“Hubiera preferido que siguiera su vocación y se dedicara a la arquitectura o a la pintura”. No había sarcasmo en las palabras de esa mujer de 63 años que enfrentaba, por primera vez en su vida, a un periodista. Estaba hablando de su hermano, el mayor asesino de masas del Siglo XX, Adolf Hitler.
Era 1959 y el periodista inglés Peter Morley, siguiendo pistas improbables, consiguió un testimonio extraordinario para el documental que realizaba sobre los hombres y mujeres del nazismo. Paula, la hermana menor de Hitler.
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La mujer lo recibió con cierta reticencia. Tenía temor (fundado) de que otra vez la señalaran por la calle y que su vida perdiera la tranquilidad de la que había gozado la última década. Sabía que pesaba sobre ella el estigma de lo abyecto. Sin embargo, en esa entrevista, y en los años que siguieron a su muerte, la imagen que se brindó de ella fue la de una mujer humilde, abrumada por el peso de su apellido, que nunca se benefició del poder de su hermano, que al contrario, fue una carga enorme que la hizo vivir escondida durante décadas.
Las investigaciones posteriores pusieron en tela de juicio esa construcción y, lejos de aportar demasiadas certezas, lograron sembrar la duda y los misterios alrededor de la figura de Paula, una mujer cuya vida todavía suscita muchas preguntas inquietantes.

Paula nació cuando faltaba poco para que empezara el Siglo XX. Fue en Hafeld, un pueblito que pertenecía al Imperio Austro Húngaro. Su entorno familiar debe haber sido el más transitado y estudiado de la historiografía moderna, aunque ella haya sido solo una nota al pie en la Historia. La menor de seis hermanos, aunque solo Paula y su hermano Adolf, siete años más grande, lograron sobrevivir los primeros años de vida.
En esa entrevista, Paula recordó con nostalgia su infancia. Afirmó que fueron tiempos felices, los dibujó como a un paisaje idílico y armonioso. Pareciera que no fue así. Los testimonios, aun los que ella dejó por escrito, indican otra cosa. Tal vez, negar la realidad sobre lo que sucedía en su casa fue su estrategia para poder seguir adelante. Como alguna vez escribió Dostoievsky: “Todos recordamos las partes del pasado que nos permiten afrontar el futuro”.
Alois, su padre, murió cuando ella tenía 6 años. Su madre Klara murió cuatro años después. Paula quedó sola -a cargo de diversos parientes- porque su hermano se mudó a Viena para alejarse del dolor de las pérdidas y para buscar un futuro, lo empujaba una ambición que muchos confundieron con entusiasmo adolescente (cuando apreciaron el factor enfermizo ya era realmente demasiado tarde).

Un hallazgo histórico: qué dice el diario de la infancia de la hermana de Hitler
En 2005, dos investigadores alemanes dijeron haber dado con un tesoro, un hallazgo historiográfico: el diario de infancia y juventud de Paula Hitler. Las entradas escritas con su letra infantil narran escenas cotidianas, muestran la vida familiar. Allí Alois es un hombre agresivo; y desata con frecuencia su furia contra su hijo Adolf, le pega, le grita, hace que corra a cobijarse para no ser pateado, ni la protección de la madre lo salva. Tras su muerte solo están los tres en la casa: su madre Klara, su hermano Adolf y ella. En algunos párrafos consigna, casi sin quejarse, que su hermano tomó el papel del padre. Y él había pasado a repartir los gritos, cachetazos y golpes y ella a sufrirlos.
Al crecer, Paula trabajó en comercios, como personal de limpieza en un hospital y como secretaria en una oficina de seguros. Su hermano, mientras tanto, ya había ido a la guerra, se había frustrado como artista y había ingresado en la política, era el líder de un pequeño partido, el nacionalsocialista.
Los hermanos Hitler no se vieron durante 13 años. La distancia y algunas discusiones en sus intercambios postales -en realidad, la susceptibilidad de Adolf al que no le gustaron algunos comentarios de Paula- hicieron que se estableciera una brecha, un muro de indiferencia entre ellos.
Luego retomaron el contacto esporádico. Paula fue viendo a la distancia el ascenso de su hermano al poder. Y con eso empezaron sus problemas. Fue echada de su trabajo y señalada por varios de sus vecinos. Pero ya convertido en la autoridad máxima de Alemania, Adolf la mandó a llamar. Ella le comentó que tenía inconvenientes. Su hermano le dijo que él solucionaría la situación. Le informó que cambiaría su apellido por el de Wolf y Paula volvió a su casa hasta con un documento nuevo con ese nombre.

