Hace pocos días, escuché a una figura política muy conocida decir que le daba profunda tristeza “este bloqueo entre los que quieren un país normal y los que quieren seguir adelante con la ruptura de la legalidad, la decadencia, el robo y el atraso… Qué tristeza ver a nuestro país bloqueado políticamente”. Horas después, escuché a otra, también muy conocida, argumentando sobre la necesidad de plantarse frente al poder económico, al poder mediático y al poder judicial. Pensé que, para la concepción expresada por el segundo exponente, cuando la derecha gana las elecciones se termina de cerrar un círculo amenazante del poder, percepción que puede alimentar cualquier paranoia. De un modo u otro, ambas expresiones, aunque sean sustancialmente diferentes en sus contenidos, tienen un parecido de familia. Ambos tienen la aprensión acuciante de quedar bloqueados o encerrados por otro destructor.
Creo que no tiene sentido buscarle un nombre a este tema, denominarlo grieta o lo que fuera, pero conjeturo –apenas eso– que en la Argentina hay dos grandes conglomerados multidimensionales, una de cuyas dimensiones principales es el modo de entender lo político, lo social y la economía. Aunque tengan diferencias en su composición social, esto es aquí menos importante. Llamaré provisoriamente “estilos” a estos grandes conglomerados. Pero me refiero a modos de entender no tanto genéricos, sino situados en el tiempo de hoy: el de la abrumadora decadencia argentina, su crisis crónica.
Se trata de dos estilos en clara contraposición. Tolere el lector una identificación muy esquemática de ambos.
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Estilo 1
Este estilo se preocupa por atender una capacidad central del capitalismo: la creación de riqueza, la prosperidad. Para este estilo, la clave estriba en establecer los incentivos correctos para el crecimiento, incentivos que, básicamente, descansan en una conformación mucho más abierta del mercado y una delimitación más precisa y contenida del estado.
Uno de los problemas graves de este estilo 1 es el libertarismo político y el neoliberalismo económico, dos utopías peligrosas en tanto tales. Aunque en la práctica sea un estilo que es intensamente político, cree de sí mismo ser despolitizador. Cree utópicamente en el mercado, cree también utópicamente que el estado mínimo (Nozik y otros muchos pensadores e ideólogos) es la condición de posibilidad no sólo de la generación de riqueza sino de la libertad, etc. Pero la observación es secundaria: lo central es que el estilo 1 define el problema como de establecimiento de incentivos correctos.
Lo que sí no tiene nada de secundario es algo que sabemos todos: la inconsecuencia entre ideas y prácticas. Porque en la Argentina, las élites que se enfilan en el estilo 1 han establecido con frecuencia vínculos nada impolutos como piedra basal de la acumulación de capital. Pero tanto el libertarismo como el neoliberalismo empujan al estilo 1 a alejarse de la democracia: se han apartado de la tradición dictatorial o del golpismo despótico, sin la menor duda (debido a experiencias dolorosamente fracasadas, debido también a un descubrimiento genuino de la democracia, y finalmente a que si la democracia es “el único juego en la ciudad” se precisaban votos), pero no del todo de la tradición elitista autocrática (muy antigua: no hay nada que hacer, a este país sólo podemos gobernarlo nosotros), y de la tradición tecnocrática (se hacen patentes en muchísimos de sus tics). A un tiempo, es incuestionable que expresa algo nuevo: una orientación procapitalista con votos, con respaldo popular, un respaldo que parece firme.
Estilo 2
Mientras para el estilo 1 la solución del problema argentino consiste en un problema de incentivos, siendo decididamente amigable con el capitalismo, para el estilo 2 el nudo es la voluntad política para que la fuerza popular altere la correlación social. Ni más ni menos. Y el resultado deberá ser la restitución de un pasado hipotéticamente dorado (esto del pasado hipotéticamente dorado no era originalmente peronista, pero con el paso del tiempo y los hechos, obviamente ya lo es, y ha ganado hasta a la izquierda en la Argentina) o, entras palabras, rectificar el rumbo histórico.
