Dicen que Angela Merkel le pregunta a cada argentino que la visita qué es el peronismo porque no termina de encuadrarlo. En rigor, su carácter movimientista y su habilidad para reconvertirse lo convirtió en algo difícil de definir. Entre esa pluriformidad se cuenta vincularlo –a diferencia de otros sectores políticos de la Argentina- como “cristiano”. ¿Es realmente así? ¿Puede en tal caso pretender el “voto católico”?
Para intentar una respuesta a 75 años de su surgimiento hay que echar un vistazo a la sinuosa trayectoria del peronismo. En su nacimiento se abrazó a la doctrina social de la Iglesia. Con vistas a las elecciones de 1946, que lo depositaron en la Casa Rosada, Juan Domingo Perón manifestó su identificación con esos postulados. Queda a juicio del lector cuánto hubo de autenticidad en esa opción y cuándo de conveniencia electoral.
Lo cierto es que aquella táctica lo ayudó a alcanzar la presidencia y lo llevó a tener en sus primeros años una fluida relación con la Iglesia. Pero cuando surgieron las primeras críticas de los obispos a su gobierno comenzó un enfrentamiento que, en 1955, terminaría de la peor forma: con la quema de una docena de iglesias de Buenos Aires y con no pocos sacerdotes y dirigentes laicos presos.
Aquel conflicto fue particularmente traumático para una porción de los católicos –sobre todo de clase baja- que se sentían complacidos por la reivindicación de los sectores populares que llevó adelante Perón. No era el caso de otros católicos, de clase media y alta, que le objetaban su autoritarismo y su falta de republicanismo, y que apoyaron abiertamente su derrocamiento.
En su exilio, Perón quiso recomponer su relación con la Iglesia. No estaba claro si había sido excomulgado por haber expulsado del país a dos clérigos. Lo que hubiera impedido su tercera candidatura. Entonces, la Constitución decía que el presidente debía ser católico. Pidió perdón si había cometido un atropello y El Vaticano le dijo que no tenía “nada pendiente”.
Las cosas se volvieron complejas a fines de los ’60 y comienzos de los ’70. Por un lado, el surgimiento de Montoneros, conformado por muchos jóvenes de la Acción Católica que apelaron a la violencia. Por el otro, no pocos sacerdotes, entre ellos el padre Carlos Mugica, que se declaraban peronistas, dejando de lado la prescindencia partidaria que les exigía su función.
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Más acá en el tiempo, la llegada de Carlos Menem a la presidencia significó un cambio rotundo en matera económica respecto de la posición historia del peronismo. El neoliberalismo que asumió el riojano lo enfrentó con la Iglesia argentina. Pero su oposición al aborto en los foros internacionales le permitió una muy buena relación con el Papa Juan Pablo II.
Al estallar la crisis de fines de 2001, Eduardo Duhalde como presidente apeló a la ayuda de la Iglesia para sortearla con la creación de la Mesa de Diálogo. Pero el ascenso de Néstor y Cristina Kirchner acabó con cualquier atisbo de consensos y se enfrentaron con el entonces arzobispo porteño, el cardenal Jorge Bergoglio, porque lo consideraban el “jefe espiritual” de la oposición.
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En un sorprendente giro, Cristina, sin embargo, se acercó al Papa Francisco y mantuvo su reticencia a promover la legalización del aborto. Pero en los últimos años fue virando y hoy la apoya. El actual presidente Alberto Fernández, que dice ser un gran admirador del pontífice, insiste en que enviará un proyecto en ese sentido al Congreso, pese a que hace dos años fue rechazado.
Así las cosas, puede hablarse de un sustrato cristiano en el peronismo que el tiempo fue diluyendo. Aquellas banderas de “justicia social” que tanto cautivaron a muchos católicos deberían confrontarse hoy con el enorme crecimiento de la pobreza en las últimas décadas en que gobernó la mayor parte el movimiento fundado por Perón.
Evidentemente, hay católicos que votan al peronismo y católicos que no. Al fin de cuentas, la religión debe estar por encima de las parcialidades y exenta de manipulaciones partidistas. Eso es saludable no solo para la Iglesia, sino también para el país.