Ella dijo que nunca se había beneficiado del poder de Adolf. Sin embargo, en la misma entrevista, reconoció que recibía 500 marcos mensuales por parte de su hermano y un pago excepcional de 3000 marcos en cada Navidad. También Paula poseía un amplio departamento en Viena y una casa de descanso en medio de las montañas. Naturalmente, nada de eso lo hubiera podido adquirir con sus salarios flacos ni siquiera con la suma oficial que el estado alemán supuestamente le brindaba mes a mes.
La boda de su hermana y un médico nazi que Adolf Hitler impidió
Estuvo en pareja con Erwin Jekellius, un afamado doctor nazi de la época colaborador en las primeras investigaciones del Dr. Asperger. Jekellius tuvo una activa participación en los crímenes del Tercer Reich, entre sus experimentos médicos cruentos en los campos de concentración y su obsesión por las discapacidades, la pureza de la raza y la eutanasia se cree que sus víctimas adultas fueron más de cuatro mil y que mató a más de cien niños.
Jekellius podía matar impunemente, experimentar con seres humanos sin límite, pero no se animó a casarse con Paula sin autorización del Führer. Viajó a Berlín para pedir su mano. Pero Hitler tenía otros planes para él. No lo creyó un buen candidato para su hermana (a sus ojos nadie lo era). No lo dejó llegar a la audiencia, lo hizo detener y lo derivó al frente Oriental. Hizo que el batallón que integraría Jekellius partiera hacia el combate unas pocas horas después de su arribo a Berlín. En la primera misión, Jekellius cayó en manos enemigas. Los soviéticos lo confinaron a un campo de detención. Allí permaneció casi 8 años, pero no pudo resistir más: murió en Siberia en 1952.
El comunicado sobre el suicidio de Hitler y la reacción de su hermana
Unas semanas después del fin de la Segunda Guerra, de que las radios comunicaran que Hitler se había suicidado, unos soldados norteamericanos tocaron su puerta. El momento que ella había temido durante al menos el último año había llegado. Mientras algunos custodiaban la vivienda, tres de ellos se sentaron frente a la mujer y comenzaron el interrogatorio. Ella, vanamente, intentó negar su identidad. Tres veces repitió que se llamaba Paula Wolf hasta que se dio cuenta de que era un esfuerzo inútil. Luego dio una versión sensata de la relación con su hermano, dijo que casi no se veían personalmente y como prueba de su total inocencia explicó que ella nunca se había afiliado al Partido Nazi. No explicó cómo subsistía, ni de qué manera pudo comprar sus propiedades. Tampoco le habló de su relación con Jekellius.
Dijo, eso sí, que le parecía imposible que su hermano hubiera ordenado el asesinato de millones de personas, que al principio se negaba a creerlo. Allí detuvo la frase, no afirmó que el exterminio había existido, pero en su silencio pareció rendirse a las evidencias. Y se sintió obligada a dar una justificación, a buscar una explicación: “Si mi hermano hubiera logrado triunfar como pintor, quizá, nada de esto hubiera sucedido. Él estaba muy frustrado, le daba mucho odio que las puertas se le cerraran y culpaba a los judíos porque estaba convencido de que ellos manejaban el mundo del arte”. Le preguntaron cómo se había enterado del suicidio de Hitler. Respondió que cómo todos: por la radio y que había sentido mucho dolor, el mismo dolor que sentiría cualquier hermana.
El oficial norteamericano que la indagó quedó sorprendido. Mientras el interrogatorio avanzaba, la similitud de la mujer con su hermano se agrandaba. Con cada frase, con cada gesto, se parecía más al monstruo que había asolado al mundo, que había provocado millones de muertes, que había intentado extinguir a los judíos. Pero lo que en Hitler era agresión, amenaza y energía, en ella se transformaba en una inquietante serenidad. Paula era alguien tenue, en ese momento algo acobardada, una mujer que se había marchitado prematuramente.
En el informe también consta la admiración de los interrogadores por la imponencia del paisaje. Pocos días después sus propiedades fueron decomisadas por los Aliados.
Paula Wolf siguió viviendo una vida gris, discreta en ciudades austríacas. La austeridad de esos años fue una prueba de que pese a no tener una relación cotidiana y fluida con su hermano, en los años de esplendor del Führer recibió dineros estatales. Cada tanto conseguía un trabajo que le permitía darse algún gusto menor, pero no mucho más. Ella consideraba un gran logro pasar desapercibida, que la gente no supiera cuál era su verdadera identidad.
En 1959 dio la entrevista para el documental inglés y se instaló en Hamburgo. Allí vivió hasta el 1 de junio de 1960, cuando murió a causa de una crisis cardíaca.
Su última voluntad fue la de recuperar su apellido, dejar de esconderse tras un nombre falso.
Su lápida consigna: Paula Hitler 1896- 1960.