El estilo 2 no es anticapitalista, puesto que no se propone sustituir el capitalismo por un sistema económico alternativo, pero mantiene con él una manifiesta hostilidad, digamos, cultural (capitalismo y ricos egoístas cuya riqueza debe ser recuperada de la explotación es más o menos lo mismo). La voluntad política, la fuerza popular; el tercer pilar es el papel del estado.
La voluntad política y la fuerza popular dizque se encarnan en la militancia (“gobernar es crear militantes”, sic), generadora de energía para pulsear con los poderosos. Pero el Estado también es dado por descontado; el tema es quién lo ocupa. Contra la concepción de Estado mínimo, defienden una retórica de keynesianismo tosco, pero justificadora del incremento del empleo, y agitan estandartes que convocan al estado a librar mil batallas, la mayoría de ellas imaginarias (si no que lo digan el control de precios, la lucha con los medios hegemónicos o el partido judicial).
Decepción y deslegitimación
En lo que se refiere a los privilegios y rentas que una gran parte, y variadísima de la sociedad, obtiene del estado transfiriendo los costos a todos vía regresión impositiva e inflación, ambos estilos son decepcionantes: el poder de veto de las minorías de preferencias intensas, se protejan bajo los techos del estilo 1 o del 2, es demasiado alto como para superarlo y el problema no termina de ser identificado. Para las huestes del estilo 1, la cuestión de los privilegios se plantea de modo tajante: los privilegios son técnicamente rentas, hipertrofia estatal o agujeros en las redes del mercado. De modo tajante, sin duda: típicamente deben ser cortados para todos menos para mí. Para el estilo 2, se trata de aceitar la enorme máquina de administración de los pobres. Que aproximadamente la mitad de la población argentina reciba algún tipo de asistencia por parte del estado, no es visto como la expresión de un gigantesco fracaso político y económico que arranca al menos desde 1975, sino como la ocasión propicia para obtener rentas político partidarias.
En lo que se refiere a las orientaciones políticas, los estilos tienen elementos en común, pero estos son ambiguos y sus matices no son nada secundarios. Por ejemplo, no se puede negar que la adhesión a la democracia sea plena en ambos, pero no todos están conformes con la democracia constitucional, es decir, aquella que se desprende de la constitución vigente, y menos aún con percibir al otro como confiablemente democrático y pluralista.
En verdad, lo que existe es una larga tradición de deslegitimación mutua que fue robusta (y funesta) durante muchos años, pero cuya superación está lejos de ser completa, más bien retorna en la (mala) retórica de la grieta. Para los pertenecientes al estilo 1, los sujetos del estilo 2 son de legitimación dudosa y no merecen más porque ni son democráticos ni sirven para el país. Recíprocamente, los partidarios del estilo 2 consideran a los del estilo 1 como nada democráticos –siendo que están al servicio de los grupos hegemónicos y concentrados, en contra del pueblo, etc.– y netamente perjudiciales para el país –puesto que existe una relación de suma cero entre esas minorías capitalistas y el pueblo.
No obstante estos elementos de común, lo que sigue es peor, porque el estilo 2 se aleja del pluralismo al que, hay que reconocer, se había aproximado durante los 80 y los 90, para regresar a un pesado unanimismo como modelo de construcción de lo político. Se trata, sobre todo, de autoidentificarse como la totalidad de la comunidad política legítima, que apenas soporta a los otros con una tesitura de perdonavidas (y cuya supervivencia política encuentra su explicación en, otra vez, la mala influencia de grupos concentrados, medios hegemónicos, etc., que separan al pueblo).
De ese modo, surge otra diferencia: aunque entre los partidarios del estilo 1 hay de todo como en botica, y sus extremos son, para mi gusto, tan de pesadilla como los del estilo 2, en el estilo 2 hay, implícitamente (a veces no tan implícitamente) una forma alternativa de entender la democracia, alternativa a nuestra democracia constitucional. Para el gusto de muchos, esta es “demasiado” liberal, el papel basal del individuo, los límites institucionales al poder político, la división de poderes, son percibidos apenas negativamente, en los inevitables aspectos problemáticos que cualquier arreglo humano fundamental presenta.
