Perú ha tenido gobiernos bastante moderados desde que cayó el régimen autoritario encabezado por Alberto Fujimori, sostenido por los militares y justificado por la “guerra sucia” contra Sendero Luminoso, hace ya dos décadas. Y esa moderación fue tal vez la única barrera que logró evitar que la cada vez más extrema fragmentación del sistema de partidos, y la desconfianza que fue extendiéndose en la ciudadanía hacia todos los dirigentes y fuerzas políticas, impidieran mantener una mínima gobernabilidad de la economía, y que ella prosperara.
Se dio así una combinación muy curiosa: en esos veinte años, en términos económicos, a Perú le fue bastante bien. Tuvo muy baja inflación, recibió inversiones externas, el desempleo y la pobreza disminuyeron. No tanto como en otros países aún más pujantes, como Uruguay o Paraguay, pero mucho más que en Argentina, y en la última década, también más que en Brasil.
Sin embargo no hubo durante el período prácticamente ningún gobierno que pudiera considerarse mínimamente exitoso; algunos de quienes ejercieron la presidencia en esos años terminaron presos, o debieron hacerlo, o fueron expulsados del cargo, y sus partidos se extinguieron o languidecen actualmente con porcentajes mínimos de adhesión ciudadana.
La clave para que esto fuera así reside en que, más allá de las muchas locuras que esos gobiernos hicieron o intentaron en otros terrenos, en el manejo de la economía se mostraron inesperada y sistemáticamente responsables. Y aunque todos ellos asumieron sus cargos despotricando contra sus predecesores, mantuvieron en pie las pautas monetarias, financieras y fiscales que recibieron de sus manos.
Claro que, por más que ese paradójico equilibrio pudiera tener su lógica, era difícil que durara mucho tiempo más. Porque la inestabilidad política, y con ella el malhumor social, se fueron agravando. Y en ese marco prosperaron ofertas electorales cada vez más afirmadas en el resentimiento, el fanatismo, y las “soluciones extremas”.
Esos son, justamente, hacia la derecha y la izquierda respectivamente, los rasgos que tienen en común los dos candidatos que se disputaron el ballotage este domingo: Keiko Fujimori, quien no oculta su intención de restablecer el régimen concebido por su padre, y en algunos aspectos tal vez sea hasta peor que él; y Pedro Castillo, un sindicalista docente con lazos con el senderismo y un padrino político que además de estar preso por corrupción se declara abierto partidario del chavismo y el castrismo.
La pandemia y la feroz recesión económica que la acompañó, y que en Perú marcó récords mundiales, hicieron el resto para llevar a la sociedad peruana a tener que elegir entre esos dos males, Guatemala y Guatepeor.
Advirtamos, con todo, que no era esa una preferencia mayoritaria, pese a la profundidad de la crisis que dio marco a la votación. La enorme mayoría de los peruanos, bastante más del 60%, votaron en primera vuelta por otros candidatos, todos ellos más moderados, pero ninguno suficientemente popular para llegar al ballotage. Fue esa fragmentación, y el consecuente debilitamiento del centro político, lo que explica que Perú se haya visto forzado a elegir entre dos opciones que reunían por sus propios medios, cada una, menos del 20% de las adhesiones.
La sociedad peruana es bastante más moderada que las opciones políticas entre las que se vio forzada a elegir. Ese es el primer fracaso de su sistema político, que se hizo palpable con esta elección. Y que tal vez, por ella misma, se agudice.
Porque la siguiente dificultad que se iba a enfrentar, cualquiera fuera el que se terminara imponiendo, Fujimori o Castillo, era que el cuadro de dispersión de la representación y desafección ciudadana que lo hizo posible se agudizara en vez de resolverse.
El nuevo presidente deberá gobernar con el respaldo de una ínfima minoría del Congreso. En el resto de los legisladores, a diferencia de sus predecesores más moderados, no encontrará siquiera una mínima disposición a colaborar y negociar, aunque más no sea por simpatía con el recién llegado, o cercanía con sus orientaciones y planteos.
Lo que augura dos futuros posibles: que el presidente trate de llevarse por delante al Legislativo, lo logre o fracase, y en cualquier caso se agraven los problemas institucionales; o que se vuelva a trabar la relación entre ambos poderes, y se ingrese, más rápido que en anteriores presidencias, en un proceso de deterioro de la gobernabilidad. Que esta vez sí, en el delicado contexto de la pandemia y una muy aguda recesión, podría afectar las reglas de funcionamiento de la economía.
Hay quienes piensan que, por más convulsiones que se produzcan en los próximos tiempos, no hay mucho de qué lamentarse, porque serán “dolores de parto”: el sistema político estaba quebrado, y al menos ahora hay líderes políticos con proyectos claros e iniciativa para llevarlos adelante, y algún cambio se va a producir como consecuencia, un cambio que puede revivificar la democracia peruana.
Con similar perspectiva, se suele celebrar lo sucedido en las últimas elecciones chilenas, de constituyentes y autoridades locales, en que también se impusieron candidatos “antisistema” y se derrumbó el viejo sistema de partidos, en particular el “centro”, los partidos moderados que años atrás integraran la Concertación.
Y más todavía: se podría ver en estos fenómenos una tendencia regional, aupada en los problemas causados por la pandemia, y las protestas sociales, que en algunos casos los precedieron, y en otros (como Colombia) los están acompañando. Y a través de las cuales las sociedades latinoamericanas, en particular sus sectores populares, se estarían rebelando contra un “statu quo democrático” altamente insatisfactorio. Compuesto de políticas públicas crónicamente ineficientes, elites dirigentes insensibles, y que sin embargo logran reproducirse eternamente en el poder, y una marcada y persistente injusticia en la distribución del ingreso, incluso en los países económicamente exitosos.
Es cierto que el cuadro descrito se repite en varios países de la región. Pero no en todos da lugar a los mismos procesos políticos y electorales. En Ecuador, luego de una fuerte ola de protestas, y pese al estallido de la pandemia que le siguió, un oficialismo de orientación moderada logró hacerse reelegir. En Brasil el PT está resurgiendo de las cenizas, y tiene chances de volver al poder. Pero las está tratando de aumentar con un sorprendente giro hacia el centro, para batir a un oficialismo que no tiene nada de moderado. En Argentina, finalmente, la radicalización oficial está dándole empuje a las figuras más moderadas de la oposición, no a las más duras, y hasta es posible que logre revivir a los “peronistas anti k”, también llamados “moderados”.
En síntesis, la política latinoamericana está sometida a fuertes tensiones en estos días. Debe resolver desafíos a la vez sanitarios, económicos, sociales y políticos. En algunos países “el cambio” lo logran expresar actores más hacia la izquierda, en otros, las fuerzas más hacia la derecha. Pero lo realmente decisivo para evaluar las chances de que ese cambio prospere no es eso. Sino si se imponen fuerzas moderadas, atentas a fortalecer el juego institucional y promover políticas sustentables, o actores radicalizados, que tienen tal vez buenas intenciones, pero también buenas chances de hacer más daño que otra cosa.