrich carecen de estructura propia, o la que tienen es poco relevante. Por lo que son, y seguirán siendo aunque ganen los cargos para los que se postulan, más dependientes de su jefa. Es el caso de Luis Petri, y una de las razones por las que fue descartado Maximiliano Abad, pero también de Grindetti, de Guerra y de varios otros.
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Una idea de coalición pequeña pero cohesionada y disciplinada, se enfrentará así a la “gran coalición”, más expresiva y dispersa, del larretismo. Los votantes tendrán que sopesar ventajas y desventajas de cada una. Hasta allí todo bastante sensato, y podría discurrir sin demasiadas agresiones.
Solo que los aspirantes se sienten compelidos, por lo que parece, a dar la nota, a decir todo lo que no dijeron durante el año y medio que pasó, desde las elecciones pasadas, tenían atragantado y ahora quieren vocear, a ver si sacan una ventaja definitiva a su favor, o al menos gastan todos los cartuchos y no se quedan con las ganas de hacer y decir algo más contra sus adversarios.
Lo hacen, encima, demasiado cerca de las elecciones generales como para que esa inclinación verborrágica no tenga efectos negativos sobre el espacio que los reúne, y que los va a necesitar a ambos para poder triunfar, y si lo logran, más todavía para poder gobernar un poco mejor de cómo lo han hecho sus predecesores.