Esta diferencia no impide, lamentablemente, nuevas áreas en común, porque el libertarismo y el neoliberalismo (aunque muy diferentes entre sí) son vientos de desintegración social o de distopías represivas sin una pizca del orden y los valores republicanos sobre los que pivotea nuestra constitución. De un modo u otro, los estilos convergen, aunque desde puntos de partida opuestos, en el maltrato del Poder Judicial, con prácticas que van desde la abierta hostilidad a la captura. Como es enteramente lógico, los miembros de la Justicia no son todos inmunes frente a estas tendencias, que son más visibles por parte del estilo 2, dado que son consistentes con su concepción de la política.
Estilos y liderazgos
Otra cosa. El espectro de modos de acción política es variado. Esto es comprensible, porque los recursos de uno u otro estilo son heterogéneos, así como las prácticas aprendidas. El estilo 2 ha logrado instalar en el 1, cuando le toca gobernar, cierta paranoia. Teme del primero que pueda provocar su exit, su salida anticipada y no consecuencia de una limpia derrota electoral. Hay antecedentes. Cuando gobierna el estilo 2 lo hace, en este sentido, más tranquilo. Esta diferencia se conecta con otra: la capacidad de los prosélitos del estilo 2 de administración dosificada de la violencia callejera (amenazada o efectiva). Ya tenemos mucha, demasiada, experiencia al respecto. Esto abre la puerta a otro aspecto, la relación con las instituciones y la ley. Es una pregunta que hay que hacerse. ¿Qué propensiones encontramos, en cada caso, a transgredir, en la competencia institucional, los límites dispuestos por la ley? ¿O en caso de ir hasta el límite, rompiendo prácticas cooperativas o de autocontención acordadas? Los ejemplos de las últimas décadas son incontables para ambos casos, y los partidarios de cada estilo por supuesto “saben” que el transgresor es el otro. Deberían preguntarse por el cuadro de justificaciones que los lleva a incurrir en lo mismo.
Y por fin otra gran distinción: los liderazgos son estructuralmente diferentes. Ambos han tenido, a lo largo del tiempo, liderazgos fuertemente personalizados, a veces muy carismáticos, que reunieron un quantum enorme de poder interno. Sin embargo, estos rasgos nos dicen poco, porque son consustanciales a la política contemporánea. Pero el grado de asimetría interna, el grado y el modo en que el líder monopoliza la palabra política y resuelve –con consentimiento, claro está– formular y decidir su enunciación en nombre del todo, es otra cosa. El líder encarna a sus seguidores que, en el momento en que son expresados por aquel, dejan de expresarse.
Pero ni un estilo ni el otro se cruzan de brazos esperando que la gente se convenza de sus verdades. Al contrario, se meten de lleno en la lucha política y en un extremo lo hacen de un modo potencialmente rupturista (aunque en esta etapa por lo menos hasta ahora eso no ha alcanzado niveles del todo alarmantes, quizás por la larga tradición que tenemos en el siglo XX de perder la paciencia y querer cambiar las cosas por la fuerza, con pésimos resultados).
Aunque se puede observar que los liderazgos del estilo 1 son, y creo que con esto no incurro en parcialidad, los que más cambiaron en las últimas décadas, ya que saltaron definidamente al plano político, creando actores nuevos (las metáforas de extremo como la motosierra no alcanzan a empañar la importancia del cambio). Sin embargo, el peligro existe. Estamos en un turno del estilo 2, que sin duda, a mi criterio, está forzando la mano en el vínculo entre gobierno e instituciones; no podría sorprender mucho a nadie si en un nuevo turno del estilo 1, que podemos avizorar, eso de querer cambiar las cosas por la fuerza se convirtiera en una dimensión de mayor peso. Será indispensable evitarlo.
