El tiempo dirá cuánto contribuyó la visita del Papa Francisco a la convivencia en Irak y quizá a otros países de la convulsionada región. Al fin de cuentas, como dice el pontífice, la construcción de la paz es “una tarea artesanal”. No deben esperarse resultados automáticos. O pensarse que, porque aparentemente nada cambió, su paso no sirvió para nada.
Por lo pronto, su gira por el país árabe significó un bálsamo no solo para las minoritarias comunidades cristianas, obligadas a huir como consecuencia de los conflictos bélicos y, en particular, el devastador accionar del Estado Islámico entre 2014 y 2017, quedando reducidas a una quinta parte tras pasar de ser un millón y medio a menos de 300 mil.
// El papa Francisco realizó una visita histórica a Irak
También fue una caricia para el alma para todos los ciudadanos iraquís –en su gran mayoría musulmana–, que sintieron que por primera vez que una personalidad mundial se acordaba de ellos y de sus padecimientos. De hecho, a pesar de que por el rebrote de COVID-19 debían quedarse en sus casas, lo seguían masivamente por TV.
Junto con el aliento a los cristianos y la cercanía a un pueblo que sufrió mucho e intenta trabajosamente salir adelante, Francisco quiso avanzar en la convivencia con el islam y por eso mantuvo un histórico encuentro con el ayatollah Ali-al Sistani, la principal autoridad chiita de Irak, la corriente mayoritaria en ese país.
Era la primera vez que un Papa se reunía con un líder chiita. Francisco tenía muchas expectativas porque Alí-al Sistani es un moderado muy respetado e influyente que brega por la convivencia y propicia una diferenciación entre el ámbito religioso y el del Estado, algo no resuelto en algunos países musulmanes.
La reunión iba a durar media hora y terminó extendiéndose casi al doble. No se conoce en detalle lo que hablaron, pero sus voceros hicieron consideraciones muy positivas. Además, hubo detalles mutuos de respeto significativos: Francisco ingresó descalzo y el imán lo recibió de pie.
Esta cita cierra un círculo que comenzó con el acercamiento de Francisco al principal líder sunita -la corriente mayoritaria del islam-, el Gran Imán de Al Azhar, Ahmed al Tayeb, con quien suscribió en 2019 una declaración sin precedentes en la que se comprometen a trabajar por la paz.
Al encuentro con Ali-al Sistani sumó el que tuvo con otros religiosos en Ur de los Caldeos, la tierra del patriarca Abraham, tronco común del judaísmo, el cristianismo y el islam. Y la firme condena que formuló en la ocasión a la apelación a la religión para justificar la violencia.
Su paso por Mosul –que fue la capital del calificado de EI- se convirtió en el más emotivo del viaje en medio de cuatro iglesias cristianas que testimonian el efecto de la devastación. Mientras que una musulmana y una monja le expusieron el horror que vivieron.
En Qaraqosh se solidarizó particularmente con los cristianos y llamó a trabajar por la reconstrucción del país, en tanto que en Erbil, en la región del Kurdistán – donde celebró la única misa masiva – pidió “no caer en al tentación de la venganza”.
Contra todos los que le decían que no fuese a Irak, primero por razones de seguridad y luego por el rebrote de la pandemia, Francisco decidió seguir adelante y, en sus palabras, “no fallarle al pueblo”. Cumplió.
Fue un éxito diplomático, pastoral e interreligioso. Ahora, habrá que ver hasta dónde tocó los corazones para que un futuro mejor en el país y la región sea posible.