Si las palabras tuvieran la propiedad mágica de producir automáticamente lo que nombran, podríamos repetir en estos días concordia, prudencia, sensatez. A ver si conseguimos que la sociedad actúe en consecuencia. O, al menos, su dirigencia. Pero no es tan sencillo generar cambios sociales con solo expresarlos. Lo contrario también es cierto: decir, solo en contadas circunstancias, es delito. En cambio, penalizar la expresión sí es un riesgo para la democracia.
Luego del unánimemente condenado atentado hacia la Vicepresidente de Argentina, un sector de funcionarios, intelectuales y organizaciones de la sociedad civil están responsabilizando del hecho al “discurso del odio”. Es curioso que quienes hace poco se manifestaban preocupados por las fake news y la desinformación, en un momento tan delicado para el país, no dudan usar la frase con falta de rigor y sin presentar las pruebas de la gravedad del delito que conlleva. Algunos se animan a señalar a medios y periodistas como propulsores de una “campaña de violencia” basada en el “discurso de odio”. Con esa operación intentan equiparar a la Argentina a los países que enfrentan situaciones de “hate speech”, flagelo que atenta contra los derechos humanos de minorías y grupos vulnerables. Obvio que su sola mención genera una condena inmediata.
Hablar de un contexto de violencia política en Argentina es no solo insensible frente a las comunidades postergadas que hoy la padecen. También desconoce en la democracia reciente episodios dramáticos de violencia política como fueron los atentados terroristas que persisten en sus daños en episodios como el asesinato del fiscal que investigaba la causa de uno de ellos. Pero si violencia política es el diagnóstico que proponen el partido en el poder, es al gobierno a quien cabe la responsabilidad de resolverlo.
En el mundo, “hate speech” describe las oleadas de violencia social contra minorías que ven menoscabados sus derechos humanos por el rechazo hostil de una parte de la sociedad. La relatoría de Naciones Unidas establece que la incitación al odio “suele manifestarse a través de ataques selectivos contra personas o comunidades, actos de extremismo o terrorismo, violencia comunal, represión estatal, políticas o legislación discriminatorias y otros tipos de violencia estructural arraigada”. El Relator Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americanos dejó claro que la esfera de la expresión no puede equipararse al odio social, que cito textualmente:
• “Nadie debe ser penado por decir la verdad;
• “Nadie debe ser penado por divulgar expresiones de odio a menos que se demuestre que las divulga con la intención de incitar a la discriminación, la hostilidad o la violencia;
• “Debe respetarse el derecho de los periodistas a decidir sobre la mejor forma de transmitir información y comunicar ideas al público, en particular cuando informan sobre racismo e intolerancia”
La línea que separa la libertad de expresión y el discurso de odio es tajante en la letra de los organismos internacionales de derechos humanos. Y por eso el Plan de Acción Rabat de la ONU llama “a la responsabilidad colectiva de los funcionarios públicos, los líderes religiosos y comunitarios, los medios de comunicación y los individuos, y la necesidad de fomentar la conciencia social, la tolerancia, el respeto mutuo y el diálogo intercultural para prevenir la incitación al odio”. Son quienes deben primar la sensatez en estos tiempos.
Los antecedentes recientes de Alemania, que suelen mentarse rápidamente, remiten a los años después de la reunificación de 1989, cuando hubo un repunte de la violencia de extrema derecha contra refugiados, centros de asilo y la juventud de izquierda. En 2019 las declaraciones de Angela Merkel contra el extremismo dieron la vuelta al mundo, y siguen siendo una referencia porque explican la diferencia entre la libertad de expresión y el extremismo violento: “A todos aquellos que dicen que no pueden expresar sus opiniones, les digo: si das tu opinión, debes asumir el hecho de que te pueden llevar la contraria. Expresar una opinión tiene su costo. La libertad de expresión tiene sus límites. Esos límites comienzan cuando se propaga el odio. Empiezan cuando se viola la dignidad humana.” Es en esta frase final que se define el alcance de la expresión y, dado que se refiere a la dignidad de las personas, que no debería confundirse con las disidencias políticas o las críticas a las personas que tienen en sus manos el gobierno.
Menos fundada está la afirmación que el discurso del odio es dominante. Objetivamente, es decir, chequeando la afirmación con evidencias, no hay en el país “un discurso hegemónico” en contra de una única posición política. Argentina tiene un mercado abierto de medios, con un récord de más de media docena de señales de noticias, más medios privados, estatales y comunitarios que distan de estar coordinados en un único discurso. Objetivamente, un partido que estuvo en el poder 18 de los 22 años por elecciones no podría reclamar persecución ni menoscabo de sus derechos políticos, sin caer en la contradicción que de su decisión dependieron los derechos humanos en los años en que estuvo en el gobierno. En igual sentido, un partido que, desde 1989, tiene mayorías absolutas en las cámaras y que cobija fuerzas y partidos provinciales de izquierda a derecha con una elasticidad estudiada en el mundo no puede señalar todo lo que lo no entra en su lista como “extrema derecha”. Es un hecho que las consignas ultranacionalistas, neonazis o similares no tienen expresiones electorales en Argentina. Por si faltaran evidencias para el fact-checking, pueden consultarse cualquiera de los informes internacionales que evalúan la democracia y la libertad en el país, que no detectaron ese supuestamente grave clima social que ahora intenta presentarse como causal de un hecho gravísimo y condenable. En honor a esa gravedad debería tipificarse con seriedad y prudencia.
A dos días del atentado, aún no se sabe si el agresor leía noticias, cuáles eran sus fuentes de información y si su actitud temeraria provenía de los discursos circundantes o de su historia de vida o de su pertenencia a una corriente política. Sin embargo, gente con responsabilidad está firmando declaraciones que concluyen que los mensajes circulantes son la causa.
Contestar a esta desinformación solo la magnifica, por eso el periodismo debería abstenerse de negar algo que carece de evidencias y está lleno de imprecisiones técnicas. Abonar esa posición es un antecedente delicado para un clima de autocensura en un momento en donde se necesita más información que nunca. Y en el que los poderes legislativos y judicial deben tener las mayores garantías de independencia y transparencia.