La política como contraposición moral
Probablemente tengamos a la mano personas que se presten fácilmente a definirlos, a ambos estilos, como emblemáticos, pero no lo quiero hacer, creo que hacerlo sería un obstáculo para pensar más que otra cosa. Digamos que el estilo 1 confronta, con la esperanza de convencer a la sociedad de que ese cambio de incentivos, de orientación capitalista, es indispensable y debe ser apoyado (hay que reconocer que en las últimas décadas ha logrado éxitos estratégicos, pero no van el sentido de la prosperidad común, y son éxitos de hecho, que convencen menos de lo que vencen).
El estilo 2 es claramente diferente en cuanto a los motivos por los que combate políticamente. De lo que se trata es de redefinir la distribución de la riqueza que, básicamente, es considerada como dada. La capacidad de producir riqueza, sobre todo, está dada, no hay por qué hacer nada al respecto, todo lo que hay que hacer es liberarla de los ricos y de sus respaldos sociales, políticos, mediáticos, etc. ¿Hay una asimetría en este combate que encara el estilo 2? Sí, pero justamente, el Estado puede y debe contrapesarla. Y no solo el Estado y las instituciones variadas que conforman el sistema republicano, también es necesario ocuparse de los medios, por la simple razón de que ellos por definición son hegemónicos. Los ricos cuentan con todo; los pobres, o mejor dicho las élites que hablan en su nombre, deben ocuparse de conquistar, en esa guerra de posiciones, palancas que multipliquen su fuerza.
Los esfuerzos de avanzar sobre los medios son considerados bajo esta óptica. Y, por qué no, la corrupción. ¿Acaso muchas fortunas argentinas no se hicieron o crecieron bajo el ala estatal? ¿Cuál es el problema con que las nuevas élites, que expresan a los pobres, también lo hagan, a su modo? Que se permitan sacar su tajadita es secundario (probablemente se haya configurado ya un consenso, que conecta de una vez la decadencia económica y la pobreza con la corrupción, que le cree muchas dificultades a este modo de ver las cosas).
En el fondo, y no quiero exagerar, la política para ambos estilos se trata de una contraposición moral. Los de enfrente son unos cabrones; son ricos porque nosotros somos pobres, son pobres porque quieren vivir a nuestras costillas sin trabajar. Y nosotros podemos permitirnos, si es necesario, ser injustos, porque somos justos, porque la justicia está de nuestra parte. Todos leímos o escuchamos expresiones muy claras de ambos estilos. Si vamos a buscar en los extremos, las podemos encontrar. Así, para el estilo 1, no faltan los que están convencidos de que el sector agropecuario es la patria y el eje de la Argentina del futuro, como tampoco para el 2 los que consideran que la soja es un yuyito, y el producto agropecuario es un regalo de la naturaleza. Por tanto, eso que algunos zonzos llaman estado predatorio no es tal. Que agradezcan.
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Para terminar, una nota poco optimista, pero que podría constituir un acicate para pensar. Son muchos los que dicen, sin duda de buena fe, querer que se establezcan grandes acuerdos de gobierno, políticas de Estado, etc. entre los actores partidarios. Tomando en cuenta las diferencias así como algunas características en común señaladas aquí, todo eso, esa visión Moncloa, parecería ser muy ingenua.
La ilusión de disipar el conflicto se hace aún más nítida si se toma en cuenta que la magnitud de los conflictos y de los intereses económicos y fiscales que habría que afectar para reencarrilar a la Argentina por una trayectoria de recuperación es descomunal, y que gran parte de las minorías de preferencias intensas que “defienden” el viejo orden en descomposición han echado raíces en los dos estilos. Esto no puede cambiarse así nomás. Sin ilusiones, lo que podría cambiarlo es un gobierno que tuviera a la vez capacidad y fuerza y un proyecto de largo plazo de una Argentina próspera e igualitaria. No un “proyecto nacional”, sino una serie de objetivos que se podrían convertir en políticas de cooperación, negociación, transacción, y compartición del comando político, que estimularía a parte de la oposición a alterar sus orientaciones.
(*) Vicente Palermo es politólogo y ensayista argentino, fundador del Club Político Argentino y ganador del Premio Nacional de Cultura en 2012, en 2019 y del Premio Konex de Platino en 2016.