Aunque la Navidad es esencialmente una celebración religiosa -la evocación del nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios para los cristianos- hace tiempo que -a partir de los valores que encarna- fue ampliando su significado y convirtiéndose en una fiesta de fraternidad y paz. Claro que en esa mutación influyó una razón mundana: la incitación al consumismo de aquellos –claro- con posibilidades económicas, lo que implicó reemplazar la figura del niñito en el austero pesebre por el Papa Noel con sus bolsas repletas de regalos, en el marco de un festejo opíparo y bullanguero.
Primera aclaración: No es que esté mal expresar sentimientos de fraternidad y de paz. El mundo los necesita, y mucho, muchísimo. El problema es cuando todo lo exterior que envuelve a la celebración termina desdibujando su significación. El Papa Francisco lo acaba de advertir con una frase elocuente: “El consumismo secuestró la Navidad”. Segunda aclaración: No se trata de aborrecer el consumo, sino de no caer en una voracidad que termina dándole a las cosas un valor que no tienen. Y que más o menos conscientemente relaciona el tener con la felicidad.
// El Papa Francisco lamentó que el consumismo haya “secuestrado la Navidad”
La pandemia que padece el mundo, sin embargo, puede ser una ocasión para rescatar el significado de la Navidad, tanto para los que la viven religiosamente como humanamente. ¿Por qué? Porque puso en evidencia la fragilidad del género humano –especialmente de los más pobres- frente a un virus impiadoso y la necesidad de los vínculos comunitarios para enfrentarla y encontrar una salida. Se trata de dos aspectos que están muy presentes en la evocación del nacimiento de Jesús, que llegó este mundo en un contexto muy vulnerable y con un fuerte mensaje de hermandad.
Es cierto que para muchos la celebración de la Navidad será un día de mucha tristeza y grandes carencias. En la Argentina habrá 41 mil hogares donde faltará un integrante por culpa del COVID, entre ellos se contarán alrededor de 300 integrantes del personal sanitario que heroicamente dieron su vida por asistir a enfermos. Habrá millones de hogares en los que uno o más de sus integrantes perdieron su trabajo o debieron cerrar su negocio o empresa. Por no mencionar a los 20 millones de pobres, entre ellos los más dos millones que este año pasaron hambre.
A todo ello hay que sumar la angustia por el hecho de que aún no se ve la luz al final del túnel. Si bien los países desarrollados comenzaron la vacunación, entraron en una carrera por acaparar las vacunas en detrimento de los países pobres, en una palmaria demostración de egoísmo, sin que existan liderazgos e instituciones internacionales que les ponga coto. La demora en la inmunización significa ante todo más pérdidas de vidas, pero también un agravamiento de la situación económica y, por tanto, una extensión de la pobreza.
Es verdad también que la Argentina fue uno de los países en proporción a su población con más muertes y con más graves consecuencias económicas en medio de la cuarentena más larga del mundo con ineficiencias clamorosas de parte del Gobierno. Como contrapartida, además de la entrega heroica del personal sanitario, hubo una ola solidaria, reflejada sobre todo por las campañas de recolección y distribución de alimentos y la tarea de comedores comunitarios. Acciones que, por cierto, invitan a tener esperanza.
Por todo lo dicho, la intensa experiencia vivida en 2020 –con su enorme cuota de dolor y con los gestos estimulantes de tantas instituciones y personas- no debe caer en saco roto, no debe ser en vano. Dejar de lado la omnipotencia y el individualismo y reconstruir los vínculos sociales debe ser un imperativo. Porque como dice el Papa Francisco, “nadie se salva solo”. Y porque “de las crisis no se sale cómo éramos antes, sino mejores o peores”. Que en esta Navidad, entonces, renazcamos mejores.
En este 2020 más que nunca… ¡feliz Navidad!